Materia Consejería Pastoral

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El pastor no es un psicólogo, no obstante, se le busca para dar consejo como si lo fuera. No es un consejero por vocación, pero se supone que ayude en este campo.

Entre estos dos extremos: el de recomendación y de psicoterapia a fondo, se hace el trabajo de consejo pastoral. 

En algunos aspectos, se puede decir que el consejo pastoral es superior a otros tipos de consejo y en otros aspectos se puede decir que es inferior. Al compararlo con otros tipos, notaremos que tiene tanto sus puntos fuertes como sus puntos débiles.

El ministro es llamado a servir a una generación que no solamente está amenazada por los problemas que todo hombre ha confrontado, sino también por una multitud de problemas que plagan la generación presente.

El aconsejamiento tiene que ver con el proceso de cambio en el consultante. Es muy interesante notar que todas las escuelas de aconsejamiento tienen el mismo obje­tivo, de crear cambio en los consultantes, pero su metodología para lograrlo es muy diferente.

El pastor debe tratar de recabar tanta información como sea posible de su aconsejado y de su problema. Esto se hace primordialmente en una entrevista. La técnica de la entrevista es ya vieja, pero no conocemos una técnica más fundamental y valiosa.

Parece que nuestra sociedad y también la iglesia han escogido el ignorar la realidad asombrosa de lo que está pasando a la institución del matrimonio en nuestros tiempos. No hay necesidad de mencionar la sombría estadística que nos da el número de divorcios y separaciones que ocurren diariamente.

El libro de Rut es una de esas preciosas imágenes del Antiguo Testamento, que ha sido diseñada por Dios mismo para servir de ejemplo sobre las verdades dramáticas de la fe cristiana, expuestas en el Nuevo Testamento.

Para aconsejar a los adolescentes no se necesita la aplicación de un juego especial de técnicas; sino más bien, la adquisición de algo que podemos describir como un juego especial de entendimientos. La diferencia está en el punto de conocimiento, no pericia o destreza.

Sin embargo, dada la naturaleza compleja de la enfermedad mental, esto no es así en lo que se refiere a una recomendación a un psiquia­tra. Y en vista de que esta es decisión difícil que lleva en sí muchas implicaciones profundas, le daremos a este asunto atención especial y cuidadosa.

No hay suficientes consejeros pro­fesionales para dar abasto con tantos problemas. Y aunque los hubiera, son relativamente pocas las personas con dinero y paciencia suficientes para aguantar las caras y lentas series de sesio­nes que a menudo exigen los tradicionales méto­dos de esta clase de psicoterapia profesional.

Los creyentes se sienten a veces inclinados a prestar su apoyo a cualquiera que tenga en me­nos la sabiduría humana y enfatice la suficiencia de la Biblia como base de todo nuestro pensar. Pero el rotular como inútil todo el pensar profa­no, equivale a negar el hecho evidente de que todo conocimiento verdadero procede de Dios.

Un análisis provechoso de la naturaleza de la gente, por qué arrastran a menudo una vida renqueante, cómo surgen y se complican los problemas, y el sende­ro cristiano que conduce desde una vida sin pro­vecho a una vida abundante, debe necesariamen­te implicar cierta complejidad, menos de lo que los freudianos piensan, pero quizás algo más que el trillado tópico del «lea, ore y confíe» que mu­chos creyentes emplean.

Un punto de vista cristiano acerca de las nece­sidades de la gente siempre debe comenzar por la comprensión de que el hombre está hecho a ima­gen de Dios. Para entender claramente lo que esto significa, es preciso reconocer que el Dios de la Biblia es infinito y personal.

Para una correcta comprensión de la gente, es básico el reconocer que las personas necesitan considerarse a sí mismas como algo valioso. A fin de conseguirlo, se necesita poseer un verda­dero sentido de la propia vida y una verdadera seguridad.

La Biblia ense­ña que el punto de partida de todo problema emocional que no sea causado por una disfun­ción orgánica, es un problema de pensamiento, una creencia equivocada acerca del modo de satisfacer las necesidades personales.

Cómo puede un consejero, pertrechado con dichas ideas fundamentales, comprender la enrevesada lista de problemas que se le presentan a diario en su despacho.

Un consejero bíblico nunca debe excusar una conducta o unas actividades irreligiosas. El re­sentimiento, la autocompasión, la inmoralidad, la envidia, el descontento, el afán materialista de competición, la sensualidad, el orgullo, la menti­ra y la ansiedad son cosas, todas ellas, contrarias a la imagen de Cristo. El objetivo del consejero bíblico consiste en ayudar a una persona a cam­biar de dirección y procurar parecerse a Cristo.

Enseñar a vivir a otros constituye, sin lugar a dudas, un arduo y complejo proceso participativo, en el que el protagonismo fundamental le pertenece al sujeto que lo intenta y cuyos resultados afectarán, para bien o para mal, a él mismo y a sus familiares. Doctor, mi vida no tiene sentido – Quiero olvidar y no puedo – que el tiene es propio a la vejez – Mi hijo tiene un carácter fuerte – Video: El perdón

Yo le he dicho mil veces que se preocupe por ella – Doctor, Yo le iba a explicar lo que a él le ocurre porque él no se sabe explicar – El mejor psiquiátra es uno mismo – Todos no tenemos los mismos problemas – Yo no tengo nada – Doctor, el problema es que yo no se decir que no – Video: Rompindo con el pasado

Yo no tengo suerte – Yo sé que voy a tener problemas, yo sé que eso no va a funcionar. – Es que yo soy así – ¿Por qué yo soy así, doctor? Explíqueme – No soporto estar solo – Eso no es normal, eso es normal – Video: La violencia doméstica

Doctor, Yo no tengo problemas desde que tomo la pastillita de la alegría – Mi tía me regaló unas amitriptilinas y es lo que estoy tomando – Eso no está en mí; Antes yo no era así y ¿Usted cree que yo quiero estar así? – Yo esoy así por la crianza que me dieron – Video: El abuso sexual

Yo no me puedo disgustar, yo no me puedo molestar – La gente no me entiende – Me dan deseos de acabar – Siempre estoy apuarado – El estómago me salta y no me deja vivir – Video: El noviazgo

Doctor, tengo las defensas bajas – Quiero dormir y no puedo – Mi esposo me mantrata, incluso me ha pegado – Él no me deja… – Para darme en la cabeja se emborracha – Video: El matrimonio

Pero Fulano, que es médico, también es alcoholico – Doctor, usted sabe los esfuerzos que hago para no inherir bebidas alcoholicos – No se que hacer – Yo no quiero volverme loco – Son cosas que se le meten a uno – Yo mismo reconozco que… – Video: La familia

Todos los hijos se quieren igual – Yo vivo para mis hijos – No llores, ponte fuerte – Tienes que poner de tu parte – Todos los hombres son iguales, todas las mujeres son iguales – Y si esto hubiera ocurrido diez años después – Video: Cómo criar hijos

Para buscarme un problema – Para una buena comunicación con su hijo adolescente – Para no perder la autoridad con los hijos – Video: El divorcio

A los padres y las madres – Al ama de casa: El síndrome de la locomotora – A los hijos: no hacer alianzas – Video: La vejez

Para la refexión: El dedo de la agresividad y el dedo de la responsabilidad – Para aprender de los animales: el zoológico de la sabiduría – Para modificar los siete rasgos negativos de la personalidad – Video: El duelo

Para lograr la quietud espiritual o la tranquilidad mental – Para obtener una mayor autoconfianza – Video: La envidia

Para dejar el hábito de fumar – Para hacer frente al estrés – Para hacer más grata nuestra vida cotidiana – Video: Las fobias

Para evitar la violencia en las relaciones interpersonales – Para mejorar el “miedo escénico” – ¿Qué hacer cuando fallece un ser querido? – Para quienes gustan ayudar a otras personas en situaciones difíciles – Video: Un futuro mejor

Existen diversos criterios erróneos con respecto al suicidio, a los suicidas y a los que intentan el suicidio, que deben ser eliminados si se desea colaborar con este tipo de personas. – Video: La depresión

El intento de suicidio y el suicidio sólo tienen desventajas para el que lo realiza y sus familiares. Por tanto, nunca usted intente contra su vida, pues se convertirá en el peor enemigo de su familia, en el que más daño le ha de ocasionar. – Video: La soledad

El padre que discute con sus hijos, la esposa que considera imposible mantener un buen entendimiento con su cónyuge, el compañero de trabajo que explota a la más mínima provocación o el vecino que nos mira mal sin que le hayamos hecho nada, en su conjunto, constituyen algunos ejemplos de los factores que inciden negativamente en la meta de mantener unas buenas relaciones interpersonales.

La forma mas sencilla de describir la personalidad es precisando que se trata del conjunto total de nuestras facultades físicas, mentales y emocionales, que a lo largo de la vida de cada ser han sido construídas a partir de vivencias, experiencias y aprendizajes tanto favorables como desfavorables, positivos y negativos.

Los Sentimientos toman forma en el mundo interior de cada individuo y son subjetivos. De manera aislada, los sentimientos no afectan decididamente lo que hacemos; en cambio, la sumatoria de sentimientos si esta asociada con las emociones. Estas son las que determinan si nuestras acciones serán agradables o desagradables.

Su tarea, al termino de este capítulo, es desarrollar con ayuda de Dios el principio de escuchar. Póngalo en práctica con sus compañeros de trabajo, con su familia y, en general, con quienes le rodean. Tómese el trabajo de oir antes de hablar. ¡Se sorprenderá de los resultados!

Cuando estamos hablando con la persona que solicito acompañamiento en Consejería, las expresiones que utiliza son fundamentales ya que nos permitirán ir conociendo aspectos que en apariencia pasan inadvertidos y que están estrechamente relacionados con su grado de madurez o inmadurez tanto en su personalidad como en su carácter.

Lección 40 – Sanidad Interior

Sinnumero de personas gozan de capacitación académica e incluso ministerial; pese a ello permanecen estancadas. No dan un paso ni adelante ni atrás. ¿La razón? Dentro guardan conflictos sin resolver, que marcaron sus existencias y que se constituyen en obstáculos enormes para dar pasos sólidos hacia su desarrollo.

Alguien que abrió las puertas al mundo demoniáco, generalmente encontrará motivos para no recibir a Jesucristo y expresará renuencia aduciendo que “cree en el mundo espiritual”, ignorando o quiza ocultando que el mundo espiritual que conoce es el de la maldad.

Los textos divinos de las sagradas escrituras útiles para aconsejar y consolar.

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Contenido

1. Naturaleza

El Ministerio del Pastor Consejero por James D. Hamilton

La Naturaleza del Pastor Consejero

El ministro contemporáneo tiene muchas oportunidades para involucrarse en un amplio campo de actividades consejeras en su pastorado. Buscan su consejo personas de todas edades, angustiadas con muchos y variados problemas. No hay ministro que pueda negarse a aconsejar a menos que se encierre en su cuarto de estudio.  Con fre­cuencia el ministro tiene la responsabilidad de un grupo grande de personas con diferentes antecedentes, personas que luchan con perturbadoras dificultades emocionales de toda clase.

El pastor no es un psicólogo, no obstante, se le busca para dar consejo como si lo fuera. No es un consejero por vocación, pero se supone que ayude en este campo. No es un consejero en asuntos educativos, pero con frecuencia los jóvenes vienen a él con problemas de sus estudios. Tampoco es un psiquiatra; pero algunas veces confronta pro­fundos problemas de personas que necesitan atención de un psiquiatra, y por esto, debe conocer las manifestaci­nes de estos problemas para que pueda aconsejarlos inteligentemente.

Sobre todas las cosas, tendrá que saber aconsejar a personas con problemas religiosos, y por lo tanto debe ser un perito en este campo hasta donde le sea posible.

LA NECESIDAD DE UN PASTOR CONSEJERO

Esta es una edad compleja. Es una edad de crisis y tensión en que la industria y la maquinaria aprietan a los individuos dentro de su engranaje confrontándolos con problemas de varios grados y magnitud.  Decisiones forzo­sas son la regla más bien que la excepción y estas decisio­nes causan profundas implicaciones interpersonales. El hombre moderno no puede vivir aislado. Esto quiere decir que sus acciones y reacciones, más que en ningún otro tiempo en la historia, afectan las acciones y reacciones de sus prójimos. Un gran número de personas se tambalea ante el impacto de “la vida” y sus miles de problemas; sienten la necesidad de ayuda y consejo. Claro que no todos ellos buscarán el consejo del ministro, pero muchos sí lo harán. Es por esto que el pastor debe esforzarse en ser un consejero competente que pueda satisfacer las necesi­dades de las personas que acuden a él con sus problemas.

El consejo pastoral es tan viejo como el ministerio.  Holman dijo: La curación de las almas—el cuidado espiritual de los miembros de una congregación—es una función antigua de la iglesia cristiana y del ministro. Quizás el mayor aspecto fundamental de la labor ministerial haya sido siempre su tra­bajo con individuos miembros de su congregación. En contac­to personal íntimo con su pueblo, el pastor ha procurado ayudar al tentado, renovar espiritualmente al derrotado, asegurar al penitente de su perdón, confortar al preocupado, dirigir al perplejo, dar valor al enfermo y afligido, y en una multitud de maneras, ver cómo enfrentarse con las necesida­des puramente particulares de los que componen su congregación.

Siempre ha sido la labor del pastor funcionar como mediador entre el hombre y sus problemas. El escritor Wood dice que no es cuestión de si el ministro ha de acon­sejar o no, sino qué tan bien lo hará. Dice que el 87 por ciento de los laicos creen que la técnica en aconsejar ha de ser parte de la preparación del ministro.

¿QUE ES EL ACONSEJAMIENTO PASTORAL?

El consejero pastoral es muy diferente de otros tipos de dirección terapéutica, pues incluye una dimensión reli­giosa. “El propósito del aconsejamiento espiritual es traer a personas de ambos sexos dentro de una sana relación con Dios, y dirigirlos dentro de una vida abundante.” “Salvar,” en griego quiere decir sanar hacer completo; por lo tanto, salvación es salud, racionalidad, libertad de todo desperfecto o mancha que deforme la personalidad humana y que impida la amistad con Dios.

El elemento de cambio en nuestra sociedad tiene sus implicaciones para el consejo pastoral. El cambio no es un fenómeno nuevo; siempre ha estado presente. Por siglos los filósofos se han estado preguntando, “¿Qué, en medio de todo cambio, no cambia?” La respuesta es, “nada”. Heráclito, hace siglos, dijo: “Uno no puede pararse en el mis­mo río dos veces”. Con esto, quiso afirmar la vieja idea del cambio. Todas las sociedades pasadas han tenido que hacer frente a los cambios, pero la nuestra está pasando por cambios más rápidos y complejos que nunca. Goldstein se permite observar que los líderes sociales serán instru­mentos para afectar las formas de adaptación que la socie­dad necesita tener al afrontar el cambio. Esto quiere decir que el pastor consejero que sirve como líder social, tiene que estar equipado para servir a las familias de su iglesia como un consejero sabio bajo las complicadas condiciones causadas por los cambios tan rápidos. Hulme dice: “Las características de nuestra era que llevan a las personas a buscar la sombra protectora del aislamiento, también ori­ginan disturbios emocionales que les obligan a buscar un consejero.

Muchos que confrontan este complejo mundo carecen de preparación para resolver los problemas que resultan de esta complejidad. Los que tienen una orientación religiosa van con su pastor en busca de ayuda. Esto hace que se vuelva una labor del ministro, el ayudarles a adoptar una actitud saludable y adecuada hacia la vida. Es necesario desarrollar dentro de ellos la fortaleza humana que, junto con los recursos divinos, los prepare para enfrentarse con las demandas de un mundo altamente complejo. Esto quiere decir, que la función de la relación del consejero será doble: (1) “fortalecer el ego, el yo, o las funciones cons­cientes de la persona a través de las cuales se obtienen los procesos de integración y madurez” (la dimensión huma­na) y (2) “apropiar los recursos espirituales que Dios da” (la dimensión divina).

El pastor consejero tendrá que recordar que las heri­das emocionales que el individuo ha sufrido han venido a través de relaciones incorrectas con personas emocionalmente significativas. Estas heridas quizá puedan ser curadas por otra persona quien, también sea emocionalmente significativa. En muchos casos, será el pastor quien ayudará con su ministerio de consejo a estos individuos lastimados. “Con frecuencia las personas que vienen a consultar un ministro han perdido la fe en ellos mismos, tanto como en Dios, y en sus semejantes”. El ministro tendrá que ayudar a reconstruir esa confianza para obtener una más clara perspectiva.

El aconsejamiento pastoral y la psiquiatría se parecen, pero no son sinónimos. La psiquiatría, aunque no se opone necesariamente al aspecto religioso, no depende de él para su diagnosis o tratamiento. El aconsejamiento pastoral, por el otro lado, se basa fundamentalmente sobre una perspectiva e interpretación religiosa. Conscientemente trata de desarrollar en el individuo una relación con Dios que le dé acceso a los recursos espirituales que brotan de El. Bonneli caracteriza la tarea del pastor de esta manera:

El ministro que conduce a hombres y mujeres hasta un contacto vivo con Dios, que les enseña cómo usar su Biblia pa­ra desarrollo espiritual, cómo meditar, cómo orar, cómo desarrollar una fuerte y radiante fe, contribuirá un estimable ser­vicio a las mentes y cuerpos de sus feligreses y también a sus espíritus.

Una verdadera situación de aconsejamiento no existe necesariamente cuando el pastor y un feligrés se ponen a conversar juntos. Aconsejar no es solamente un intercam­bio de palabras. Es menester que haya una necesidad de la que se dé cuenta el que busca consejo y que se dé también cuenta de que necesita ayuda para la solución del proble­ma que le preocupa. Hiltner escribe:

Una verdadera situación de aconsejamiento existe cuando el feligrés reconoce que algo anda mal, y siente que esto de al­gún modo tiene que ver con él y está convencido de que alguna persona profesionista pueda tal vez ayudarle, no dándole la respuesta sino ayudándole a esclarecerla él mismo.

Así pues, aconsejar es una relación interpersonal en la que el pastor y el feligrés se concentran en aclarar los sentimientos y problemas de este último, relación en que los dos comprenden que es esto lo que se empeñan en lo­grar. Y será necesario que el ministro ayude a quien busca su ayuda a vencer sus conflictos y tensiones internas, ayudándole a hablar de sus problemas a fin de que sean examinados críticamente. Cuando esto se ha logrado, ya hay una verdadera situación de aconsejamiento.

REQUISITOS PERSONALES

Stolz dice, “La personalidad del pastor mismo es de primera importancia en su trabajo. Para un buen servicio pastoral, la madurez y una perspectiva saludable de la vida son esenciales”. El indica que cuando un ciego guía a otro ciego, los resultados son desastrosos para ambos.

Mientras más maduro emocionalmente sea el pastor, mayor será su facultad de entender y aceptar lo que sus feligreses le expresan. Si él no está bajo presión por la vida, y si puede comunicar su madurez y saludable modo de ver a sus feligreses, ellos lo buscarán para que les ayude a resolver sus problemas. Bonneil dijo que ningún pastor podía adecuadamente ministrar a las más profundas nece­sidades del corazón humano si no ha aprendido a tratar efectivamente con las suyas.

En un sentido, la marca de su propia adaptación será su capacidad de atraer a su gente. Esto se obtendrá con su propia vida, no solamente invitando a la gente a venir a él con sus necesidades: “Una persona no puede comunicar los más profundos e íntimos aspectos de su vida a otra, a menos de que tenga un sentido de seguridad, confianza y fe en ella.” Esto es absolutamente esencial si el consejo ha de llevarse a cabo. Las personas acudirán al pastor sólo si confían en él y si ven en él la madurez que desearían ellos.

De primera importancia en evaluar las cualidades per­sonales del pastor es una consideración de su capacidad de entenderse él mismo—sus actitudes, sus móviles, y su carácter. Sócrates expresó: “Conócete a ti mismo”. Este debe ser el objetivo de cada pastor. Sin este conocimiento propio las cualidades y capacidades del pastor serán de muy poco valor. Hiltner dice:

Es de gran importancia conocer a su feligrés, su inmensa realidad e individualidad única. Pero tal vez sepamos todo lo que se puede saber de los feligreses y todavía no hayamos po­dido establecer una relación fructífera de consejo… He lle­gado a sentir que aprender cuáles son nuestras actitudes en aconsejar es el más sutil pero más importante aspecto de nues­tra labor.

FILOSOFIA Y VALORES DEL ACONSEJAMIENTO

En 1955, Cribbin hizo un estudio minucioso de dos­cientos libros de texto y artículos para aprender el lugar de la filosofía y los valores de esta clase de aconsejar. Lo que sigue es un resumen de los principios filosóficos que él descubrió en su investigación:

1.            Aconsejar se basa en el reconocimiento de la dig­nidad y valor del individuo y su derecho a una ayuda per­sonal en tiempos de necesidad.

2.            El aconsejamiento se centra en el paciente, y está al tanto del mayor desarrollo de la persona total y una completa realización de sus potencialidades para fines individuales y sociales.

3.            El aconsejar es un proceso continuo, con orden entre sus fases y educativo.

4.            Aconsejar tiene una responsabilidad ante la socie­dad como también a los individuos.

5.            El consejero debe respetar el derecho de cada per­sona para aceptar o rechazar la ayuda y los servicios que ofrece.

6.            La actividad está orientada a la cooperación, no a la compulsión.

7.            El aconsejar implica asistencia dada a personas pa­ra que hagan decisiones, planes e interpretaciones sabias y decisiones y ajustes en las situaciones críticas de la vida.

8.            El aconsejamiento demanda un estudio compren­sivo del individuo en su cultura local, con el uso de cada técnica científica posible.

9.            El aconsejar debe confiarse sólo a los que están naturalmente dotados para la tarea y tienen la preparación y la experiencia necesarias.

10.          El énfasis del aconsejamiento está en ayudar al individuo a darse cuenta y actualizar lo mejor de lo que él es para solucionar problemas, ya sean problemas de él mismo, o de la escuela o de otras instituciones.

11.          El aconsejar debe evaluarse continuamente en for­ma científica por lo que se refiere a su efectividad.

ACONSEJAR PARA LOGRAR UN CAMBIO

El propósito final de aconsejar es efectuar un cambio en el aconsejado. Lo que sigue son algunos cambios especí­ficos que el pastor ayudará a sus feligreses a obtener:

1.            Reducción de ansiedad. Esto hace que la persona redirija su energía hacia la solución de su problema inme­diato, en lugar de usarla para alimentar su ansiedad.

2.            Lograr una mayor objetividad. El aconsejar sirve para disminuir la subjetividad a través de la clarificación del problema y un entendimiento de la relación del aconse­jado hacia este problema.

3.            Un adelanto en motivación. Esto resulta cuando uno principia a ver que hay base para una verdadera espe­ranza de que su problema puede ser resuelto.

4.            La capacidad de realizar pruebas de estado emocio­nal. Esto se logrará cuando uno aprende el por qué de el qué que le causa el problema.

5.            Una capacidad creciente para evaluar y confrontar la culpa. Esto resulta cuando uno aprende a examinar la validez de su culpa (no todos los sentidos de culpa son váli­dos), y trata con ellos de un modo constructivo tanto en la dimensión humana, como en la divina.

6.            Un creciente concepto de él mismo. Esto se obtiene efectuando una relación más cercana entre la percepción de sí mismo y sus experiencias propias.

7.            Una creciente destreza en sus relaciones interpersonales. Esto se efectúa de dos modos: (1) Una experiencia franca con el pastor y en relación de aconsejamiento; y (2) experimentando franqueza con otros en las situaciones de su vida.

8.            Una creciente capacidad para trabajar, para amar, y para ser. Estos resultados se obtienen cuando la persona aprende a dirigir sus energías e intereses, partiendo de una inútil subjetividad hacia una liberadora objetividad.

9.            Una creciente confianza al enfrentarse al futuro. Esto resulta cuando uno tiene la experiencia del “dulce sabor de la victoria” en tratar con un problema serio, lo cual le da la creencia de que puede, con la ayuda de Dios, resolver los problemas que vengan en el futuro.

10.          Un mejor concepto de Dios y un mayor entendi­miento de su amoroso carácter. Esto resulta cuando el pastor ayuda a su feligrés a aceptar verdaderamente al Dios de la Biblia y a descartar, si la tiene, una opinión de Dios basada en sus propios sentimientos.

11.          Una creciente semejanza a Cristo en actitud y comportamiento. Esto se obtiene cuando uno aprende a prac­ticar los preceptos de nuestro Señor tanto en la dimensión intrapersonal como en la interpersonal.

12.          Una capacidad creciente para expresar la fe cris­tiana en el servicio. Esto se efectúa aprendiendo a entender que somos salvos para servir.

2. Límites

Los Límites del Aconsejamiento Pastoral

INTRODUCCIÓN

La función de consejero del pastor es completamente vieja o completamente nueva. Es vieja en el sentido de que siempre ha habido intermediarios entre el hombre y sus problemas. Esto quiere decir que siempre ha habido perso­nas que han actuado como consejeros de personas que se enfrentan a problemas serios.

A veces estos consejeros se ofrecían ellos mismos, en ocasiones eran designados por otros, en virtud de su posi­ción o edad, como en el caso de videntes, sabios, reyes magos, o profetas. Así era particularmente en el mundo oriental. Cuando uno estudia la historia bíblica puede ver qué lugar tan prominente se le daba al que actuaba como consejero en el pensamiento y la vida de los judíos. El Antiguo Testamento, particularmente el libro de los Prover­bios, hace muchas referencias al aconsejamiento. Históri­camente, el aconsejar ha sido visto más como una función que como una profesión. El aconsejar se veía más bien como un producto de otra profesión.

Aconsejar es una función nueva en el sentido de que como disciplina profesional separada principió a resaltar en este siglo. Históricamente estaba relacionada con tres cosas: (1) El surgimiento de la psicología de factor y ten­dencia; (2) El desarrollo de la psicología motivacional; y (3) El surgimiento de la enseñanza vocacional, que data desde la publicación del libro de Frank Parson titulado “Escogiendo una Vocación” (Choosing a Vocation). El movimiento moderno de aconsejamiento principió cuando este libro fue publicado a principios de esta centuria.

Ha habido un continuo cambio de énfasis, de proble­mas a personas en el movimiento consejero. En esa forma la meta de esta actividad ha venido a ser que el individuo haga los ajustes necesarios en su vida. Se cree que es la persona quien necesita ayuda y no el problema lo que nece­sita resolverse.

Aconsejar quiere decir muchas cosas diferentes para muchas gentes. Actualmente, el término “consejero” ha sido motivo de mucho abuso. No nos sorprenda descu­brir que hay personas que sirven como consejeros de prés­tamos, de campamentos, de modelos, y aún para el cuida­do del césped. Estos son usos descuidados de una buena palabra.

RECOMENDAR, ACONSEJAR Y PSICOTERAPIA

El consejo pastoral abarca dos extremos: el de reco­mendar y el de una psicoterapia a fondo. El consejo pastoral no es recomendar, porque recomendar intenta primordialmente resolver el problema en forma superfi­cial. Tampoco se puede decir que el consejo pastoral es una psicoterapia a fondo, porque ésta busca hacer cambios de orden mayor en la estructura de la personalidad. Entre estos dos extremos: el de recomendación y de psicoterapia a fondo, se hace el trabajo de consejo pastoral. El consejo pastoral puede caracterizarse por los siguientes elementos:

1.            Es una interacción espiritual-psicológica entre el pastor y el feligrés, los métodos y propósitos de los cuales, tal como se ha notado, yacen entre dos extremos: el de reco­mendar y el de la psicoterapia a fondo.

2.            Los recipientes del consejo son consultantes o feli­greses.

3.            El aconsejamiento se hace con personas normales o a quienes se cree normales.

4.            El aconsejamiento se hace con personas normales que están frustradas con frecuencia.

5.            Su propósito es lograr un auto-entendimiento a luz de la potencia de la persona y requiere la modificación de actitudes y conducta.

6.            Le da más énfasis al presente y a lo consciente que al pasado y al inconsciente.

7.            Se hace dentro de un contexto cristiano y sus metas son enteramente cristianas.

Puesto que los límites del consejo pastoral se deter­minan por estas siete características, es muy importante que se examinen más de cerca. Al hacerlo, sabremos qué es el aconsejamiento pastoral y cómo se distingue de otros métodos de ayuda personal. Esto nos provee los límites dentro de los cuales opera.

1.            El aconsejamiento pastoral es una interacción psi­cológica y espiritual entre el pastor y el feligrés con el pro­pósito de resolver las dificultades de éste. Esto quizás se extienda desde la dificultad en enfrentarse con el problema de la vida en general, hasta la dificultad en enfrentarse con un problema particular. Este encuentro espiritual-psi­cológico puede formalizarse; esto es, puede arreglarse anti­cipadamente en un tiempo definido y en un lugar especial para la situación de consejo. Pero también puede ser infor­mal, o sea, se puede establecer una relación de ayuda con el feligrés cuando el pastor está en contacto con él en algún otro tipo de relación y la situación de consejo resulta de ello. Puede iniciarse simplemente cuando el feligrés dice, “de paso, pastor, hay algo que me ha estado preocupando y quisiera hablar con usted acerca de ello”. No importa cómo se principie el contacto, sea formal o informalmente. Lo esencial es que cada uno se dé cuenta de su papel en esta relación.

Esta interacción espiritual y psicológica quizá requie­ra varias sesiones o quizás sólo requiera una sola conver­sación. El pastor sabio sabe que los problemas serios no se resolverán en una sola sesión. Por tanto, ayudará a su feli­grés a ver la necesidad de continuar recibiendo consejo hasta que el problema esté adecuadamente resuelto. Esto no quiere decir que los problemas grandes no se puedan resolver en una sesión. Sin embargo, en la mayoría de los casos, esto no es posible. Tanto el pastor como el feligrés desearán pero no esperarán una solución rápida.

Como ya se ha dicho, la interacción psicológica-espi­ritual no es ni una mera recomendación ni una psicoterapia a fondo. La primera se hace generalmente con un mínimo de encuentro personal o interpersonal. Es más bien unidireccional entre la persona que aconseja y la per­sona que recibe el consejo. Esto hace a un lado el valor de una profunda interacción interpersonal. Y ésta es de vital importancia para la continuación de una relación válida y de ayuda. La psicoterapia a fondo trata de hacer cambios mayores en el individuo a través de una larga y ardua rees­tructuración de la personalidad. Solamente personas con una intensa preparación, gran técnica y mucha experiencia, están capacitadas para hacer esta clase de terapia. La mayoría de los pastores no lo están.

2.            Los recipientes del consejo pastoral se conocen co­mo consultantes o feligreses. Los que buscan ayuda de un consejero profesional o psicólogo se llaman clientes. A las personas que van con un psiquiatra se les llama pacientes. Aunque estas distinciones no parezcan importantes, de hecho lo son. Un cliente es el que emplea los servicios de un profesionista y usualmente paga una cantidad por estos servicios. El término “paciente” ubica la relación de ayuda dentro de un marco de referencia médica. Como el pastor no es ni un consejero profesional, ni un médico, no es pro­pio que llame a sus feligreses clientes o pacientes.

3.            El consejo pastoral se hace con gentes normales. El término normal, cuando se relaciona a la personalidad, es muy difícil de definir. Unos piensan que es imposible defi­nirlo. Otros niegan que exista una persona verdaderamente normal. Esta posición resulta de la idea muy extendida por cierto, de que la diferencia entre la salud mental y una enfermedad mental no es cuestión de clase, sino de grado. Esta teoría sostiene que hay vestigios de enfermedad en la persona mentalmente sana y vestigios de salud en la per­sona mentalmente enferma.

Cuando le pidieron a un psiquiatra que describiera una persona normal, contestó: “No puedo, nunca me he encontrado con una”. No obstante, este libro asegura que las personas normales sí existen.

Sin intentar definir adecuadamente la normalidad, haremos un intento de describirla. Una persona normal es aquella que tiene suficiente contacto con la realidad para enfrentarse, en un grado razonablemente adecuado, con los más grandes aspectos de su vida. Puede trabajar, jugar, comer, dormir, estudiar, manejar su automóvil y conversar de tal manera que mantenga su vida en orden. Aunque algunas veces se halle frustrado, no está desintegrado. Sus amigos no lo consideran raro, extraño, o peligroso. El pas­tor puede ayudar a personas “normales” en tanto que ellas confrontan los problemas en su vida. Por otro lado, no puede ayudar inmediata o indirectamente a personas “anormales”. Estas son personas que han perdido o están perdiendo contacto con la realidad, quienes se están com­portando en una forma extraña, y que son un peligro para ellos mismos y para otros. Estas personas necesitan ser recomendadas a una clínica de psicología o a un psiquia­tra.

4.            El consejo pastoral se hace con personas normales que están frustradas. La frustración es un bloque o inter­ferencia de una necesidad o meta por causa de una barrera u obstrucción. La frustración es frecuente e inevitable. Una vida sin frustraciones es inconcebible, porque las necesidades básicas del hombre frecuentemente quedan insatisfechas y sus metas son bloqueadas. Por lo tanto, la frustración se presenta en varios grados en cada persona. No es cosa de si la frustración ocurrirá; sino cuan grande será. La frustración crea un gran dolor emocional y hace que uno pierda su objetividad. Uno se pierde en sus pro­blemas. No ve con claridad el modo de salir de ellos, es por esto que busca ayuda. La frustración está presente en un grado intenso en la mayoría de las personas que bus­can consejo pastoral.

5.            El consejo pastoral busca un auto-entendimiento a la luz de la potencialidad de la persona y requiere una modificación de actitudes y conducta. Las actitudes y la conducta son los dos campos en que el pastor trabaja.

6.            En el consejo pastoral se le da más énfasis al presen­te y al consciente que al pasado y al inconsciente. En este aspecto el consejo pastoral difiere mucho del psicoanálisis. El psicoanalista trata en su mayor parte con las experien­cias pasadas de la persona y sus impulsos inconscientes. Cree que la persona puede ser entendida solamente en términos de su pasado y que el pensamiento consciente y conducta de uno se determinan por fuerzas inconscientes. El pastor no tiene la preparación, técnica y experiencia para hacer esta clase de trabajo. Por eso debe concentrar su énfasis sobre el presente y el consciente. Estas son dos dimensiones con las que él cuenta inmediatamente, y son las dos áreas en las que él está capacitado para trabajar. Este dominio está dentro del cuadro de la tradición cristia­na y de la teología cristiana.

El pastor consejero sabe que su aconsejamiento debe tener una dimensión divina. Sabe muy bien que el hombre es un ser espiritual cuyas necesidades espirituales sólo pueden ser atendidas por Dios. El pastor consejero consi­dera al hombre en su relación con Dios y ve al hombre en términos de valores eternos. Trata de traer al hombre den­tro de una verdadera relación con Dios. El pastor tiene una meta primordial y es que su feligrés, por sus consejos, llegue a un mejor entendimiento de la fe cristiana, y “a la medida de la edad de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13).

ACONSEJAMIENTO Y TEOLOGIA

El pastor consejero necesita hacer un estudio com­pleto de teología, para que pueda trabajar dentro de un marco bíblicamente acertado. Su teología tiene que estar completamente apoyada por la Palabra de Dios. Si su teo­logía se deriva de la literatura secularde aconsejamiento, tendrá un conocimiento incompleto, si no inválido de la teología. Aun si limita su lectura a la literatura de aconsejamiento, el pastor adquirirá una teología inadecuada por­que la literatura del consejo pastoral, desafortunadamen­te, ha sido influenciada más por la psicología que por la teología bíblica. Una cuidadosa lectura de la literatura existente revelará que solamente ha sido rociada con pala­bras sagradas sobre una estructura puramente secular.

Una de las áreas en las que la teología bíblica tiene algo que decirle al pastor consejero es la naturaleza del hombre. Este es uno de los campos más cruciales en el arte de aconsejar. Al estudiar la literatura de consejo y psicoterapia, uno descubre que hay una gran divergencia en las teorías de la naturaleza del hombre. Los rogerianos creen que el hombre es sin pecado; los freudianos afirman que el hombre carece de bien, y los behavioristas (o comporta­mentistas) sugieren que el hombre carece de voluntad. Pero el punto de vista bíblico del hombre, salvará al conse­jero del optimismo de los rogerianos, del pesimismo de los freudianos y del neutralismo de los comportamentistas.

Otro campo crucial de la teología bíblica tiene que ver con el pastor consejero en relación a la existencia, natura­eza actividad de Dios. Si uno limita su lectura a libros de aconsejamiento y psicoterapia, encontrará que en ellos frecuentemente se niega a Dios. Algunas veces se le tolera pero usualmente se le hace a un lado. Por supuesto, el pastor consejero no puede aceptar ninguna de estas perspectivas, porque sabe que el Dios de la Biblia está activo tanto en la historia como en la experiencia humana. Un conoci­miento de la teología bíblica relacionada tanto al hombre como a Dios permitirá al consejero cristiano saber qué es el hombre y que Dios trata con el hombre dónde él está y cómo él es.

EL VALOR DE LAS PERSONAS

Hay un concepto básico en las enseñanzas de Jesús que tiene una gran relación en el consejo pastoral: el valor de las personas. Este concepto afecta mucho lo que Jesús dijo e hizo. Jesús afirmó que el hombre era de más valor que todo el mundo. Oxnam dijo:

Jesús creía que la personalidad era de un valor supremo. Puso al hombre sobre las cosas. La cuestión sobre el bien y el mal se decidió al referirla a su estimación del valor de la per­sona. Enriquecer la personalidad es hacer el bien. Destruirla es hacer el mal. El hombre tiene un valor infinito.1

Luego asegura que “el hombre y no las cosas, son la meta de la vida social”.2 Jesús, en sus enseñanzas revela la gran importancia que le da al individuo. El no estaba inte­resado primordialmente en las razas, nacionalidades, gru­pos selectos, o familias aisladas como fin en sí mismas. Su interés yacía en los individuos que formaban estas relacio­nes. Brooks dice que para Jesús, “la unidad final es el hombre y esa unidad de valor nunca salió del alma de Je­sús. Quitarle a la cristiandad la importancia de las perso­nas sería privarla de su mismo hálito viviente”.3 Este con­cepto de la personalidad cautivó tanto el pensamiento de Jesús que hizo de ello el fin de la acción humana. La regla de oro refleja este principio con claridad: “Y como queréis que os hagan los hombres, así hacedles también vosotros” (Lucas 6:31). Así pues, Oxnam nos dice, “Jesús hace al hombre la meta de la vida social”.4 Jesús consideró las cosas ligeramente pero a las personas en alto grado. El hombre no era cosa para usarse sino una persona para ser respetada. Scott dice, “Para Jesús el hombre tenía valor a la vista de Dios no solamente como unidad social sino como persona humana.”5

Quizás esta parábola de Jesús refleje mejor que nada su concepto personal de valor del hombre:

Entonces él les refirió esta parábola, diciendo: ¿Qué hom­bre de vosotros, teniendo cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va tras la que se per­dió, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso; y al llegar a casa, reúne a sus amigos y ve­cinosdiciéndoles: Gozaos conmigo porque he encontrado mi oveja que se había perdido. Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentimiento (Lucas 15:3-7).

Jesús dedicó su vida a la labor de buscar la oveja per­dida. La oveja perdida era tan valiosa que era digna de que El viviera buscándola y de que muriera por ella.

Jesús estaba firmemente convencido de que el individuo era más importante que el grupo. Scott dice, “Jesús no piensa en términos de masas sino en términos del indivi­duo.”6 Bogardus expresa un pensamiento similar cuando dice, “Trató con personalidades antes que con institucio­nes. Miró al individuo antes que a las masas.”7 No sola­mente fue el valor de las personas el concepto que Cristo enseñó; fue un principio que El ordenó a sus discípulos que siguieran. El ideal de las enseñanzas de Cristo era que uno había de volverse desinteresado en sus perspectivas, que la acción de uno fuera de una benevolencia natural a los indi­viduos, sin consideración de nivel social. Lo siguiente ex­presa este punto:

¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vi­nimos a ti? Y respondiendo el Rey, le dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pe­queños, a mí lo hicisteis (Mateo 25:38-40).

La historia de Zaqueo el publicano es una buena ilus­tración del interés de Jesús en las personas. Los publicanos eran aborrecidos por todos. El peor nombre que se le podía dar a un individuo era “publicano”. Jesús notó el valor de Zaqueo, sin importarle lo que otros pensaran y se propuso ir a su casa y cenar con él. Lo hizo a expensas de su presti­gio. El vio una persona que necesitaba el impacto de su vida. La respuesta de Cristo a la tan amistosa recepción de Zaqueo fue, “el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que había perdido” (Lucas 19:10).

Consideremos a los leprosos. Eran desterrados de la sociedad por su enfermedad. No teniendo la ventaja de nuestros leprosarios, los leprosos de los tiempos bíblicos tenían que separarse a sí mismos del resto de la sociedad, gritando, “inmundo” para que los demás no se contamina­ran. Cristo no los rechazó porque estaban en esa condición. Los recibió y los curó. Reconoció su valor.

Uno de los primeros discípulos de Jesús fue Mateo, recaudador de rentas. Como los recaudadores de renta tra­bajaban con los romanos a base de comisión, podrían ha­cerse una fortuna con sobre-evaluar y añadir el impuesto a la propiedad. Y era por esto que los colectores de impuestos eran odiados por la gente. Jesús, pasando por la oficina de impuestos, vio en Mateo lo que otros no vieron: —un hom­bre—y lo hizo uno de sus discípulos.

O veamos al joven rico. Este joven poseía muchas cua­lidades. Era honrado, sincero, y había ganado un gran prestigio. Cristo inmediatamente se impresionó de él. Marcos escribe que cuando se encontraron, “Jesús mirán­dole, amóle” (Marcos 10:21). Este amor de Cristo para el joven no fue por ser quién era sino por lo que era, —un hombre.

El amor era la llave. Toda la vida de Jesús estuvo saturada con amor. El demostró ese amor en su vida y en su muerte. Durante su vida dijo: “Amad a vuestros enemi­gos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44). Desde la cruz, vio hacia los que le habían crucificado y dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

¿Qué le dice todo esto al pastor consejero? Le dice que el pastor debe darle un gran valor a las personalidades, como Jesús lo hizo; que el individuo viene a ser su motiva­ción y la esfera de todo su trabajo pastoral.

3. Factores

Factores Positivos y Negativos en la Tarea de Aconsejamiento Pastoral

LA IMAGEN CULTURAL DEL MINISTRO

Los ministros hacen más labor de aconsejar que nin­gún otro grupo profesional. Esto se debe a la imagen cultu­ral del ministro. Las personas se acercan al ministro con sus problemas porque muchos los consideran como perso­nas de prestigio y respeto en la comunidad. Los ministros, históricamente, se han considerado como personas servi­ciales y competentes para ayudar a la gente en tiempos de crisis. Aunque ha habido un cambio general muy marcado en la actitud de la sociedad hacia los ministros, el minis­terio se considera todavía como una profesión de dignidad y respeto. Las personas se acercan a ciertos pastores porque para ellos son el símbolo de una profesión respetada. Tienen confianza en su carácter como persona y en su capacidad como consejero y esto enteramente aparte de su imagen como hombre de Dios. La imagen cultural del mi­nistro crea oportunidad y responsabilidad para el pastor. Muchos vendrán a él por la sencilla razón de que es un pastor y esto le traerá muchas oportunidades para ayudar a los demás. Sin embargo, estas grandes oportunidades también quieren decir que le acarrearán una gran respon­sabilidad, no sólo con las personas a quienes aconseja, sino con la profesión que representa.

Aunque aconsejar es relativamente una nueva dis­ciplina profesional, ha florecido rápidamente y ha desarro­llado muchas otras ramas. El consejero pastoral es una de las ramas que han surgido de la noche a la mañana en el movimiento de aconsejamiento. Aunque hay algunos elementos básicos comunes a todas las ramas de aconsejamiento, hay también disparidad entre ellos. En algunos aspectos, se puede decir que el consejo pastoral es superior a otros tipos de consejo y en otros aspectos se puede decir que es inferior. Al compararlo con otros tipos, notaremos que tiene tanto sus puntos fuertes como sus puntos débiles.

PUNTOS FUERTES DEL ACONSEJAMIENTO PASTORAL

1.            Relación previamente establecida. El pastor con­sejero está un paso más adelante de otros consejeros en que, en la mayoría de los casos, ya conoce a sus consultan­tes. Esto quiere decir que ya ha establecido esa buena relación entre él y la otra persona, que es tan básica en todo tipo de consejo, relación que se ha obtenido por la razón de la relación entre el feligrés y el pastor. Las personas que vienen al pastor por consejo lo hacen porque ya saben que pueden confiarle, que los ama y que está muy interesado en su bienestar. Esto no existe en la mayoría de los otros tipos de aconsejamiento, en los que ha de obtener­se esa clase de relación durante el proceso de aconsejar. Personas que buscan otros consejos con frecuencia lo hacen con muchas dudas. La verdad es que estas dudas con fre­cuencia les evitan buscar la ayuda que necesitan, y si la buscan, no la prosiguen hasta el fin. Algunas personas frecuentemente hacen citas en centros de consejo y no acu­den a ellas o van a una entrevista y no regresan. Aunque no puede decirse que esto siempre revela desconfianza del consejero o del consejo, muchas veces sí lo es. Esto no suce­de en el consejo pastoral.

Cuando uno va al consejero que no conoce, pasa bas­tante tiempo al principio poniendo a prueba al consejero para descubrir si es de confianza. Los que vienen al pastor por consejo lo hacen con la seguridad ya establecida de que él puede ayudarles con los problemas que les confíen. Esto es una ventaja considerable que él tiene sobre otros tipos de consejeros.

2.            Disponibilidad del pastor. Los feligreses saben que el pastor siempre está disponible a cualquier tiempo de día o de la noche. Aunque esto ponga una gran carga sobre el pastor, le proporciona a los feligreses “24 horas de ser­vicio”. Si bien algunos feligreses abusan de que el pastor está disponible, esta inconveniencia es más que compen­sada por el hecho de que él tiene la oportunidad y privile­gio de ayudar a su pueblo cuando ellos lo necesitan más.

3.            El consejo es gratis. El decir que el consejo es gratis parece chiste, pero no lo es. El hecho de que sea gratis no quiere decir sólo un ahorro para el feligrés. Quiere decir que obtiene ayuda que de otro modo no sería posible obte­ner. Muchos no piensan en pagar por esta clase de ayuda. Son personas que con gusto pagarían dinero al plomero, al pintor, al médico o al dentista por sus servicios, pero no piensan en pagar a quien les aconseja. Así que el problema no es el precio por la consulta sino la idea de pagar por esta clase de servicio.

4.            La dimensión espiritual. El aconsejamiento pas­toral es único pues da un lugar elevado a la dimensión espi­ritual. Acepta la creencia de que el hombre es un ser espi­ritual tanto como físico e intelectual. Este amplio concepto bíblico del hombre impone al pastor la necesidad de ver al hombre no como parte de un todo sino como un ser total.

Aquí cabe bien una palabra de precaución. No sólo es cierto que la literatura y práctica generales de aconsejamiento pasan por alto la dimensión espiritual del hombre, sino que también y como sería de esperarse, la literatura sobre el aconsejamiento pastoral ha recibido a tal grado la influencia de la literatura de aconsejamiento secular que no recalca propiamente el aspecto tan importante de la dimensión espiritual del hombre.

El pastor que sea un estudiante diligente de la litera­tura general de consejo y de consejo pastoral en particular, necesitará evaluar ambas a la luz del punto de vista bíblico del hombre. Si no lo hace, se convertirá sencillamente en otro consejero secular y habrá abandonado el campo de su peculiar jurisdicción.

5.            El aspecto sobrenatural. El reconocer ambos, pastor y feligrés, la dimensión espiritual del hombre, les será fácil creer que lo sobrenatural está disponible en la solución de problemas humanos. Aunque no hay que ver a Dios como el camino más fácil para salir de los dilemas humanos, puede considerarse como la mejor solución. Esto quiere decir que tanto el pastor como el feligrés creen que Dios obra en la personalidad humana y en las relaciones huma­nas y que sus medios pueden ser utilizados cuando se busca seriamente la solución de su problema. El Espíritu Santo trae iluminación y penetración a la relación de con­sejo haciéndola una verdadera experiencia para el pastor y para el feligrés. El aceptar la dimensión espiritual del hombre y la creencia de que el elemento sobrenatural pue­de intervenir en el proceso consejero, hacen natural y apro­piado que se haga uso de la oración. El pastor halla fácil y natural orar con el feligrés antes y después de aconsejar y orar con él durante el proceso de consejo.

6.            El escogimiento de un consejero cristiano. Las per­sonas vienen al pastor porque es pastor, porque es repre­sentante de Dios, porque apoya los preceptos de la Biblia, y porque creen que la fe cristiana en la cual él cree, la fe que predica, y vive, tiene algo que decir a los problemas con los que tratan. Así que su escogimiento de un consejero cristiano es deliberado pues sienten que él puede ayudar de un modo que otros consejeros no pueden.

LAS DEBILIDADES DEL CONSEJO PASTORAL

1.            El feligrés admite fracaso. Muchas personas dejan de buscar consejo pastoral porque, al hacerlo, sienten que están admitiendo fracaso en vivir la vida cristiana. Creen que si hubieran sido la clase de cristiano que debieran ser, no tendrían necesidad de buscar consejo. Esto no es en sí una limitación del consejo pastoral, pero sí le impide al pastor proveer la ayuda que de otra manera podría propor­cionar.

2.            Vergüenza del feligrés. Esto está estrechamente re­lacionado con el asunto de admisión de fracaso del feligrés. Muchas veces los feligreses tienen vergüenza de revelar los problemas de sus vidas a quien quizás los ha conside­rado ejemplos de cristianos victoriosos. Sienten que esto los hará verse como algo menos que cristianos y menos que lo que el pastor los consideraba antes. Aunque el pastor no tiene este concepto tan alto de perfección para sus feligreses, ellos a veces piensan que sí lo tiene, así que encuentran difícil, y hasta imposible, comunicarle algunos de sus se­cretos íntimos.

3.            Miedo de ser desenmascarados. En muchos casos las personas no van con su pastor con sus problemas porque tienen miedo de que él los revele. Esto es una lástima. Aunque uno no lo quiera aceptar, muchos tienen razón válida para este temor. Algunos pastores no han sabido guardar secretos. Son lenguaraces. Han sido personas a quienes no se les puede confiar. Los feligreses también saben que algunos pastores usan las situaciones de consejo como ilustraciones para el sermón. Tienen miedo de que sus problemas se conviertan en ilustraciones en el próximo sermón. Ningún feligrés quiere ser descubierto ante los miembros de su congregación en esta forma. Si el feligrés sabe que su pastor tiene la costumbre de “personalizar” sus sermones, aunque lo haga en forma anónima, no está seguro de que su problema no será revelado a la congrega­ción. Así que este miedo de ser revelado le impide recibir la ayuda que el feligrés quiere y necesita.

4.            La falta de preparación en los pastores. Este libro ha mencionado ya la naturaleza múltiple del ministerio pastoral, y el hecho de que el aconsejamiento pastoral es solamente una de las muchas labores que el pastor desem­peña. Durante su preparación, recibe una cierta cantidad de instrucciones para aconsejar, pero esto no le imparte la pericia de un consejero profesional, cuya preparación para esta sola labor es tan larga y tan intensa como es la prepa­ración del pastor para todas sus labores. La falta de prepa­ración del pastor es la más grande debilidad del aconseja­miento pastoral. Y por cuanto su preparación es limitada no se espera que sepa el trabajo tan bien como uno que ha dedicado muchos años estudiándolo y practicándolo. Ade­más, en muchos casos el pastor no tiene el beneficio de la preparación clínica que lo introduzca a los problemas humanos en los niveles más profundos. El consejero profesio­nal recibe esta clase de preparación y tiene el beneficio no solamente de ver estos problemas tan profundos sino de trabajar con ellos bajo la dirección especializada de un maestro capacitado. La mayor parte del conocimiento del pastor en aconsejar se obtiene a base de experiencia, a veces buena, a veces mala. Aunque no se niega el valor de la experiencia, tampoco se puede decir que la experiencia sola capacita al pastor para ser la clase de consejero que se necesita en esta sociedad compleja.

Su preparación no incluyó el conocimiento de cómo dar, marcar e interpretar cuestionarios de medición psico­lógica. Aunque no se puede decir que estos instrumentos (tests) revelen un valor total de datos acerca de la persona­lidad humana, son de mucha ayuda.

Sin los beneficios del conocimiento que puede resultar de estos tests el pastor se pone en una posición muy peli­grosa al tratar con algunos problemas.

Se ha dicho que el consejo pastoral tiene sus puntos fuertes y sus debilidades, pero los puntos fuertes exceden a las deficiencias. Por tanto, el pastor debe derivar la mejor ventaja posible de sus puntos fuertes a la vez que procura mejorarse en sus flaquezas. Al mismo tiempo que se da cuenta de que sus limitaciones pueden darle un sentido propio de modestia, al mismo tiempo debe estar completa­mente consciente de que puede tratar con algunos proble­mas mejor que otros consejeros.

CERRANDO LA BRECHA CON EL CONSEJO

Algunas veces el pastor se da cuenta de que hay una zanja o vacío en el proceso de aconsejar. Este vacío no es entre él y su feligrés; sino más bien entre el verdadero ego del pastor y su yo ideal. Por supuesto este hueco está pre­sente en todos los pastores y todos los feligreses y represen­ta un hueco con el cual tratan todos los cristianos sensiti­vos. Pero lo que lo hace especialmente amenazante y una fuente de culpabilidad al pastor es que el feligrés trate de cerrar el hueco de su vida, en presencia de un ministro que sabe bien en su interior que él está luchando con más o menos la misma clase de problema.

El pastor se sentirá a veces como hipócrita porque sabe que muchos feligreses creen que él ha alcanzado el ideal. Aunque sabe que no es así y tampoco lo ha afirmado, de todos modos se siente que vive una falsedad al llevar adelante el proceso de aconsejar. (Esto también lo siente cuando predica, pero esto no lo trataremos aquí). Esto lo pone a él en una posición vergonzosa e inoportuna de acon­sejar “cerrar la brecha”. Hay que recalcar aquí que no nos referimos a ningún pecado, que se define como una trasgresión voluntaria a la ley conocida de Dios. Más bien tiene que ver con el proceso de crecimiento en la vida cris­tiana y de luchar con las implicaciones más profundas de la fe cristiana.

Al pastor le están abiertas dos opciones cuando se da cuenta de este hueco. (1) Negar que el hueco existe, o (2) Admitírselo a sí mismo y a Dios. El primero lo debilita, el último lo libera. La primera “solución” obliga al pastor a proteger una clase de yo que no existe; la segunda lo libera para ser el santo que lucha y que él sabe que es. El primer camino le hace asumir una posición falsa de superioridad sobre su consultante, tentándole a manejarlo o a conside­rarlo inferior; el segundo le deja estar en el mismo nivel que su feligrés, dejándole en libertad de relacionarse con su pastor y de tocarlo.

4. Función

Aconsejar, una Función del Ministerio

LA NATURALEZA DEL MINISTERIO PASTORAL

El ministro es llamado a servir a una generación que no solamente está amenazada por los problemas que todo hombre ha confrontado, sino también por una multitud de problemas que plagan la generación presente. Entre ellos están: (1) la amenaza del hambre para millones por causa de la explosión humana; (2) el peligro de aniquilación bajo la guerra nuclear; (3) las amenazas de rebelión por los jóve­nes cuya adolescencia se complica por la incertidumbre de la sociedad entre la libertad excesiva o la autoridad y por ende escoge ambas; (4) el problema de su opulencia resul­tando en un materialismo que hace que los hombres sean politeístas prácticos que hacen ídolos de las cosas; (5) la tragedia de la rápida disolución del hogar; (6) el problema de la explosión educativa que ha dado por resultado que algunos sean educados más allá de su sabiduría; y (7) el problema de un secularismo que hace a Dios a un lado y a la iglesia anticuada e innecesaria.

Así es el mundo al que ha sido llamado el pastor. A esta clase de edad tiene que servir significativamente. El ministerio pastoral puede entenderse mejor si se le basa en una trinidad de premisas: (1) Es de Dios; (2) es por el Espíritu Santo; y (3) es para la gente.

1.            Es de Dios

Ningún estudiante serio de la Biblia puede poner en tela de duda que el ministerio es de Dios. Esto se afirma tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento. El pas­tor nunca debe alejarse de la profunda verdad de que ha sido llamado por Dios para hacer la obra de Dios del modo que Dios quiera. Una visión clara del punto de vista bíblico de su llamado y de la misión de la iglesia será, como Jowett dice, “nuestra salvación de volvernos oficiales pequeños en empresas transitorias. Nos hará en verdad gran­des, y por tanto, nos evitará pasar nuestro tiempo en ni­miedades.” Esto también le permitirá dedicarse a activi­dades cuyo propósito es el cumplimiento de la misión de Cristo para la iglesia. ¡Qué tanta “administración trivial” pastoral se eliminaría si los pastores conservaran una pers­pectiva clara de que su obra es de Dios, y de que esta obra debe siempre guiarse por los objetivos que Dios ha dado para su iglesia!

La Biblia no es muda acerca del carácter del ministro ni acerca de la naturaleza de su ministerio. Las siguientes citas demuestran esta perspectiva bíblica:

Pero es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar; no dado al vino, no pendenciero, no codicioso de ganancias deshonestas, sino amable, apacible, no avaro; que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad (pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?); no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. También es necesario que tenga buen testimonio de los de afuera, para que no caiga en descrédito y en lazo del diablo (I Timoteo 3:2-7).

Y de San Pedro:

Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidan­do de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey. Y cuando aparezca el Príncipe de los pas­tores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria (I Pedro 5:2-4).

Una pequeña estaba dibujando con sus crayolas. Su madre le preguntó qué estaba dibujando. “A Dios” respondió ella. Su madre contestó, “Pero hija, nadie sabe cómo es El”. “Ya lo conocerán cuando yo termine”, dijo ella. Cuando el pastor ha terminado su ministerio en una iglesia dada, sus feligreses han de conocer cómo es Dios porque han visto su retrato en el trabajo del pastor. Si su ministerio es de Dios, representará a Dios.

El hombre que esta firmemente convencido de que su ministerio es de Dios estará por encima de la lucha por prestigio que capta la atención de muchos pastores contemporáneos. Mucho se ha escrito recientemente sobre la “crisis de identidad” que confrontan los ministros. Se da por sentado que socialmente, el ministro sufre por la falta de una adecuada definición de su actuación. Ningún pas­tor, por más listo que sea, escapa las implicaciones de la multiplicidad de expectaciones de su actuación impuesta sobre él por una sociedad que no está segura de lo que debe ser el trabajo de un ministro.

Recientemente una agencia de evaluación pedagógica envió un cuestionario a mil líderes laicos de varias denominaciones preguntándoles su concepto de “un ministro sobresaliente”. Los datos fueron turnados a un grupo de examinadores psicológicos y se les pidió que dijeran a quién estaban describiendo. Su respuesta fue, “Uno de los vicepresidentes de Sears y Roebuck.”

William E. Hulme dijo, “El ministro sufre de un sen­tido de inferioridad profesional. Ante sus propios ojos él ocupa el último lugar, él está al pie de la lista de las profesiones”. Y siendo así, muchos ministros anhelan ser reconocidos como doctores, licenciados, psiquiatras y psicólogos. De esta manera, reflejan la enorme tendencia de la cultura a formar clasificaciones y agrupar a la gente en ella. Hay que afirmar que si el ministro alguna vez gana un rango igual con otras profesiones, será un paso atrás para el ministerio. Quizás los ministros debieran estar al tanto de los resultados de un estudio comprehensivo hecho hace algunos años por una comisión federal sobre la salud mental. En respuesta a la pregunta: “¿A dónde acude usted a buscar ayuda con un problema personal?”, La gente contestó así: el 42 por ciento fueron con su clérigo; el 29 por ciento con su doctor; el 18 por ciento con psiquiatras o psicólogos; el 13 por ciento acudió a agencias de trabajo social; el 6 por ciento con licenciados; el 3 por ciento con sus consejeros matrimoniales, y uno por ciento acudió a maestros, enfermeras, policías y jueces.

El estudio reveló además que los resultados fueron tan favorables, si no más, quizás, para la persona que consultó a un clérigo, que para los que buscaron los servicios de otros profesionistas. El ministro debe darse cuenta de que en la opinión de muchos, él ya posee el prestigio que con toda el alma desea. Quizás él deba dar su atención a las cosas que en verdad importan. Si el ministro está deseoso de una clasificación ¿qué tiene de malo la de “siervo de Dios”? ¿Qué más puede uno desear?

2.            Es por el Espíritu Santo

Esto no significa que es el ministerio del Espíritu aparte del ministro; sino más bien a través del ministro. La Iglesia Primitiva consideró de sumo valor el ministerio de personas llenas del Espíritu, aún para personas escogidas para ministrar en puestos subordidanos. En los Hechos de los Apóstoles se recalcó que los diáconos tenían que ser hombres “llenos del Espíritu Santo” (Hechos 6:3). El Espíritu Santo llamó literalmente a Bernabé y a Saulo diciendo: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado” (Hechos 13:2). La historia nos informa que fueron “enviados por el Espíritu Santo” (Hechos 13:4).

Sanders dice, “Hombres llenos del Espíritu Santo pueden ejercer sólo el liderato espiritual. Otras cualidades son de desearse. Esta es indispensable.”5 Asegura también que “la espiritualidad no es fácil de definir, pero su presen­cia o ausencia fácilmente puede ser discernida.”6

Un ministerio sin el Espíritu es como un guante sin mano; tiene la forma, pero no la sustancia. El pastor que hace el intento de ministrar significativamente a personas que están luchando con las realidades ásperas de la sociedad contemporánea, muy pronto llegará a la bancarrota de sus propios recursos humanos. El pastor debe confrontar que tiene que depender intensamente en los medios del Espíritu Santo si quiere seguir pastoreando con un sen­tido de suficiencia.

El pastor puede ver los rostros de sus feligreses en cualquier día del Señor, y ver problemas reflejados en ellos, cuyo número es excedido sólo por su profundidad. En una congregación de cualquier tamaño, se puede encontrar personas azotadas por hondos complejos de culpa; per­sonas cuyas vidas no tienen sentido; jóvenes que han sido atrapados en las tormentas y preocupaciones de la adolescencia; ancianos que se enfrentan a la cercanía de su propia muerte; los temerosos, los abandonados, los que buscan amor. El tiene que servir a todos estos, los desheredados, el desengañado, y el desmayado. ¡Qué labor tan grande tiene el pastor y cómo necesita el poder del Espíritu Santo en su vida!

Hace algunos años el que esto escribe fue confrontado con una pregunta de la que no ha podido escapar. La incluyo aquí con la esperanza de que trastorne a otros como lo trastornó a él. El Dr. Carl Bates preguntó: “¿Qué está usted haciendo que no logrará hacer a menos que el poder de Dios descienda sobre su ministerio?”7

3.            Es para la Gente

Un ministro le dijo una vez a su psiquiatra, “Mi vida se caracteriza por una multitud de contactos y una pobreza de relaciones”. ¡Cuánta verdad hay en esto para muchos ministros! Los contactos automáticamente existen por la naturaleza misma del ministerio, pero las relaciones que resultan de estos contactos son enteramente la creación del ministro. La profundidad del ministerio de un hombre se mide por las profundidades de sus relaciones interpersonales con su congregación. De estas relaciones se originan tanto la agonía como la pasión del pastor, sólo que hay más pasión que agonía.

Uno de los errores más trágicos que un pastor puede hacer es el de no reconocer el valor de las personas. Es el día más oscuro en la vida del pastor cuando mira a una persona, y ve una “cosa”. Las cosas pueden usarse, pero las personas son para ser amadas. ¡Cuán sutil es la tentación del pastor de dominar a su pueblo en vez de servirlo! Séneca dijo, “Dondequiera que hay un ser humano, allí hay una oportunidad de ser amable”. Un proverbio japonés dice, “Una palabra cariñosa puede dar calor a tres meses de invierno”. El éxito de un pastor se determina, no por el número de congregantes que tiene, sino por el núme­ro de personas a quienes sirve.

Muchos ministros tienen un “complejo de edificios” que hace poner los templos como lo principal en su ministerio. ¡Qué preocupados están muchos pastores de que sus edificios sean suficientemente amplios para contener a sus oyentes! De mayor interés debería ser la pregunta; ¿tengo lugar para todos ellos en mi corazón?

Si uno quiere servir a la gente, ha de principiar entendiéndolos. Lindgren dijo, “Mientras más profundo sea su entendimiento de las personas y más cercana su relación pastoral con ellos, más éxito logrará en hablarles signi­ficativamente”. Clinebell aseguró: “La única relación que en verdad es importante, es la relación a las necesidades profundas de las personas”. Una mujer le dijo a su aconsejador, “Cada persona es alguien buscando ayuda”. El pastor tiene que responder a este clamor, y el no responder es tanto como negar que esas personas necesitadas son per­sonas.

Jesús sentó el patrón en la parábola del buen samari­tano. ¿No es acaso extraño que de las tres personas que vieron el hombre herido—el sacerdote, el levita y el samaritano—fuese este último, el que no era clérigo, el único que hizo algo por él? Es triste que el sacerdote y el levita estuvieran tan ocupados con su ministerio, (o lo que fuera) como para servir. Se ha dicho que “pretendemos amar a todos, y al generalizar nuestro amor para todos, dejamos de captar la relación de tú y yo. En vez de la intensidad de una relación que hace algo por alguien, hemos aceptado el pobre substituto de darnos la mano con alegría y de hacernos amigos e influir en la gente.”

En su evangelio, San Marcos afirma que quien quiera una posición prominente tiene que ser el esclavo de todos, y recalca el argumento recordándonos que nuestro Señor “no vino para ser servido, sino para servir” (Marcos 10:45).

En conclusión, debemos reafirmar que el ministerio pastoral descansa sobre esta trinidad de premisas: (1) Es de Dios; (2) por el Espíritu Santo; (3) Es para su pueblo. Dejemos afuera el “de Dios” y el ministerio se convertirá en una decisión vocacional en lugar de un llamamiento. Quitemos el “por el Espíritu” y el ministerio será una ac­tuación humanitaria. Quitemos el “para el pueblo” y el ministerio se convertirá en una manipulación, no en una mediación.

EL LUGAR DEL ACONSEJAMIENTO EN EL MINISTERIO PASTORAL

Por ser el ministerio pastoral lo que es, el ministro tiene que enfocar todo, en vez de ser un especialista. Cuando el pastor principia a “especializar” cualquier aspecto del ministerio, tal vez los otros aspectos de su trabajo sufran. El pastor contemporáneo tiene que orar, estudiar, predicar, enseñar, planear, organizar, visitar, administrar, aconsejar, amén de miles de responsabilidades diversas. Las labores pastorales son tantas y tan diferentes que sería indeseable e imprudente que el ministro omitiera alguna o le diera poca atención a otra.

El pastor tiene que aprender a organizar su tiempo para que una actividad no absorba demasiado de su tiempo. Los pastores que escogen especializarse en una sola función de su ministerio carecen de una percepción adecuada del ministerio pastoral. La cosa más cercana a una especialidad en el trabajo pastoral sería predicar, pero aún este objetivo valioso tiene sus peligros. Los pastores pueden dedicar a tal grado su tiempo y atención en preparar sus sermones que se encierren como ermitaños alejados de su pueblo. Un pastor que no está en constante contacto con sus ovejas no es un pastor.

Aconsejar es una parte importante del ministerio pero no es todo. El pastor que dedica mucho tiempo aconsejan­do no sólo tiene una falta de comprensión de su ministerio pastoral, sino una evaluación impropia de su técnica de aconsejar. Algunos que se creen muy buenos consejeros quizá ni merezcan esta auto-evaluación, que los hace dedi­carse tanto al aconsejamiento para compensar su deficien­cia en otras labores pastorales. “Anuncian” su ministerio de consejo, lo que resulta en una carga siempre en aumen­to. Esto “justifica” —ante sus ojos— que no le dan el de­bido tiempo y atención a otras labores del pastorado.

La mayoría de los pastores tienen tanta oportunidad de aconsejar como ellos quieran, o necesiten, sin titularse como “especialistas” en este campo. Una gran desventaja de dedicar demasiado tiempo al aconsejamiento es que ab­sorbe demasiado tiempo y energías del pastor para unos cuantos de sus feligreses, al grado que no puede rendir servicios adecuadamente a los demás. Si unos cuantos feligreses demandan continuamente una cantidad excesiva del tiempo del pastor, es casi seguro que la iglesia sufrirá en lo general mientras solamente unos cuantos reciben ayuda. Es mejor ser conocido como un pastor que aconseja, antes que como un consejero que pastorea. Alguien ha contado las veces que el Nuevo Testamento informa que Jesús actuó como consejero, y encontró sólo 35. Sin embar­go, Jesús se destacó como el Predicador y Maestro. El pas­tor contemporáneo no puede ser mejor.

Si bien es posible que un pastor gaste demasiado tiempo en aconsejar, también es cierto que algunos lo menosprecian, cosa que les hace evitar tantas situaciones de consejo como pueden. A algunos pastores les repugna aconsejar, razonando que si los feligreses tuvieran una experiencia religiosa adecuada, el consejo no sería necesario. Algunos tienen desconfianza de ellos mismos en este campo y tienen miedo de meterse en estas relaciones con sus gentes. Algunos tienen miedo de las crudas realidades de la vida que posiblemente descubran así, y por eso titu­bean en meterse en las experiencias de aconsejamiento en manera formal.

El altar y el sofá. Algunos pastores, particularmente los de carácter conservador, no pueden ver la relación entre el altar, y la silla o el sofá, en el proceso de consejo. Creen que la necesidad de aconsejar niega lo que puede suceder y sucede en el altar de la oración. En un sentido amplio, muchos creen que el altar es el símbolo de la teología con­servadora, mientras que la silla de consejo es el símbolo de la teología liberal. Pero esta es una caracterización innecesaria y falsa que resulta en una desagradable polaridad. En realidad el altar y la silla de consejo no se oponen mutua­mente: más bien se complementan. Muchas personas cuyo arrepentimiento es real, cuya consagración es definitiva y cuyo servicio cristiano y testimonio son indubitables, toda­vía necesitan hacer decisiones en una situación de consejo. Tanto el pastor que se da cuenta de esto, como el feligrés que no se siente amenazado por ello, se sienten en libertad de poner sus energías en libertad para la búsqueda de respuestas a estos problemas, sin sentir que esto sea una negación de la fe del laico, una admisión de inefectividad del ministro o un insulto a la tradición teológica de ambos.

Desventajas en un énfasis exagerado al aconse­jamiento:

1.            Limita el ministerio del pastor a unos cuantos, cuando los muchos lo necesitan.

2.            Les da a los feligreses neuróticos demasiada opor­tunidad de recibir la atención que ellos quieren, en lugar de hacer los cambios que necesitan.

3.            Evita que el pastor se dedique a otras labores pas­torales que tienen igual o más importancia.

Desventajas de descuidar esta actividad:

1.            Impide que los feligreses reciban la ayuda que nece­sitan en el consejo pastoral.

2.            Aísla al pastor de las crudas realidades de la vida que sus feligreses experimentan.

3.            Impide el desarrollo de una relación ínterpersonal entre el pastor y su gente, la cual puede resultar de la rela­ción de consejo.

Normas de guía para el pastor:

El pastor puede mantener su aconsejamiento minis­terial en perspectiva adecuada en la forma siguiente:

1.            Manteniéndose al tanto de todas sus responsabi­lidades, para que no deje que su tiempo se consuma sola­mente en actividades de consejo.

2.            Limitando cada entrevista de consejo, a una hora como máximo, excepto en casos muy raros.

3.            Espaciando las entrevistas con cada persona una vez a la semana, para que los feligreses tengan tiempo de aplicar a sus problemas la penetración y aprendizaje de las entrevistas anteriores.

4.            Reconociendo que muchos neuróticos buscan aten­ción, y no necesariamente encontrar la solución de sus pro­blemas.

5.            Recomendando a sus feligreses a otras personas o agencias cuando sus problemas estén más allá de su com­petencia.

ACONSEJANDO Y PREDICANDO

Generalmente hablando, el predicador puede hacer tres cosas relacionadas con el consejo: (1) puede cerrar la puerta; (2) puede abrirle la puerta a esta actividad; y (3) puede reducir la necesidad para aconsejar.

Hay dos factores que determinan si la predicación abre o cierra la puerta al aconsejamiento: (1) la actitud del pastor, y (2) el contenido de su predicación. La actitud del pastor que se proyecta en su predicación determina en gran parte la cantidad de consejo que él dará. Si en su predicación su actitud es dura, fría, y propensa a criticar, sus oyentes inmediatamente sentirán que él no es la clase de persona a quien ellos pueden comunicarle los aspectos más íntimos de sus vidas. (Por supuesto, la actitud del pastor se revela en sus relaciones, además de la predica­ción, pero en ninguna más claramente que en ésta). Si por el otro lado, su predicación revela simpatía, ternura y en­tendimiento, sus feligreses sentirán que pueden hablarle sobre cualquier clase de problema, sabiendo que él los aceptará. Lamentablemente, algunos pastores comparan la amabilidad con la debilidad y sienten que esta actitud es una negación de las demandas del evangelio. Sin embar­go, un examen de la predicación de Jesús desvanecerá esta creencia porque el Nuevo Testamento claramente deja ver que la verdad más cortante es el amor.

El contenido de la predicación tiene la tendencia de determinar la cantidad de consejo que dará el pastor a su feligrés. Si la predicación es severa y crítica (sobre la ley) alejará a los feligreses del pastor; si es compasiva (llena de gracia) los unirá a él. Jackson dice:

Cuando sus palabras desde el púlpito son evidentemente el esfuerzo de un pastor que está consciente de las personas, para mediar el amor saludable de Dios, él abrirá las puertas del corazón de las gentes, a la vez que las puertas del cuarto de consulta. Porque la predicación efectiva siempre será una invitación a ir más allá en la exploración de las necesidades personales.

La predicación puede eliminar la necesidad de muchas situaciones de consejo, al ministrar propiamente a las necesidades personales con los recursos del amor y la gracia de Dios. La mejor clase de predicación demuestra como la zafia entre la debilidad de la humanidad y las normas de la Deidad pueden salvarse por el puente de la gracia. Así que la predicación es tanto una confrontación como una mediación que son dos elementos presentes en una relación consejera sana.

Esto no quiere decir que la predicación puede eliminar la necesidad de todo consejo. Sólo quiere decir que la clase de problemas que pueden ser resueltos por la predicación deben ser resueltos de ese modo.

5. Técnicas

 Las Técnicas de Aconsejar

El pastor-consejero no necesita “entregarse” a ningu­na teoría, escuelas o punto de vista respecto al aconsejamiento. No hay una sola teoría que haya probado ser efec­tiva en todas las situaciones o siquiera en tipos específicos de situaciones. Es por eso que no hay un método “correcto” para aconsejar. Realmente muchas maneras de abordar el asunto y teorías pueden ser correctas, es decir, tal vez resulten efectivas en ciertas situaciones, mientras que en otros casos aparentemente no hay teoría o tratamiento que dé resultados satisfactorios.

Al estudiar la literatura sobre el aconsejamiento, re­sulta aparente que hay un amplio campo de teorías de las cuales se puede escoger. El consejero vehemente tratará de aprender tantos tratamientos como le sea posible, sabiendo que en ciertas ocasiones necesitará usar una técnica que no acostumbre usar. Lo más cercano al tratamiento correcto es aquel que el consejero encontró ser el más efec­tivo y con el cual se encuentra más seguro. Así como el mejor pianista usa todo su teclado al tocar, el pastor debe estar al tanto de todo el teclado de aconsejamiento y su técnica, para que pueda emplear la porción que desea usar cuando la necesidad llegue.

El aconsejamiento tiene que ver con el proceso de cambio en el consultante. Es muy interesante notar que todas las escuelas de aconsejamiento tienen el mismo obje­tivo, de crear cambio en los consultantes, pero su metodología para lograrlo es muy diferente.

ACONSEJAMIENTO INDIRECTO Y DIRECTO

En términos generales, todos los métodos de consejo se ubican entre dos extremos: indirectos y directos. El indirecto de abordar el asunto es el que tiene su centro en el aconsejado, mientras que el acercamiento directo se centra en el consejero. En el indirecto la persona se vuelve el centro del proceso de consejo, mientras que en el acercamiento directo el problema es el centro. En el método indirecto el énfasis está en aprender, mientras que en el método directo se da el énfasis a la enseñanza, la que se hace por el consejero.

En la teoría indirecta la base para el cambio descansa en la comprensión que gana o adquiere del consultante. Sin embargo, en el punto de vista directo la base del cam­bio es la razón. La teoría indirecta pone su énfasis sobre la dimensión de lo afectivo que es la de los sentimientos y la emoción. En la teoría directa se le da énfasis a lo cognosci­tivo, que tiene que ver con el proceso de percibir y saber. En el acercamiento indirecto el proceso se hace con el individuo, mientras que en el acercamiento directo el proceso de consejo es para el individuo.

La actitud del estilo indirecto es democrática mien­tras que el estilo directo es la actitud de autoridad. El con­sejero indirecto indulge en poca interpretación, en tanto que el consejero directo sí interpreta mucho. El consejero indirecto asume poca responsabilidad por el tema de con­versación, en tanto que el directo asume mucha respon­sabilidad en ello.

El método indirecto de aconsejamiento podría más adecuadamente llamarse “teoría centralizada en el cliente”. Principió en 1942 cuando Carl Rogers publicó un libro titulado: Counseling and Psychoterapy. “El Aconsejamiento y la Psicoterapia”. Este libro fue el intento de Rogers para formular una teoría sobre su propio método psi­coterapéutico. Como practicante de psicoterapia, conside­raba la entrevista como el centro de origen para la intuición o comprensión (de su propio problema) que el conse­jero recibe. Por tanto, el aspecto importante del aconsejamiento es la naturaleza subjetiva de la interacción entre cliente y consejero. Rogers nunca ha declarado su teoría como una realidad, aunque algunos de sus seguidores lo han hecho. Su teoría ha cambiado y sigue cambiando. Cuando por primera vez presentó su método indirecto, lo presentó en una forma extrema. Sin embargo, desde ese tiempo, él ha cambiado la teoría para incluir más activi­dad del consejero en el proceso de aconsejamiento.

Una de las características distintivas del método roge­riano o indirecto es el concepto del hombre. Rogers cree en el ideal democrático, es decir, la dignidad, y el valor del individuo. Siente que el hombre tiene derecho a su opinión propia, a su propio destino, a la libertad y a la indepen­dencia y a dirigirse a sí mismo. Siente que el hombre es predominantemente una criatura subjetiva que vive en un mundo objetivo. Cree que en cada persona hay una tendencia hacia la actualización. Con esto quiere decir que intrínsecamente el hombre camina hacia el crecimiento, la salud, el ajustamiento, la socialización, la realización de sí mismo, la independencia y la autonomía. Cree que el hombre es honrado y es por esto, básicamente bueno. La “maldad” es el resultado de defensas que separan al hom­bre de su naturaleza inherente. Rogers también cree que el hombre es más sabio que su intelecto. Con esto quiere decir que el hombre cuando funciona a la no-defensiva (o no en una forma defensiva), lo intuitivo se combina con lo cognitivo haciendo que el total sea mayor que el pensa­miento consciente solamente.

Rogers cree que el hombre existe en un mundo de cambio de experiencia del cual él es el centro. Al mundo privado del hombre se le llama el campo de lo fenomenológico o campo de lo que se experimenta y sólo el individuo puede conocerlo. El hombre reacciona a su campo tal como lo experimenta y observa, este campo perceptual es la realidad. La conducta, como Rogers la ve, es el intento del hombre para satisfacer sus necesidades tal como las expe­rimentó y observó. El hombre reacciona no a la realidad, sino a la percepción de la realidad. La realidad para él, es en efecto, percepciones de la realidad, háyanse confirmado o no.

Rogers cree que la conducta se entiende mejor desde el punto de vista de su “cuadro (o estructura) de referen­cia”. Este término significa todas las experiencias, sen­saciones, percepciones, emociones, y significados de uno, en cualquier momento dado de conciencia. El aconseja­miento trata de conocer este cuadro interno de referencia concentrándose en la realidad subjetiva del aconsejado. Rogers siente que en este proceso se necesita empatía. Cuando el consejero siente empatía, ve al aconsejado como una persona. Sin embargo, si ve al aconsejado desde un cuadro externo de referencias, hay la tendencia de tratarlo como un objeto.

Rogers cree que la mayoría de la conducta está en armonía con el concepto de uno mismo. El concepto propio (o auto-concepto) es la vista que uno tiene de uno mismo, en relación a otras personas y cosas, El concepto propio es flexible y cambiable, pero en un momento dado es una entidad fija. Rogers cree que la falta de adaptación resul­ta de maniobras defensivas para hacer que las percepcio­nes de conducta sean consistentes con el concepto propio.

Rogers habla acerca de lo que él llama incongruencia o disociación. El cree que esto resulta cuando hay una separación entre el concepto propio y las experiencias del yo. Esto se origina en la temprana edad, cuando el niño necesita mucho amor de parte de sus padres y otros. Este amor de sus padres o de otros es condicional; esto es, el niño recibe amor si se porta como ellos requieren. Así que, él vive por valores que no son los de él. Son contrarios a su proceso normal de evaluar su experiencia. Por tanto, el niño procura actualizar su yo que es contradictorio o incon­gruente con los procesos organísticos de su tendencia a actualizarse. Rogers siente que cuando uno vive por valores adoptados de otros con la idea de identificarse con ellos, está viviendo bajo las condiciones de valor. Esto es, se vuelve de valor (vale algo) cuando hace lo que otros quieren que haga. Esto quiere decir que está viviendo su vida por los valores de otros, antes que por los valores suyos.

La teoría centralizada en el cliente sostiene que cuan­do la experiencia contradice el concepto de sí mismo, y uno se da cuenta de ello, existe un estado de ansiedad. En otras palabras, la incongruencia percibida amenaza el concepto propio y da por resultado la ansiedad. Así, uno niega la experiencia o se equivoca en su percepción, y la hace más consistente con el concepto propio. Esto lo protege, pero deforma la realidad. El cambio resulta al crear condiciones donde hay menos amenaza y menos necesidad de resistir. Rogers cree que una relación correlativa (el aconsejamiento) con otra persona puede disminuir la nece­sidad de actuar sobre las condiciones de valor y aumentar la dignidad positiva de uno. La meta importante es relajar, poco a poco, los límites del concepto propio del cliente, para que pueda asimilar las experiencias negadas o defor­madas. De este modo, el yo se vuelve más congruente con la experiencia.

Rogers cree que toda persona debe ser una persona que pueda funcionar completamente. La persona completa­mente funcional puede considerarse como una persona idealmente ajustada quien acepta todas sus experiencias:

Esto es, no demuestra estar a la defensiva, no vive bajo condiciones de valor, y experimenta un interés positivo incondicional. Su concepto propio es congruente con su experiencia y él actúa en términos de su tendencia actualizadora básica que actualiza el yo. Y al confrontar situa­ciones cotidianas, su estructura propia las asimila.

Es aparente que la teoría rogeriana no tiene el respal­do de la Biblia. El hombre no es, de hecho básicamente bueno. El hombre no es fidedigno. Esto quiere decir, en­tonces, que el pastor no puede aplicar toda la teoría rogeriana. Sin embargo, sí hay muchas intuiciones válidas y de valor que el método rogeriano le ofrece al pastor. Y aunque no se pueda decir que la teoría de Rogers acerca del hom­bre es bíblica, puede decirse que su teoría del valor de la personalidad humana es bíblica. El método rogeriano le da un lugar elevado a la personalidad humana. Pone mucho énfasis sobre el valor de las personas. Por eso, este aspecto del método rogeriano se usará frecuentemente en el acon­sejamiento pastoral.

En contraste directo con el método indirecto, está el método directo, que es la forma más vieja de aconsejamiento. Esta es la técnica del consejo que se ha usado por siglos. En esta técnica, el consejero se vuelve la figura cen­tral, quien posa como una autoridad, alguien que sabe las respuestas a los problemas de las personas. En esta pers­pectiva, el consejero funciona primordialmente como un consejero o dador de información; toma el papel de maes­tro. El método directo da por sentado que el consejero tiene mayor conocimiento, mejor experiencia, e intuición mayor que el aconsejado. Esto quiere decir que el consejero tiende a tratar al aconsejado con condescendencia, en vez de en un plano de igualdad. Tiende a actuar como el especialista que hace el diagnóstico, y quien afirma que conoce tanto la enfermedad como el remedio. Hay un sentido en que el consejero directo opera desde una posición de pre­sunción. Da la apariencia de que tiene las respuestas a todas las preguntas. Por tanto, solamente necesita una comprensión del problema para que pueda recetar el re­medio.

Se puede ver inmediatamente que en este proceso el consultante no está muy involucrado. Su más grande ac­tuación como consultante es describir verbalmente su pro­blema. Una vez que el consejero conoce el problema, proce­de a dar el consejo necesario para resolverlo. Muchos pas­tores encontrarán fácil, casi natural, participar en esta forma de aconsejamiento, debido a que la posición del ministro es vista por muchas personas como una figura de autoridad. Los pastores que están inseguros encontrarán un gran refugio en esta posición de autoridad. Les será más fácil hablar condescendientemente a sus feligreses que trabajar con ellos. Cuando un pastor así habla a su gente, como “desde un pedestal” a los que están abajo, no está en verdad interesado en ellos. Esto quiere decir que en realidad no experimenta lo que ellos experimentan y no entiende completamente lo que ellos sienten. Por eso muchas personas rehúsan acudir a su pastor para aconsejamiento. No quieren que se les predique a quemarropa.

La mayoría del tiempo el pastor estará operando entre los dos extremos de aconsejamiento indirecto y directo. Al no entregarse completamente a ningún extremo puede utilizar los valores de ambos métodos al mismo tiempo que evitar sus limitaciones. Habrá ocasiones cuando el pastor será muy indirecto. Esto será particularmente cier­to en las fases iniciales de la primera entrevista de consejo con el individuo, porque es durante este tiempo que el pas­tor se da cuenta de lo que su feligrés experimenta. Lo oye contarle sus problemas y procura introducirse en su es­tructura de referencia, para poder entender de lleno sus problemas. Aunque el pastor puede principiar con el método indirecto en su entrevista de consejo, no es bueno, ni deseable, que permanezca en ese extremo. Habrá veces cuando le será saludable volverse un tanto directo, com­partiendo sus sentimientos y enseñándole lo que él piensa que el feligrés debe hacer. Una vez hecho esto, le conven­dría tomar una posición media, un acercamiento de coope­ración, en el cual él trabaja con el consultante en resolver el problema específico. Así que no se trata de escoger una alternativa entre los métodos directo e indirecto. No tiene que ser “uno u otro”. Esta desafortunada polaridad ha existido por algún tiempo en el campo de aconsejamiento, forzando a los consejeros a escoger un método, usarlo y defenderlo. No hay ya la necesidad de continuar una lucha que de por sí nunca debió haber principiado.

OTRAS TECNICAS DE ACONSEJAMIENTO

Hay dos categorías amplias de terapia; la orientada a lo emocional (de los afectos) y la orientada o lo intelectual (cognoscitiva). Hasta hace poco las terapias orientadas emocionalmente constituían la mayoría de sistemas psicoterapéuticos. Sin embargo, están emergiendo nuevas for­mas de terapia intelectualmente orientadas para que el desnivel no sea tan grande. En esta sección se explicarán brevemente algunas de las nuevas maneras de abordar el aconsejamiento. El propósito de esta discusión es enseñarle al pastor algunos métodos de consejo, parte de los cuales logre emplear en su ministerio de aconsejamiento.

1.            Logoterapia. El originador y principal proponente de esta teoría es Víctor Frankl. Su teoría puede encontrar-se en sus libros: Man’s Search for Meaning (La Búsqueda del Hombre por su Identidad), Psychoterapy and Existencialism (Psicoterapia y Existencialismo), The Doctor and the Soul (El Doctor y el Alma), y The Will to Meaning (El Deseo de Identidad). Esta teoría se centraliza en el concepto del deseo de ser. Frankl fue prisionero de los nazis en la Segunda Guerra Mundial, y durante ese período sufrió mucho, y observó a otros sufrir tanto como él. A Frankl le pareció que muchos de sus compañeros de prisión murieron porque habían perdido el significado de la vida, aun bajo esas condiciones adversas.

La logoterapia tiene su raíz en la antropología. El hombre es libre de tomar cualquier actitud que escoja hacia su situación existencial. Puede escoger atribuirle o dar­le significado y valor a cualquier cosa que confronte. Este “deseo de (hallar) significado” se vuelve la fuerza motivadora en la existencia humana.

La logoterapia da un lugar muy grande a la dimensión espiritual del hombre. Es una psicoterapia personalista que intenta causar un cambio de actitud en una persona hacia su síntoma en vez de tratar directamente el síntoma. Así que su énfasis es sobre el hombre total.

Aunque Frankl no escribe desde una perspectiva cris­tiana, el pastor encontrará que la logoterapia es paralela en un grado considerable al pensamiento cristiano. Donald F. Tweedie, quien estudió bajo Frankl, ha procurado poner la logoterapia dentro del marco de la teología cristiana. El pastor encontrará que los dos libros de Tweedie Logothe­rapy and the Christian Faith (Logoterapia y la Fe Cris­tiana), y The Christian and the Couch (El Cristiano y el Diván) ayudan mucho y son lectura interesante.

2.            Terapia de integridad. Esta teoría fue originada por O. Hobart Mowrer, y se puede encontrar en dos libros: The Crisis in Psychiatry and Religion (La Crisis en la Psi­quiatría y la Religión), y The New Group Therapy (La Nueva Terapia de Grupo). Tiene su centro en dos campos amplios: culpa e integridad. Desilusionado por la perspec­tiva freudiana para resolver la culpa, Mowrer, por su experiencia personal, logró ver que la culpa tiene que resolverse por la confesión. La terapia de integridad busca el desenvolvimiento de los individuos en personas responsables, por medio de un sistema de franqueza (diálogo), confesión y por acción positiva. Asegura que cada individuo es una persona responsable con un sistema de valores. Cuando se viola este sistema de valores (conciencia) el resultado es la culpa. La solución de la culpa no se hace por represión sino por confesión. La confesión lleva a la restitu­ción.

La terapia de integridad usa mucha terminología cris­tiana, como culpa, pecado, confesión y restitución, pero no es en realidad una terapia cristiana. Sin embargo, John W. Drakeford ha sistematizado la teoría y la ha puesto dentro de un marco cristiano. Su libro, intitulado: Inte­grity Therapy (Terapia de Integridad) se recomienda a pastores como ayuda y guía en aconsejar desde este punto de vista, teórico.

3.            Análisis transaccional. Esta teoría originó con Eric Berne, quien escribió: Transactional Analysis in Psycho­terapy (Análisis Transaccional en Psicoterapia). Esta teoría fue elaborada posteriormente por Paul MacCormick y Leonard Campos en su libro pequeño llamado: Introduce Yourself to Transactional Analysis (Conozca el Análisis Transaccional), y por Thomas Harris en su libro intitula­do: I’m O.K., You’re O.K. (Yo Estoy Bien, y Tú Estás Bien).

La teoría sostiene que hay tres estados del yo, en cada individuo: (1) el padre, que siente, habla y se porta como su padre lo hizo; (2) el adulto, el cual clasifica los hechos separándolos de los sentimientos; y (3) el niño, que siente, habla y se conduce como uno lo hizo cuando era niño. En cualquier momento dado uno de estos estados del yo, pue­de ejercer el control. Las relaciones entre las personas se llaman transacciones (intercambios) entre personas. Las transacciones pueden ser intercambios como de adulto a adulto, de adulto a padre, de padre a padre y de padre a niño. Cuando las líneas de intercambio no se cruzan, resultan las transacciones simples, esto es cuando el estado del yo, en una persona, está relacionado y responde al idéntico estado del yo en otra persona. Transacciones cruzadas es cuando el estado del yo en una persona, se relaciona y res­ponde a un estado diferente del ego en otra persona, resultando en una interrupción de comunicaciones.

El pastor encontrará que esta teoría le ayudará mucho al procurar resolver problemas de matrimonios y de familia, particularmente los primeros. El mejor uso de esta teoría se hace en el aconsejamiento de matrimonios por grupo.

4.            Terapia de realidad. Este método lo originó William Glasser. En 1965, publicó un libro intitulado: Reality The­rapy (Terapia de Realidad), en el que aparece su teoría. Es una protesta contra el interés de la psicología freudia­na en el pasado. La terapia de la realidad tiene que ver con la realidad del presente y su énfasis sobre una conducta de responsabilidad. Tiene que ver más con la conducta que con las actitudes. El fin de la terapia de realidad es capacitar a las personas a funcionar en una conducta caracte­rizada por el deseo de aceptar responsabilidad por sus acciones. La terapia de realidad busca ayudar a las per­sonas a enfrentarse con la vida tal como es y ayudarles a enfrentarse a las consecuencias de su propia conducta.

El pastor encontrará que hay mucho en la terapia de realidad que él puede usar en su trabajo de aconsejamien­to. Nos parece que da mejores resultados con personas que tienen un fuerte deseo de cambiar y que tienen suficiente fuerza en su ego para hacerlo.

5.            Terapia racional. Esta terapia fue fundada por Al­bert Ellis, pero sus raíces vienen desde el período griego filosófico cientos de años antes de Cristo. Trata de ayudar a las personas a resolver sus problemas a través de la ra­zón. Ellis colaboró con Robert Harper y publicó un libro en 1961 intitulado: A Guide to Rational Living (Guía para una Vida Racional). Este libro señala los postulados bási­cos de la teoría racional. La presuposición básica de la terapia racional es que los problemas del hombre son el resultado de un pensamiento irracional, y que sus proble­mas se podrían evitar y resolverse haciendo que su conduc­ta esté de acuerdo con la razón. Sostiene que el hombre puede vivir una vida completa, creadora y emocionalmente satisfactoria, organizando inteligentemente y dis­ciplinando su manera de pensar.

Aunque este método tiene mucho que ofrecerle al pas­tor consejero, la teoría tiene también mucho con lo cual él no puede estar de acuerdo. Hay cuando menos dos razones para esto: (1) Es una perspectiva humanística, la cual no deja lugar a la dimensión divina; (2) niega el poder de las emociones para deformar la razón.

EL PROCESO DEL CONSEJO PASTORAL

Si el ministro quiere ser de verdadero servicio a sus feligreses, necesita tener un conocimiento completo de las técnicas de consejo. Si él no está seguro de lo que es el proceso del consejo pastoral, esto irá en contra de las posibilidades de su éxito. Por eso tiene que estar bien versado en las técnicas de aconsejamiento, al grado que se sienta como en “su casa” en el proceso de consejo.

Hay tres factores que afectan la manera en que el mi­nistro aborda el aconsejamiento: (1) sus actitudes hacia las personas y sus problemas, (2) su interpretación religiosa del hombre, y (3) su concepto de sí mismo y su actuación como ministro. Estos factores determinan el curso y la calidad del proceso de aconsejamiento.

Si el ministro da por sentado que él vale más, que es más inteligente y que tiene más fuerza moral que sus feli­greses, quizás tome una actitud autoritaria al aconsejar. Tal vez se vea tentado a dar consejos en vez de lo que es propiamente el aconsejamiento. Quizá quiera manipular la entrevista haciendo preguntas directas, dando interpretaciones y ofreciendo soluciones y respuestas de cajón. Carroll Wise advierte, “El tendrá que confrontar la tentación a demostrar verbalmente su conocimiento superior y resolverla en sí mismo. La mayor razón para esta demos­tración (de ese conocimiento superior) es la satisfacción del ego que le da al consejero.” El pastor no debe ser agresivo, porque hay un daño muy considerable que se le puede hacer al feligrés al forzarlo, al interrogarlo y al confron­tarlo con más de lo que él puede soportar. Forzar al aconse­jado a que acepte ciertas interpretaciones puede crear un ataque y hostilidad.

Según Karl Stolz, “En su connotación más pura, aconsejar es… una forma de interacción creadora. Es más que un intercambio de opiniones.” Así que debe ser una empresa de cooperación en que haya más que sólo hablar; tendrá que ser una transmisión de experiencias en términos de lo que significan. “Lo importante no es lo que el consejero hace para el aconsejante; lo importante es lo que pasa entre los dos.” Esto es el corazón del verdadero consejo. May lo llama la llave al proceso de aconsejar.

La comunicación es más que la conversación. Las expresiones faciales, la postura de cuerpo, los gestos y otros tipos de conducta son también vías de comunicación. El ministro tendrá que saber qué es lo que le quieren decir aun los gestos silenciosos.

La labor del consejero no es la de interpretar, sino de ayudar al aconsejado a hacer sus propias interpretaciones. Esto quiere decir que el consejero tendrá que ser un experto en captar, en intuir, y debe estar dispuesto a dejar que el aconsejado desarrolle su propia intuición. Wise llama a la intuición “la meta del aconsejamiento”. A una persona con sentido de culpabilidad habrá que permitirle encontrar una completa liberación de ésta al comunicarse con su ministro, quien ha creado una atmósfera de aceptación y entendimiento. El pastor consejero tendrá que cui­darse para no dar una seguridad verbal a su aconsejado. Algunos psicólogos insisten en que estas experiencias de tranquilidad son realmente expresiones de las propias ansiedades del consejero. La seguridad “no se trasmite por el consejero, sino que es más bien el resultado de los dos (consejero y aconsejado) tratando juntos en un intento de encontrar un sentido más profundo de realidad positiva en las experiencias del aconsejado.” La tranquilidad viene como un resultado de compartir una experiencia entre el pastor y su feligrés.

El pastor debe evitar el imponer sus convicciones so­bre su aconsejado. Esto no es conveniente, porque hace que el consejero antes que el aconsejado sea el punto focal en la situación de aconsejamiento. Hiltner dice, “Es un error si (el aconsejamiento) se hace en forma de explotación o de coerción, porque tal acción hará a un lado la dignidad in­herente de la persona. Bonnell lo expresa de este modo: “Toda intimidad que se le da al consejero, éste ha de recibirla con espíritu de plena comprensión. No es su labor ser el juez de la gente.” Deberá desarrollar una actitud tal que nunca se sorprenda por lo que le digan en confianza. Bonnell ha dado algunos principios generales para el pas­tor consejero, que son dignos de consideración:

1.            Pocas personas, ya sean feligreses o extraños, que vienen a hablar con el ministro, presentan al principio con franqueza y claridad la realidad del propósito de su visita.

2.            Oiga con paciencia al feligrés que ha venido a hablar con usted.

3.            No acepte el diagnóstico que el feligrés le exprese a usted de su propio problema.

4.            Familiarícese con los problemas de sus feligreses, a fin de desarrollar una penetración de sus necesidades básicas.

5.            Toda revelación que se le haga a usted en entrevista personal debe mantenerse inviolable.

La actitud del ministro hacia sus feligreses debe ser una actitud de respeto. A medida que ellos aprenden a confiar en él, él también debe confiar en ellos. Su actitud constante hacia ellos debe revelar que tiene fe en la humanidad y en el bien que reside en los seres humanos.

FUNCIONES DEL ACONSEJAMIENTO

1.            Escuchar. El consejero debe dejar que la historia del aconsejado proceda con naturalidad, sin inyectar dominación o coerción alguna. Cuando el pastor intenta que el problema “nazca mediante una operación cesárea”, hay la posibilidad de lastimar al paciente. El nacimiento natural de la historia es más lento, pero ofrece mucho menos peligro. El aconsejado experimenta una forma de sanidad mientras relata su historia de acuerdo a su propio paso. A muchas personas no les es fácil cambiar de su aislamiento a la intimidad. Cuando el consejero procura acelerar este cambio, aumenta la ansiedad del aconsejado en lugar de reducirla.

Cuando el pastor está escuchando bien, es llevado por la corriente de emociones del aconsejado. Como el hombre que flota en un río que no es muy profundo, puede dejar que la corriente lo cargue y al mismo tiempo “tocar el fondo”. Asimismo, él puede sentir las emociones del aconsejado sin dejar que lo inunden. Puede ser llevado, pero sin ser dominado por ellas.

Muchas personas no son buenos oyentes. Solamente un porcentaje pequeño de lo que se dice es escuchado. Sin embargo, millones están muriéndose (emocionalmente) porque no se les ha escuchado. Una mujer, frustrada por­que su esposo no la escuchaba, hizo esta dramática declaración: “Ya nadie escucha a nadie”. Ella casi tenía razón. Nuestro más grande medio de contacto interpersonal es hablar. Cuando se escucha lo que dice una persona cierta terapia ocurre; cuando no se le oye, viene la frustración.

El pastor está en posición de ayudar a las personas simplemente escuchándolas. Lamentablemente muchos pastores no saben escuchar. Lo cual es fácil de entender, al recordar que su mayor preparación es para comunicar, no para escuchar. Sus amplios estudios en los campos bíblicos, teológico e histórico, como también su preparación en muchos de los campos prácticos, lo equipan a comunicar sus conocimientos a otros. Ciertamente esto es de vital importancia. Pero aunque su efectividad en el púlpito depende de su habilidad para comunicar (comunicar la verdad) mucho de su éxito en la iglesia depende de su capacidad de escuchar.

Muchos pastores no pueden hacer fácilmente la tran­sición entre hablar y oír. Al fallar en este particular, impi­den o casi destruyen su éxito al tratar de aconsejar.

Casi las únicas personas que verdaderamente oyen a otros en nuestra sociedad, son los psiquiatras, los psicólogos y los consejeros, y a ellos se les paga considerablemente por sus servicios. ¡Oidores pagados!

El consejo del pastor no puede ser mejor que su infor­mación. Solamente hay una persona que tiene cierta información que el pastor necesita: el aconsejado. El único modo de recibir esta información es oyendo. El consejo de Shakespeare, “Dale a cada hombre tu oído, y a pocos la voz”, se aplica especialmente al pastor consejero. El pastor que escucha aprende. Cuando un pastor consejero está hablando, el aconsejado está aprendiendo poco y el pastor no está aprendiendo nada.

Algunos africanos se expresaron así acerca de un mi­sionero: “Tiene orejas suaves”. El oído suave puede ser una de las más grandes posesiones del pastor consejero. Y aunque estamos de acuerdo en que el pastor debe tener más que un “oído atento” debe ver el valor de escuchar, y debe escuchar con exactitud como el fundamento en que descansa el resto de su arte de aconsejar.

Una mujer se quejó de su esposo con su consejero. “El no oye con su corazón.” No todos los oidores “sin corazón” se encuentran en los hogares de los feligreses; algunos están en las oficinas pastorales. El oír con el corazón permite al pastor oír gemidos silenciosos y ver las lágrimas invisi­bles. El arte de escuchar, de un pastor dado, no está completamente desarrollado sino hasta que no solamente oye lo que se le dice, sino también lo que no se le dice.

Un error común es el de oír más rápidamente de lo que el aconsejado está hablando. En esta forma el consejero se adelanta al aconsejado y principia a derivar conclusiones sobre lo que piensa que el aconsejado va a decir. El aconsejado sabe que el consejero no “está con él” y se sentirá frustrado mientras intenta hablar de su problema.

2.            Responder. Ya hemos dicho que escuchar es el fun­damento sobre el cual descansan todas las técnicas del consejero. Una de estas técnicas es la de responder. Respondiendo propiamente a su conversación, el aconsejado siente que su pastor en verdad le ha oído. Esto sucede cuando el pastor responde a lo que se ha dicho de tal manera que pueda proyectar lo que siente, al menos en cierto grado, como el aconsejado siente. A esto se le llama empatía. La empatía se ha definido como, “Tu dolor en mi corazón”. Sin embargo, la empatía que uno siente no es suficiente. Debe comunicársele al aconsejado. Esta es la técnica de responder.

El responder le comunica al aconsejado la idea, “sí, yo sé cómo se siente” o, “Sí, yo también he estado en esa situación”. Este proceso de oír y responder puede ser muy terapéutico para el aconsejado. Esto no quiere decir que todos los problemas se resuelven por el proceso de oír y res­ponder; pero, quiere decir que esto forma un vínculo entre consejero y aconsejado, del que puede nacer una relación benéfica. Aconsejar no es tanto una identificación de mentes como de sensaciones. La función del aconsejamiento no es lograr que los feligreses se enteren en qué condición está el pastor; sino saber en qué condición están ellos. Esto se obtiene principalmente escuchando sus sentimientos y respondiendo a ellos.

3.            Apoyar. Otra función del consejero es apoyar, tér­mino que aquí usamos con varias definiciones tales como: sostener, llevar el peso o fuerza, soportar o evitar que uno se hunda. Todas estas definiciones son aplicables a la actuación del ministro. Muchos vienen a su ministro con una carga tan grande que ya no pueden soportar. Su función es la de ayudar a su feligrés sosteniéndole, elevándole y evitando que se hunda. Esto no quiere decir que él asume todo el peso y responsabilidad de los problemas de sus aconsejados. Pero sí que le ayuda a soportar su carga en tanto que llegan mejores tiempos para ellos, a través del aconsejamiento y tratando con sus problemas. El pastor dedicado ayuda con alegría y decisión a llevar esas cargas porque en verdad le interesan sus feligreses.

4.            Aclarar. Otra función del aconsejamiento es la de ayudar a aclarar la naturaleza del problema de su feligrés. En muchos casos esta aclaración se necesita porque el feligrés ha estado tan cerca de su problema que ha perdido su perspectiva en relación con él. Está tan hundido en él que no puede verlo objetivamente. Los problemas profundos evocan emociones profundas que con frecuencia le impiden al feligrés ver aquello que el pastor puede ver fácilmente. La emotividad del feligrés afecta negativamente su razón. Se ve impulsado por la emoción en vez de ser guiado por la razón. Aquí la actuación del pastor es doble: (1) Reducir la emotividad dejando al feligrés ventilar sus sentimientos; y (2) aumentar la racionalidad ayudándolo a examinar con la prueba de la realidad su condición emotiva.

Habrá que obtener la aclaración del problema si se quiere una adecuada solución. De otro modo el intento del feligrés de resolver su problema resultará en tomar un camino incierto hacia un destino indefinido.

5.            Interpretar. Este es un proyecto combinado del pastor y el feligrés. Incluye tener un entendimiento de lo que es el problema, qué lo ha causado, cómo ha afectado al aconsejado, y qué dirección general habrá que tomar hacia su solución. Esta es una etapa crucial en el proceso de aconsejamiento.

6.            Formular. Esta función del aconsejamiento consis­te en ayudar al feligrés en la formulación de una solución de su problema. Este proceso será doble: (1) Una formulación de actitud, y (2) una formulación de acción. La formulación de actitud incluirá un nuevo modo de reacción y conducta. Debe haber un cambio de actitud antes de que haya un cambio de acción. El cambio de actitud es intrapersonal en naturaleza mientras que el cambio de conduc­ta es generalmente interpersonal.

Hay que señalar que en la función de formulación, el papel del pastor es el de ayudar. Tiene que darse cuenta de que es problema del feligrés y no de él; por tanto el feligrés mismo tiene que formular la solución del problema, con la ayuda del pastor. Ocasionalmente, es posible que la solución propuesta a cierto problema sea principalmente el trabajo del pastor, pero el feligrés tiene que aceptarlo como “suyo propio” en el sentido de que ve la validez de él y esté dispuesto a utilizarlo. Así lo adopta y se convierte en suyo.

El pastor tiene que evitar la práctica de andar dando recetas como soluciones a los problemas de sus feligreses. Esta manera de abordar los asuntos niega la validez de una perspectiva de cooperación, y tiende a facilitar que el pastor imponga planes de afuera antes que permitir que aparezcan del fondo mismo de la relación de consejo.

7.            Guiar. La última función del pastor consejero es la de guiar al feligrés hacia una meta, usando el mapa que fue creado durante el proceso de formulación. En los primeros escalones del viaje del feligrés, tal vez el pastor tendrá que estar muy activo en su actuación como guía. A medida que su feligrés progresa hacia su meta, el pastor tomará menos parte hasta que finalmente su ayuda no será necesaria.

Y siendo que su meta final para sus feligreses es el crecimiento, la madurez y la totalidad, el pastor consejero está buscando siempre cómo perder su trabajo a base de solucionar el problema. Esto es, tal es el cambio operado en sus feligreses, que ya el pastor no es necesitado del mismo modo que lo necesitaban cuando estaban en crisis.

6. Entrevista

La Entrevista de Aconsejamiento

LA NATURALEZA DE LA ENTREVISTA

El pastor debe tratar de recabar tanta información como sea posible de su aconsejado y de su problema. Esto se hace primordialmente en una entrevista. La técnica de la entrevista es ya vieja, pero no conocemos una técnica más fundamental y valiosa. Por cuanto uno de los más grandes propósitos de la entrevista de consejo es ayudar al aconsejado a desarrollar mejores planes para el futuro, es importante que el pastor se dé cuenta de que en efecto, está ayudando a modelar el futuro de sus aconsejados. Tendrá que darle mucha atención a cómo se relaciona él mismo con la tarea de la entrevista, dándose cuenta de que ésta afectará las acciones futuras de su feligrés. Paterson, Schneidler y Williamson dicen:

La entrevista continúa siendo el aspecto más subjetivo del procedimiento en diagnosticar. Sin embargo, a pesar de sus limitaciones, es un paso indispensable en el programa de guiar. Su propósito es triple. Incluye el reunir todos los hechos pertinentes disponibles, hacer un diagnóstico sobre la base en la evidencia y formular un plan apropiado de acción de acuerdo con el diagnóstico.

La entrevista, en su estado más refinado, es semejante al arte—una destreza desarrollada del entrevistador, la cual se manifestará en su forma diestra de escuchar, de observar y de hablar.

Generalmente, es mejor que el pastor le dé a su acon­sejado un poco de tiempo para que se oriente a la relación de consejo antes de principiar a hablar de su problema. Esto se puede obtener principiando la entrevista con una referencia acerca del juego de pelota reciente, o haciendo una observación acerca del tiempo, o hablando sobre algu­na cosa de interés o algún pasatiempo del feligrés. Este elemento de la entrevista no debe tomar mucho tiempo; así que después de darle atención breve al tema introductorio, la entrevista debería proceder lenta y naturalmente al problema que confronta el aconsejado.

El pastor consejero principiante debe tener cuidado de no dar por hecho que el problema presentado (la expresión inicial del problema) es en verdad el problema o que es todo el problema. Algunas veces el consultante usa el problema, tal como él lo presenta para examinar al consejero. En estos casos puede ser un intento premeditado de ver cómo reacciona el pastor, o también puede ser una manera del feligrés para ver cómo responde el pastor. A veces, el problema presentado es un intento premeditado para esconder del pastor un problema más profundo. Sin embargo, en la mayoría de los casos no es intencional, sino inconsciente.

El pastor necesita saber que el problema expuesto quizá sea como una montaña flotante de hielo, de la que sólo una séptima parte está al descubierto y las otras seis séptimas partes están sumergidas. Si el pastor ataca el problema tal como se presenta al principio nunca confrontará el problema completo. Cuando pasa esto, el feligrés se irá todavía frustrado y el pastor creerá falsamente que ya resolvió el problema.

Es importante darle al aconsejado todo el tiempo que necesite. Esto permitirá expresar completamente su problema y en el proceso, proveerá un descanso emocional necesario. Si se le permite al aconsejado esta clase de expresión libre, él sentirá que el pastor no lo está forzando. Esto también le ayudará a sentir que puede confiarle. Si lo está apurando o forzando, el aconsejado quizá se calle y el problema no sólo no se resolverá sino que se hará más profundo. Si el aconsejado cae en un período de silencio, el pastor no debe alarmarse o preocuparse por la falta de progreso. Muchos escritores han dicho que este silencio puede ser un modo de forzar el problema a que salga a la superficie. Por tanto, los períodos de silencio, y los momentos que le siguen inmediatamente, pueden ser una parte muy significativa de la entrevista.

Una vez que el problema ha sido adecuadamente presentado y los dos están convencidos que es el verdadero problema, pueden trabajar juntos hacia la solución. La técnica básica que se necesita en el consejero es la capacidad de hacer preguntas pertinentes y con sentido, cuyas respuestas den las causas del problema del aconsejado. La entrevista tiene que tener una meta. “Si queremos lograr mucho, se necesitará una clasificación de los objetivos, de otra manera la entrevista caerá en un período de conver­sación inútil.”

Hacia el final de la entrevista, es conveniente y necesario un resumen del progreso adquirido. Este resumen será iniciado y dirigido por el pastor, pero en realidad hecho por el aconsejado. Esto dará mayor claridad a ambos sobre lo que se ha hecho y lo que falta por hacer.

Shostrom y Brammer sienten que la parte más importante de la entrevista es la etapa de hacer síntesis. Esta etapa es la que cristaliza toda la información recibida en la entrevista en un plan de acción definido. Erickson está de acuerdo, y añade que el aconsejado debe irse con algunos planes para acción y con alguna decisión de llevar a cabo estos planes en su programa de acción. El aconsejado debe irse con un sentido de satisfacción sabiendo que su consejero lo ha ayudado, tanto a ver su problema objetivamente como a encontrar la solución.

Erickson concibe la técnica de la entrevista como un servicio profesional muy delicado. Esta técnica se obtiene solamente con un cuidadoso estudio y mucha experiencia. El pastor necesita desarrollar flexibilidad y como las personas son distintas, también las técnicas de la entrevista serán distintas. El consejero que desarrolla esta cualidad de adaptación (a la diversidad de situaciones) habrá dominado su problema principal en su entrevista de éxito.

Hahn y MacLean dicen: “A pesar de que la entrevista es tan antigua en la historia profesional, ha sido sujeta relativamente a poca investigación de tipo crucial.” Con el desarrollo continuo en la investigación y metodología de la entrevista, tal vez esta información abrirá áreas desconocidas e inexploradas hasta ahora en el campo de aconsejamiento, que ayudará inmensamente al pastor en su función de ministerio de aconsejamiento.

EL LUGAR PARA CONSEJO

Aunque el sitio para el aconsejamiento es un asunto importante, no es de primordial importancia. Mucho se ha escrito acerca del lugar ideal, dando al lector la impresión de que si no se puede conseguir lo ideal, la relación de consejo no podrá ser efectiva. Aunque el ideal es de desearse, está muy lejos de ser lo necesario. Hay dos factores primordiales que recordar: (1) debe haber una situación privada hasta lo máximo posible, un “máximo de aislamiento” y (2) debe haber un mínimo de interrupción. “El máximo de aislamiento” quiere decir que las cosas que se están discutiendo, las oyen solamente el consejero y el aconsejado. “El mínimo de interrupción” quiere decir que el proceso de aconsejamiento debe proceder sin intrusiones abruptas que hagan difícil para el aconsejado hablar libremente y para el consejero escuchar libremente.

Es posible establecer una relación de consejo en varios lugares, como el estudio del pastor o en otra parte del templo, en la casa del aconsejado o del pastor, en un automóvil, en un restaurante o en el campo.

1.            En el estudio. De acuerdo a las dos consideraciones arriba mencionadas, es posible que el mejor lugar para el aconsejamiento sea el cuarto de estudio del pastor. Aunque no hay garantía de que éste ofrezca un máximo de aislamiento y un mínimo de interrupciones, la posibilidad de ambos factores allí es mayor que en cualquier otro lugar debido al factor de control.

Si un visitante llama a la puerta, el pastor puede tratar el asunto en unos cuantos segundos o, si no, simplemente decir: “Estoy en conferencia en este momento. ¿Podríamos hablar después?” Del mismo modo, si su teléfono suena durante la entrevista de consejo, esa interrupción se puede resolver rápidamente. En los casos en que tiene secretaria, ésta puede interceptar a los visitantes y las llamadas por teléfono, para que el proceso de aconsejamiento continúe en completo aislamiento y sin interrupciones.

2.            En la iglesia. El consejo pastoral se puede hacer en la iglesia misma, pero hay siempre la posibilidad de ser interrumpido por una maestra que llegue a arreglar su cuarto para la próxima lección del domingo, o la organista o pianista que viene a practicar, el conserje a hacer sus faenas, o un repartidor que trae los materiales de la iglesia. Por el otro lado, el feligrés siente que otras gentes, además del pastor están oyéndolo, por cuanto está en un edificio público, abierto a cualquiera y en cualquier tiem­po.

3.            En el hogar. El consejo pastoral se puede hacer en el hogar del feligrés, pero aquí también hay las posibilidades de falta de aislamiento y de interrupciones. En cualquier momento pueden llegar otros miembros de la familia, o puede sonar el teléfono o un vecino llegará de visita, o un vendedor llamará a la puerta. Donde hay niños pequeños se vuelve extremadamente difícil para una relación de consejo sin interrupciones.

4.            En la casa pastoral. Esta ofrece un lugar posible para la entrevista de consejo, pero muchas personas no quieren ir allí, particularmente las mujeres, porque sienten que están entrando en el dominio privado de otra mujer. Además, si se han de discutir asuntos que debe saber solamente el pastor, el feligrés quizá no se sienta libre para “explayarse completamente” aún si los miembros de la familia del pastor no están en el cuarto, sino en otras partes de la casa.

5.            En un automóvil. El aconsejamiento se puede hacer también en un automóvil, pero no ofrece el mejor lugar para una buena relación de consejo. Se está a la vista de todos y las posibilidades de interrupción son enormes. Además, estos lugares de consejo son adecuados solamente a miembros del mismo sexo del pastor pues de otro modo creará sospecha, reflejando dudas sobre el carácter del pastor y del feligrés.

6.            En un restaurante. El consejo pastoral puede hacerse en un restaurante, o en otro edificio público, pero hay desventajas grandes en hacerlo, precisamente por las razones ya mencionadas.

7.            En un campo. Mucho se ha dicho en favor de dar consejo pastoral cuando el pastor va de cacería o de pesca o en alguna otra clase de excursión con alguno de sus adultos o jóvenes. Generalmente, el consejo puede continuar con calma bajo las condiciones de aislamiento e intimidad. Sabio es el pastor que pueda convertir un tiempo de placer en una actividad genuina de relación de ayuda a sus feligreses.

FACTORES FISICOS

Suponiendo que el pastor elija hacer la mayoría de sus consultas en su estudio, puede lograr mucho a muy poco costo, para que el lugar de consejo sea agradable. Si el pastor participa de la construcción y los planes de su estudio, debe darle atención a varias cosas: (1) la puerta del estudio debe ser puesta de modo que al abrirse, no revele al consultante que está dentro; y (2) el cuarto debe estar a prueba de ruido de ser posible, (con alfombras y cortinas, si se puede); (3) no debe ser ni muy grande, ni muy pequeño; (4) y debe arreglarse de tal manera que el pastor pueda sentarse en otro lugar que no sea atrás de su escritorio durante la consulta; (5) las sillas deben ponerse de modo que ni el pastor ni el feligrés tengan enfrente la luz del sol; (6) la iluminación debe ser un poco baja y arreglada para que ni al pastor ni al feligrés les dé directamente; y (7) el estudio debe tener una entrada fácilmente identificada y accesible desde la calle. Si la iglesia tiene secretaria y una oficina para ella, la oficina debe estar situada de tal manera que sea un cuarto de recepción para el estudio del pastor.

El pastor debe darle atención también a las sillas en las que sus consultantes se sentarán. Deben ser cómodas, de preferencia con brazos, y un tanto erectas y rígidas.

La oficina o estudio debe estar en orden y limpio. El escritorio del pastor debe estar limpio de papeles, cartas y libros para que el feligrés no sienta que está interrumpiendo el “trabajo” del pastor. (El aconsejar es su trabajo como cualquier otra cosa que él haga). En fin, el estudio debe estar bien arreglado y amueblado, la atención del pastor y su actitud deben ser tales como para sugerirle al feligrés que es bienvenido y que tiene “derecho” a una entrevista de consejo.

FACTORES PSICOLOGICOS

Si ha de obtenerse una relación en las situaciones de aconsejamiento, el pastor debe darse cuenta de los factores psicológicos presentes en la relación de consejo. El pastor debe recordar que en muchos casos el consultante viene con timidez. Esto tal vez sea una característica de su personalidad, o a un sentido de temor, o a la falta de información sobre “lo que le pasará” o “qué será lo que el pastor hará”. Quizás sea sólo cuestión de vergüenza debido a que, en realidad, el hecho de que está aquí ante el pastor, es evidencia de su incapacidad para enfrentarse a su problema. Estos elementos deben enseñarle al pastor la necesidad de crear una condición de amistad y sin restricciones que reduzcan la tensión, el temor y la ansiedad del feligrés.

Cuando dos personas se encuentran por primera vez, formulan su propia opinión la una de la otra, opiniones que son alteradas o aprobadas más tarde. Si en la reunión inicial el aconsejado forma opiniones contrarias, el proceso de consejo irá más lento hasta que se establezca una relación de trabajo. Le será de ayuda al consejero examinarse el mismo al principio de cada entrevista para que haya el mínimo de obstáculos de opinión.

El feligrés debe recibir la impresión de que su problema es el trabajo más importante, y el único trabajo del consejero en este momento. Esto le ayudará a entrar en un intercambio saludable de ideas y pensamientos. Hahn y MacLean ven el establecimiento de relación* como una responsabilidad mutua del consultante y del consejero.

Dicen:

De parte del consultante incluye el desarrollo de un sentido de quietud nacido de una confianza creciente en la competencia, interés, conocimiento y destreza del consejero, y en un sentido de libertad para revelar tantos eventos y hechos como emociones. De parte del consejero significa tratar al consultante como un adulto responsable y ser considerado en cuanto a sus actitudes y sentimientos.

La mayoría de los pastores no consideran necesario tomar notas durante la sesión de consejo. Aunque esto se hace regularmente en las clínicas o centros de aconsejamiento, no se recomienda a los pastores consejeros. Esto es por varias razones; (1) la mayoría de pastores consejeros conocen a sus feligreses y sus problemas tan bien, que no necesitan tomar notas, (2) algunos feligreses no quieren que sus pastores conserven los aspectos íntimos de sus vidas en forma escrita; y, (3) el tomar notas puede distraer tanto al pastor como al feligrés. Sin embargo, si el aconsejamiento del pastor es mucho y variado, y su memoria es tan raquítica, que crea necesario tomar notas durante la entrevista, puede hacerlo pero sin intentar hacerlo “a escondidas” del consultante.

En muchos casos el pastor puede escribir sus datos después de la entrevista, evitando así los aspectos negativos de tomar notas ya mencionadas. Cuando se toman notas de una entrevista, el pastor debe conservarlas cuidadosamente, y estar seguro de que él es el único que tendrá acceso a ellas, excepto cuando tenga la aprobación escrita de la persona implicada para su divulgación.

Lo que se ha dicho acerca de tomar notas también se puede decir acerca de cintas grabadas en una entrevista. Muchos pastores no considerarán necesario o conveniente el conservar sus entrevistas en cintas. Sin embargo, si algún pastor lo hace, debe hacerlo sólo con el conocimiento y consentimiento del feligrés y debe tenerse un gran cuidado de conservar la anonimidad y el secreto del individuo.

Aunque el lugar de consulta es importante, es necesario que se entienda que la cosa más importante es la relación de consejo. Si la relación entre el pastor y el feligrés es fuerte y positiva, puede celebrarse una sesión fructífera aún en las circunstancias más adversas. Por el otro lado, si la relación no está caracterizada por un entendimiento franco de relación y confianza, el resultado será de muy poco valor aunque la consulta se lleve a cabo en un lugar ideal. Aunque el pastor no logre hacer su aconsejamiento bajo condiciones ideales, siempre puede crear un clima de interés, y esta es la circunstancia que de veras importa.

LO QUE NO SE SABE ACERCA DE ACONSEJAR

Aunque hay muchas cosas que sabemos acerca de aconsejar, hay algunas cosas que no sabemos. Estas son algunas de ellas:

1.            No sabemos exactamente qué es lo que ayuda a las personas a resolver sus problemas. Estamos seguros que no es la técnica que el consejero usa. A medida que uno lee la literatura de aconsejamiento y aprende los varios estilos y técnicas que se están empleando, se puede ver que hay un amplio campo de métodos. La mejor deducción a la que uno puede llegar es que la razón por la cual la persona recibe ayuda es la relación que ella establece con el consejero. La mayoría de libros sobre este campo que uno lee afirmará esto, pero debe señalarse que esto no puede probarse científicamente.

2.            No se sabe por qué la persona cambia. Es probable que sus heridas lo fuercen a buscar una existencia caracterizada por menos dolor y más placer. Esto parece ser una deducción válida, pero es sólo una suposición.

3.            Tampoco se sabe cómo la persona cambia. ¿Hay alguna forma de mecánica de cambio que reside en el interior de la persona? A esto, tampoco encontramos respuesta.

4.            Y no se sabe si debemos abordar un caso dado primordialmente mediante una modificación de la conducta o por una modificación del medio ambiente. Aunque en muchos casos será necesario el cambio de los dos, el problema es saber cuál de éstos debe seguirse primero y en qué área recibirá la mayor atención durante el proceso de aconsejamiento.

5.            No se sabe por adelantado qué tan directo o indirecto debe ser el consejero en un caso dado. La literatura de este campo sugiere que las personas jóvenes, las menos maduras y con menos conocimientos recibirán mejor ayuda por un aconsejamiento más directo, en tanto que una persona de más edad, madurez o educación, responderá mejor al método indirecto. Sin embargo, todo consejero con experiencia sabe que esta teoría no siempre da buen resultado. Esto quiere decir, entonces, que la relación precede a la técnica y que la sesión de consejo misma dictará cuál es la mejor técnica, con una persona dada en un tiempo dado.

6.            No se sabe si hay una correlación directa entre la cantidad y el tipo de preparación del consejero y su éxito en el consejo. Por supuesto, se cree que hay tal correlación directa, y este libro ha sugerido que tal correlación existe. Sin embargo, no hay una verdadera forma de probar que sea así. Los estudios han demostrado que han obtenido mucho éxito esas personas designadas como “consejeros laicos”, cuya preparación es limitada.

Por cuanto hay tanto que no se sabe acerca del aconsejamiento, la empresa debe abordarse con mucha modestia. No debemos aferrarnos a opiniones preconcebidas; al contrario, uno debe estar dispuesto a despojarse de ellas en cualquier tiempo cuando la evidencia haya demostrado que no son correctas.

ALGUNAS COSAS QUE EL PASTOR CONSEJERO NO DEBE HACER

1.            No apure al consultante.

2.            No pida inmediatamente una aclaración en algún punto si el consultante está hablando libremente. El asunto puede aclararse después.

3.            No dé por hecho que la razón es más fuerte que la emoción en la persona que está pasando por una crisis.

4.            No busque información que no es necesaria o que no será usada.

5.            No se muestre escandalizado con ningún problema que se le presente.

6.            Procure no probarle al consultante que él está correcto o equivocado.

7.            No intente forzar al consultante a que acepte ciertos valores éticos o morales.

8.            No dé por sentado ni diga que usted sabe la solución de todos los problemas que le traigan.

9.            No dé por sentado que se espera que usted sepa la solución de cada problema que le presentan.

10.          No tenga miedo de recomendar al consultante algún consejero profesional si usted no puede ayudarle.

ALGUNAS COSAS QUE EL PASTOR CONSEJERO DEBE HACER

1.            Recuerde que el consultante le ha ofrecido una invitación de intimidad que requiere que usted aborde su problema con tanto tacto y competencia como se pueda.

2.            Reconozca que usted nunca debe traicionar la confianza que ha depositado esa persona en usted.

3.            Debe ser comprensivo, compasivo, e interesado en el consultante.

4.            Escuche mucho y hable poco.

5.            Debe estar atento a lo que se dice y a lo que no se ha dicho.

6.            Recuerde que la frustración de su feligrés ha causado en él una subjetividad que tiene que ser diluida por la objetividad de usted.

7.            Usted debe creer que su consultante es normal hasta que se convenza de que no lo es.

8.            Debe creer en la capacidad de usted de ayudarlo hasta que se compruebe lo opuesto.

9.            Busque conceptos torcidos acerca de Dios que su consultante pudiera tener.

10.          Mantenga un punto de vista bíblico del hombre.

11.          Debe estar alerta de los medios divinos que tanto usted como su consultante pueden usar.

7. Pre-Matrimonial

Aconsejamiento Pre-marital

No podemos aceptar ya más, como lo hemos hecho en el pasado, que el querer casarse constituye el mayor requisito para el éxito en el matrimonio. ¡Que tontería la de pensar que el matrimonio, la más compleja de las relaciones interpersonales, puede tener éxito simplemente porque dos personas están enamoradas y quieren vivir juntas!

Parece que nuestra sociedad y también la iglesia han escogido el ignorar la realidad asombrosa de lo que está pasando a la institución del matrimonio en nuestros tiempos. No hay necesidad de mencionar la sombría estadística que nos da el número de divorcios y separaciones que ocurren diariamente. Sólo es necesario que admitamos que esto existe para tomar pronto la posición de que algo ten­drá que hacerse para parar el momentum del creciente concepto de inutilidad del matrimonio que amenaza aplas­tar nuestra sociedad.

Los expertos en ciencias sociales nos han estado diciendo por décadas que no hemos tomado en serio la preparación para el matrimonio. Su mensaje ha sido en gran parte ignorado, hasta hace poco. Lentamente hemos principiado a oír lo que nos han estado diciendo, y, como sociedad, estamos haciendo algunos débiles esfuerzos hacia una mejor preparación de las personas para el matrimo­nio.

Por lo general, la iglesia no tiene un historial en este campo del cual pueda estar orgullosa. Ha llegado la hora de que la iglesia deje de razonar que “ha estado haciendo su parte” meramente con proveer personas (pastor, músicos, y otros más) que tomen parte en las ceremonias de matrimonio, y los sitios en que puedan efectuarse la boda y la recepción. La iglesia tiene que tomar en serio la preparación para el matrimonio e iniciar programas y medios de ayuda a las personas que están para casarse, a fin que aumenten las posibilidades de éxito.

PREGUNTAS QUE TIENEN QUE CONTESTARSE

El pastor a veces tiene que responder algunas preguntas de sentido moralético respecto al propuesto matrimonio de ciertas personas. A medida que se atarea en aconsejamiento pre-marital con personas antes desconocidas para él, se encontrará con situaciones que le harán pensar profundamente y orar con fervor para decidir si debe oficiar en ciertos matrimonios. Algunas de estas decisiones ético-morales tienen que ver con preguntas como: (1) ¿Debe casar a personas que no son cristianas? (2) ¿Debe casar a una persona cristiana con otra que no lo es? (3) ¿Debe casar a personas con credos muy diferentes? (4) ¿Debe casar a personas menores de edad cuyo matrimonio no está aprobado por los padres de ambas? y (5) ¿Debe casar a personas divorciadas? (6) ¿Debe casar a personas con deficiencia mental? (7) ¿Debe casar a personas de distintas razas? (8) ¿Debe casar a personas a quienes no ha aconsejado?

Claro que algunas de estas preguntas no son ético-morales en sí mismas, pero pueden dar lugar a implicaciones ético-morales. Cada pastor tendrá que hacer su propia decisión a la luz de su propia conciencia y razón, así como por la guía del Espíritu Santo y la Biblia y, en cierto sentido, por las direcciones de su propia denominación.

DIFERENCIAS ENTRE CONSEJO MARITAL Y PRE-MARITAL

Aunque hay mucha semejanza entre aconsejar a los matrimonios, y a los que quieren casarse, hay también al­gunas diferencias muy marcadas. Algunas de éstas son:

1.            El aconsejamiento pre-marital lo inicia general­mente el pastor, mientras que el aconsejamiento a los ca­sados lo inicia el feligrés. Algunos expertos no creen que el aconsejamiento pre-marital deba llamarse “aconsejar” porque uno de los mayores elementos del consejo no está presente, es decir, el sentido de necesidad de parte del consultante. La mayoría de los que vienen buscando consejo pre-marital no sienten que lo necesitan. La verdad es que la mayoría de las parejas están en un estado de tal deleite que la idea de herirse o de hacerse sufrir les es enteramente remota. El pastor tendrá que darse cuenta de que esta actitud militará en contra de la efectividad de su tarea de aconsejamiento. Muchas parejas verán el consejo pre­marital como un estorbo para los planes de la boda que tienen que terminarse. Esta actitud no debe detener al pastor en su trabajo. Es de vital importancia, aunque no lo consideren así muchos de los aconsejados.

2.            El aconsejamiento a los comprometidos recalca el aspecto cognitivo en tanto que aconsejar matrimonios recalca la dimensión afectiva. Debido a que muchos de los que vienen por consulta antes de casarse no están sufriendo (como las personas casadas y con problemas críticos) se sigue que las sesiones de consejo enfocan más bien el área de lo cognoscitivo-racional. En una crisis matrimonial, lo afectivo (los sentimientos, las emociones) militan contra lo cognoscitivo (la percepción, la razón); por lo tanto, es menester que el cambio de sentimiento preceda al cambio de manera de pensar. En el aconsejamiento pre-marital, generalmente no está presente la dimensión negativa afec­tiva, lo cual quiere decir que las sesiones pueden proceder sobre una base más razonable y real.

3.            El aconsejamiento pre-marital emplea el método directo más de lo que se usa en el consejo marital. Cuando el pastor aconseja a los solteros, toma una parte activa en el proceso. Tiene ciertas metas que desea lograr y tiene métodos específicos que emplea para alcanzarlas. El hace casi toda la plática. En situaciones pre-maritales él pre­senta un programa, mientras que en el consejo marital lo deja aparecer. En las consultas con los futuros esposos el pastor es, primero que nada, un maestro (uno que da información); y con los casados es, al principio, un alumno, (uno que recibe información).

METAS PARA CONSEJO PRE-MARITAL

Es menester que el pastor tenga metas generales y específicas para sus consultantes en la consulta pre-marital. Las metas generales incluyen lo siguiente: (1) Un en­tendimiento de lo que el matrimonio quiere decir dentro del cuadro de la verdad bíblica y la teología cristiana; (2) un entendimiento de los problemas que afectan a los casados en la cultura contemporánea; y, (3) un entendimiento del concepto cristiano del valor de la personalidad humana. A medida que el pastor trata con estos amplios conceptos, trata de ampliar la perspectiva del consultante sobre la importancia del matrimonio a la luz de sus raíces bíblicas e históricas, de las presiones especiales impuestas sobre los matrimonios en nuestro tiempo, y del punto de vista del cristianismo sobre el valor de las personas. Todas estas metas son de vital importancia para edificar una filosofía sana del matrimonio.

Las metas específicas tienen su centro en las siguien­tes áreas: (1) Un entendimiento de la percepción del papel de cada cónyuge, en el matrimonio futuro; (2) un entendimiento de lo que cada cónyuge espera que el papel del otro sea; (3) un entendimiento de cómo cada uno de los novios evalúa los puntos fuertes y débiles del otro; (4) un entendimiento de los puntos fuertes y débiles potenciales del matrimonio propuesto; y, (5) un examen cuidadoso de los problemas particulares que pueden resultar.

La meta esencial y práctica de todo consejo pre-mari­tal es doble: (1) Capacitar a las parejas a resolver algunos de sus problemas maritales antes que éstos principien; y (2) dar a las parejas un conocimiento y experiencia en el arte de comunicación tan necesario en la formación de una relación satisfactoria.

LOS VALORES DEL ACONSEJAMIENTO PRE-MARITAL

Hay muchos valores en el aconsejamiento pre-marital si el pastor lo hace cuidadosa y constantemente. Uno de estos valores es la satisfacción que le atrae a él personalmente. Siente que ha hecho algo para elevar la institución del matrimonio en una sociedad que hoy día considera tan despreocupada y descuidadamente. Claro que no hay pas­tor que por sí solo pueda cambiar esta actitud de la socie­dad, pero cada uno puede experimentar la satisfacción interna de saber que ha hecho su parte para cambiar esta actitud. Y tendrá también la satisfacción de saber que ha jugado una parte vital para ayudar a las parejas con las cuales trabaja, a formar sus matrimonio sobre un fundamento más fuerte que lo que ellos solos podrían hacer de otro modo.

Los valores del consejo pre-marital son muchos para lo futuros matrimonios. Uno de estos valores es la adquisi­ción de un mejor punto de vista de la naturaleza de la ins­titución del matrimonio, y de lo que significa el matrimo­nio dentro de la tradición cristiana. Desafortunadamente, muchas personas que están por casarse no han tomado el tiempo para estudiar el significado de esta relación, ni han evaluado seriamente las exigencias que el matrimonio hará de ellos. Y como hemos notado antes, la mayoría de las parejas en vías de casarse están al tanto sólo de dos cosas: (1) De que están enamorados; y (2) de que quieren pasar sus vidas juntos. Y aunque estos dos aspectos ten­drán que estar presentes si el matrimonio va a tener éxito, estos dos factores no garantizan por sí solos ese éxito. El considerar las implicaciones del matrimonio con una ter­cera persona permitirá a la pareja acercarse al matrimonio en una forma más apegada a la realidad.

Otro valor del consejo pre-marital es que le permite a cada cónyuge captar un mejor entendimiento de él mis­mo. Esto resulta cuando el pastor los ayuda a evaluar su propia personalidad, en términos de móviles, actitudes y carácter. Si se hace bien, el consejo pre-marital puede ser para cada cónyuge, un proceso de revelación propia con­forme su pastor le ayude a confrontar los niveles más pro­fundos de su propio ser. Y aunque este proceso puede ser doloroso, no tiene que amenazar al individuo, si éste sabe que su pastor está en verdad interesado en su bienestar, en el de su compañera y de su futura relación.

Un valor de gran importancia es el conocimiento que cada uno de los futuros cónyuges gana acerca del otro en el proceso de aconsejamiento. El pastor tiene que ayudar a ambos a adquirir un mejor entendimiento de los moldes de pensamiento de cada uno. Ellos quedarán sorprendidos de lo poco que saben de ellos mismos. Algunas parejas sienten que conocerse incluye sólo saber las fechas biográfi­cas de cada uno. Pero el perímetro de la persona va más allá de esta información real. Es posible saber todo acerca de la persona sin conocerla. En realidad, las dimensiones más grandes de lo que significa una persona están más allá de los límites de los datos biográficos. A través del examen experto, pero delicado, del pastor, los novios prin­cipiarán a ganar una mayor claridad de los límites de la personalidad del otro.

Otro valor práctico del consejo pre-marital es que las parejas pueden ver el valor del arte de la comunicación y experimentarla. Esto es la técnica que ambos tendrán que desarrollar si el matrimonio va a sobrevivir.

Y otro valor qué considerar es que esto ha puesto a la pareja en una mejor condición de evaluar su futuro matrimonio. En muchos casos, las parejas pronostican su futuro sobre bases de información incompleta o incorrecta. Pero al ayudar a las parejas a extender su caudal de conoci­miento de cada uno de ellos y de lo que es la relación del matrimonio, el pastor les permite establecer mejores bases sobre las cuales vaticinar cómo resultará su matrimonio.

Finalmente, un gran valor en el consejo pre-marital es que ayuda a las personas a determinar si en realidad están haciendo una buena decisión en cuanto a su matrimonio. Algunos quizás piensen que el consejo pre-marital viene muy tarde para impedir que se lleve a cabo un matri­monio infeliz. Sin embargo, en algunas ocasiones sí logra impedirlo, y lo hace mediante un proceso doble: (1) se pos­pone la boda, y después (2) se cancela el matrimonio.

Aunque no es la tarea del pastor el hacer cambiar a los novios de opinión en cuanto a casarse, sí es su deber ayudarles completamente a determinar si están listos para el matrimonio. Si después de su ayuda experta y gentil las personas ven que todavía no tienen una base adecuada para establecer un matrimonio, el pastor les ha salvado de indecible dolor y ansiedad.

A través del proceso de conversación con un consejero comprensivo, la persona puede descubrir los temores escondidos acerca de su compañero, que principian a salir. Comienza a ver a su novio o novia más objetivamente. Cierta joven, quien después decidió no casarse, encontró que en el proceso de conversación, algunos temores acerca de su novio principiaron a “salir”. Notemos la forma en que los descubrió.

—El no es persona orientada hacia individuos (ella sí lo era) sino hacia “cosas”.

—Me asusta porque es tan “voluble”.

—Es tan independiente que tal vez no me necesite.

Aunque no puede decirse que no hubiera tenido esta intuición sin el consejo, es probable que el proceso de acon­sejamiento le haya ayudado a ver lo que de otro modo no hubiera visto, y que la capacitó para cambiar su decisión a tiempo.

LIMITACIONES DEL CONSEJO PRE-MARITAL

Aunque hay muchos valores del consejo pre-marital, no hemos de dejar de mencionar algunas de sus limitaciones. Una de las más serias es que muchas personas están tan ciegas por el amor (o lo que ellas creen que es amor) que no pueden entrar en consejo pre-marital con el menor sentido, de objetividad. A las personas que están atrapa­das en esta “leve psicosis” no se les puede ayudar gran cosa, no le hace qué tan grande sea el grado de técnica o capacidad del pastor-consejero.

Los dos factores de tiempo y momento adecuado afec­tan seriamente el valor del consejo pre-marital en cualquier situación dada. Quizás el pastor no tenga el tiempo que necesita adecuadamente para la consulta adecuada con los futuros esposos. Y quizás esto sea por su mucho trabajo, o porque quizás las personas implicadas no le dan suficiente tiempo para aconsejarlas adecuadamente antes de la boda. El momento oportuno es otra cosa importante. Esto de ser oportuno tiene que ver con el punto preciso de la relación en que el pastor principia como consejero. Si la fecha se ha fijado, las invitaciones han sido enviadas, y los familiares que viven lejos están ya en camino para la boda, ¡es seguro que el pastor ya no puede hacer un tra­bajo serio en este caso! Y de seguro es muy improbable que ocurra la cancelación de la boda bajo estas circunstancias, aún si ambas partes tienen hondas dudas acerca del matri­monio. Se espera que la selección del tiempo para el consejo pre-marital se haga con bastante tiempo de anticipa­ción, para que el trabajo sea adecuado y pueda obtenerse bajo las circunstancias más ideales.

Otra limitación del consejo pre-marital, es que tiene tan poco valor para las personas que carecen de madurez. (La falta de madurez no se calcula por los años de vida. Hay personas que son jóvenes sólo una vez y otras que tienen falta de madurez toda la vida). Estas personas son incapaces para ver el matrimonio (o cualquier otra cosa) objetivamente. Cualquier problema que se les presente, rápidamente se lo quitan con la actitud y respuesta de “nosotros podemos arreglarlo”. (Un pastor sensible quizá tenga que determinar si ha de endosar una boda con su participación, cuando en los dos hay evidencias de falta de madurez).

METODO DE PROCEDIMIENTOS

El pastor que desea hacer un trabajo satisfactorio de aconsejamiento pre-marital debe pensar cuando menos en tres sesiones: (1) Una con la mujer; (2) una con el hombre; (3) una con los dos. En cada una de las sesiones el pastor desarrollará cuatro funciones principales: (1) Escuchar, (2) preguntar, (3) analizar, y (4) enseñar.

1.            Escuchar. Como en otros tipos de consulta, el pastor necesita oír lo que se dice y lo que no se dice. Solamente oyendo cuidadosamente, el pastor puede tener una vista interior válida acerca de los verdaderos sentimientos y re­laciones personales de su consultante con su futuro compa­ñero. Aunque el pastor quizás haga toda la conversación en esta situación, es imperativo que cuando él escucha, lo haga con tanta pericia que pueda obtener una información adecuada de datos precisos. Estos serán usados después al llevar a cabo la función de analizar.

2.            Preguntar. La destreza en hacer preguntas permite al pastor el tipo de información que necesita para ayudar a las personas a prepararse para el matrimonio. Las pre­guntas se dirigirán a los dos amplios campos de realidades y sentimientos. El campo de realidades tendrá que ver con aspectos como los de cómo se conocieron, qué tanto tiempo tienen de conocerse, qué tanto tiempo tienen de ser novios y cuándo planean casarse. Las preguntas entonces podrán cambiar a un nivel más profundo de sentimientos. Este campo tiene que ver con cuestiones como las verdaderas sensaciones del consultante acerca del matrimonio, las de­mandas de éste, su percepción acerca de su compañero como marido o esposa, y sus sentimientos acerca de su capacidad de ser compañero idóneo en el matrimonio.

El pastor no debe vacilar en preguntarles a sus consultantes cómo se sienten acerca de cada aspecto de la relación matrimonial, incluyendo cosas tales como dónde vivi­rán, en qué clase de casa, qué tantos niños quieren y a qué iglesia asistirán, si la esposa trabajará fuera del hogar (por cuánto tiempo, qué tanto ganará, y qué clase de trabajo tendrá), cómo usarán su tiempo libre, en dónde encontra­rán sus amistades, cómo desarrollarán sus relaciones sociales y qué piensan ellos acerca del trabajo de su compañero, y si tienen planes para seguir estudiando. Debe también examinar la actitud del futuro cónyuge hacia los familiares políticos, el dinero y el sexo. Y conforme el pastor escudri­ña los niveles profundos de los sentimientos de sus feligre­ses, obtiene la cantidad y tipo de información que necesita para proceder al análisis.

3.            Analizar. Después de que los datos se han seleccionado y analizado, el pastor está listo para una sesión combinada (o sesiones) con las parejas. En algunos casos habrá diferencia sobre cómo cada uno de los novios percibe ciertos aspectos de su futuro matrimonio. Estos son campos a los que hay que darles una atención cuidadosa, du­rante la sesión combinada. Es en este tiempo cuando los dos necesitan que se les enseñe la importancia de la comunicación. Y también proveerá una oportunidad para que ellos principien a desarrollar un nuevo y mejor modo de comunicarse sus sentimientos el uno al otro.

4.            Enseñar. Finalmente, el pastor principia la función de la enseñanza. La cantidad y el tipo de enseñanza que ha de hacerse, serán determinados por lo que el pastor ha descubierto en sus sesiones individuales de consejo. Los campos más amplios cubiertos en su enseñanza, incluirán el punto de vista cristiano del matrimonio, la condición del matrimonio en la cultura contemporánea, el uso respon­sable del sexo, las diferencias básicas entre la hombría y la feminidad (muchos sienten que entienden el sexo opuesto, pero en verdad no), y el arte de la comunicación. Como parte de su función de enseñanza el pastor debe prepararse a recomendar y prestar libros y artículos en áreas en que los futuros esposos necesitan entendimiento. Es también importante que el pastor señale el valor de un examen médico para la futura esposa, y tal vez para los dos.

CONCLUSIÓN

Un trabajo completo en consejo pre-marital quizás abarque más de tres sesiones, pero esto es el mínimo. Aun­que esto lleva mucho tiempo y es agotador, es menos que el aconsejamiento a los casados. Si el pastor hace bien su trabajo de consejero pre-marital, quizás se esté ahorrando ya sea para él o para algún otro consejero, otras sesiones de trabajo y aconsejamiento de matrimonio, más tarde. Por supuesto, el mayor significado de todo esto es que el consejo pre-marital ayuda a las parejas a formar la clase de relaciones que sean sólidas y satisfactorias.

8. Matrimonial

Aconsejamiento Matrimonial

Al pastor contemporáneo se le busca para varios tipos de aconsejamiento: religioso, social, personal, vocacional, educacional, pre-marital. Muchos ministros principiantes se molestan al darse cuenta de que el tipo de consejo para el cual están bien preparados—el religioso—no es el tipo de consejo para el cual son llamados más frecuentemente. Probablemente descubran que se les busca más para dar consejo en problemas matrimoniales y familiares que de cualquier otro tipo. Y esto les preocupa, porque ni su experiencia ni su educación los ha equipado para ministrar efectivamente como consejeros en estas áreas. No pocos desearán haber tenido sus títulos en psicología o sociología y aún los que recibieron esos títulos desean haber oído mejor y haber estudiado más. Con frecuencia sus ex-maestros en el seminario o universidad les oyen la queja: “¡Nunca soñé que las gentes tuvieran tantos problemas y que sus problemas fueran tan complejos! ¡Necesito ayu­da!”

Este capítulo tratará con algunos de los aspectos prin­cipales de esta clase de consejo. Se espera que le dé al lector cierta intuición e información al tratar con este tipo de aconsejamiento tan difícil pero que al mismo tiempo trae tantas recompensas.

PRESIONES DE LA SOCIEDAD SOBRE EL MATRIMONIO

De todas las relaciones interpersonales el matrimonio es la más compleja. Y lo es porque la dimensión efectiva de la personalidad está relacionada más en el matrimonio que en ninguna otra relación. No es una cosa sencilla para dos personalidades separadas y distintas el volverse una, al mismo tiempo que mantienen su identidad. El tratar de hacerlo en una sociedad que, por su misma naturaleza y valores, pone enormes presiones a las relaciones de matri­monio, complica más el problema. Estas fuerzas externas tienen su modo de introducirse en las relaciones de matri­monio, complicando así una situación de por sí tan delica­da y compleja. Algunas de estas presiones sociales son:

1.            El desgaste de los valores morales. Ya no hay una definición universal bien clara de moralidad. Hemos llega­do a un período como el de los jueces bíblicos cuando “cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 21:25). Para mi­llones de personas en la sociedad contemporánea, cosas como el adulterio, la homosexualidad, el aborto, y el divor­cio son asuntos sobre los que ellas tendrán que decidir—y su evaluación es final—si son correctos o no. Para ellos no hay normas universales y externas que gobiernen la con­ducta.

2.            La importancia que se le da al materialismo. Peter Marshall llamó al materialismo, “el anzuelo con la carnada de seguridad”. Emerson dijo: “El problema con el dinero es que cuesta mucho”. Parte de ese costo es la pérdida de la vida de un matrimonio que desesperadamente pero sin éxito insiste en pagar algo para lo cual nunca tuvo dinero y no debió comprar. La búsqueda de seguridad y el deseo por las cosas puede hacer que las personas den su atención y pongan valores en las cosas que pueden des­truir la relación matrimonial en vez de conservarla. Al matrimonio debe acercarse uno cualitativa y no cuantita­tivamente.

3.            La confusión de roles entre esposos. Esto es un re­sultado de que ya no hay una distinción bien clara entre el trabajo del hombre y el trabajo de la mujer. En millones de hogares hay dos que traen el “pan a la casa” en lugar de uno. Esto quiere decir que lo que una vez fue claramente el trabajo (y por tanto la autoridad y responsabilidad) de uno se ha convertido en la tarea compartida de ambos. Esto da por resultado que las parejas no saben el verdadero papel de cada uno y los niños no saben la verdadera actua­ción de sus padres.

4.            El valor que se le ha concedido a la juventud y a la atracción física. El hogar moderno está siendo continua­mente bombardeado por la prensa a través de los ideales gemelos de la sociedad: la juventud y la atracción física. El mensaje que transmite es que la persona “vieja” (mayor de 30 años de edad) y el feo (menos que bien parecido) no son deseables. Esto es lo que nos comunican los periódicos, revistas, carteleras, radio, televisión, y está afectando a los matrimonios modernos más de lo que ellos reconocen.

FUNCIONES DEL CONSEJERO MATRIMONIAL

1.            La primera función del consejero matrimonial es oír las angustias que los consultantes están sintiendo. En muchos casos estos dolores son intensos, de larga duración, y no se han expresado a una tercera persona. La razón por la cual el consejero necesita oírles, es que el consul­tante siente que su compañero no le ha oído verdaderamente. Los intentos de ser oído por su cónyuge no han dado resultado, y esto añade a su ansiedad y frustración. Cuando siente que su consejero está captando su mensaje y siente como él y con él, el consultante experimenta la catarsisque necesita para tratar su problema en forma más apegada a la realidad.

2.            Otra función del consejo matrimonial es la de clarificar los problemas. La mayoría de las personas que vie­nen al aconsejamiento, se dan cuenta de sus síntomas, pero no entienden que es lo que los produce. Una mujer casada y turbada me dijo: “Mi problema es que no sé cuál es mi problema”. A través del proceso de consejo se dio cuenta de su problema marital y cómo se había desarrollado.

3.            Una tercera función consiste en ayudar a entender los papeles de los cónyuges. En muchos casos de crisis marital, hay una zanja entre la percepción y la actuación del rol o papel de cada cónyuge, así como que hay también una zanja entre la expectación y la actuación de esos roles. La zanja entre la percepción del rol y la actuación del mis­mo es la diferencia entre como uno se ve a sí mismo y como actúa. La zanja entre expectación del rol y la actuación del mismo es la diferencia entre cómo piensa uno que su cónyuge debe actuar y cómo él se conduce de hecho. Por cuanto es difícil que uno vea la zanja entre su percepción de sí mismo y su conducta, siente que es mal interpretado si su cónyuge le señala esta discrepancia. Cuando los dos están así criticándose, ambos se sienten maltratados y frustrados.

4.            La cuarta función del consejo matrimonial es la de facilitar la comunicación. En vista de que el asunto de comunicación será discutido después en este capítulo, no trataremos de él aquí, excepto para mencionar que en la base misma de muchos desacuerdos maritales hay un pro­blema de comunicación.

5.            Una quinta función es la de estimular el cambio en percepción y conducta. No es suficiente que el consejero escuche quejas, que aclare problemas, que ayude en el entendimiento de actuaciones y ayude a facilitar la comunicación. También debe ayudar a motivar a las parejas tanto para pensar en una nueva forma de conducirse, como en una nueva forma de pensar. La motivación generalmente se obtiene, al menos en ciertos grados, cuando los senti­mientos se han expresado, cuando el problema se ve en una perspectiva clara y las líneas de comunicación se han abierto.

LA GUERRA Y EL CAMPO DE BATALLA

El matrimonio que principia como una conspiración para vencer el aislamiento y la soledad a través de un mutuo rendimiento, con frecuencia se deteriora en una guerra a fuego abierto. En los conflictos maritales es importante que el consejero distinga entre la guerra y el campo de batalla. Muchas cosas: el sexo, el dinero, los familiares po­líticos, la disciplina de los niños—pueden convertirse en campo de batalla, pero quizás ellos no sean la base del conflicto. Pueden ser las ocasiones, pero no las causas del conflicto marital. El porqué de la batalla tendrá que sepa­rarse de el dónde de la batalla. En la Segunda Guerra Mundial algunas de las batallas más feroces fueron pelea­das en islas que eran de poco valor en sí mismas. Las fuerzas opositoras estaban peleando, pero en realidad no por esas islas. Lo mismo pasa con frecuencia en los con­flictos maritales.

La mayoría de las parejas no saben la diferencia entre el conflicto básico y lo que ha causado la tensión. Y mientras ambos asuntos se confundan, no habrá ninguna solu­ción al problema. Una de las mayores tareas del pastor es ayudar a los dos a entender por qué hay un conflicto. Mientras la pareja y el consejero están examinando el campo de batalla no les será posible que puedan entender las razones de la guerra. Las razones de una guerra marital pueden ser limitadas, pero los campos de batalla en que están peleando son ilimitados.

EL PROBLEMA DE LA COMUNICACION

La causa más grande del conflicto marital es la falta de comunicación. Una y otra vez el consejero matrimonial escucha este tema: “No podemos hablarnos”. Hay muchas estrofas en este canto tales como:

“Ella nunca me dice lo que piensa.”

“El nunca me dice cómo se siente.”

“Yo no puedo entenderla. En realidad no la conozco.”

“Todo lo que me da es su silencio”.

“No nos entendemos.”

Una comunicación efectiva incluye tanto el envío como la recepción de mensajes. Pero la comunicación en los matrimonios debe ser profunda: debe ser también el envío y la recepción de sentimientos. En otras palabras, la comunicación tiene que ser racional y emocional. Cuando la co­municación incluye los hechos y los sentimientos facilita el entendimiento entre las dos personas. Una comunicación exacta servirá dos funciones básicas: (1) Revela “la posición” de las personas, y (2) facilita la adaptación al revelar la distancia entre ambas.

Siempre hay una zafia entre dos personas que han entrado en relaciones. El hueco se resuelve cuando las dos personas están decididas a hacerlo. A esto se le llama “ajuste”. El vacío puede cerrarse menos efectivamente cuando solamente una de las dos decide hacerlo. A esto se le llama “sumisión”.

La sumisión es con frecuencia sólo racional en naturaleza. Por cuanto no es ambas, racional y emocional, es de poca duración; o si lo resiste, lo hace a costa de cierto grado de pérdida de la dignidad de su persona de parte de quien es sumiso. Uno siente que está jugando un papel y su corazón no está en ello.

Es como aplaudir con una mano; es una frustración silenciosa.

La sumisión o condescendencia, por virtuosa que sea, no puede sustituir al ajuste. El ajuste se obtiene cuando las dos partes ven la distancia o zanja (porque en verdad se han comunicado), los dos ven la razón de la zanja, am­bos desean que ésta disminuya y los dos deliberada y gus­tosamente principian a acercarse el uno al otro. Así que los elementos de ajuste son dobles: racional (viendo la necesi­dad de un ajuste) y afectivo (queriendo ajustarse).

Lo siguiente describe la naturaleza de la falta de co­municación en el matrimonio. Imaginemos a una pareja en un gimnasio, en una noche obscura, con todas las luces apagadas, cada uno con calcetines o medias y con una mordaza en su boca. Seguramente, estas personas podrían pasarse toda la noche procurando encontrarse, y fracasan­do completamente en su intento. O si se “encuentran”, bien podría resultar en una dolorosa colisión. Algunos ma­trimonios operan sobre esta base. Los resultados son la frustración y la angustia.

Continuando con la ilustración, la comunicación “en­ciende la luz”, revelando el lugar exacto de cada uno, re­velando así la dirección que cada uno debe tomar para encontrarse. Una comunicación saludable no sólo revela la dirección que cada uno debe tomar, sino que también determina una distancia razonable que cada uno debe viajar para reunirse. La expresión, “el matrimonio es una pro­posición en que dos personas tienen, cada una, el cincuen­ta por ciento”, suena bien en teoría pero en su operación es defectuosa. Algunas veces el matrimonio será un 100 a 0, o 90 a 10, o 20 a 80, o 40 a 60. Las personas que gozan una relación de confianza no tienen necesidad de reunir o superar estadísticas de direcciones, y distancias.

Las necesidades emotivas duales de amar y ser amado son como el acto de inhalar y exhalar. Así como la vida física no puede sostenerse a base de inhalar solamente o exhalar, la vida emocional no puede sostenerse sólo con amar o ser amado. El proceso mutuo de enviar y recibir sensaciones positivas (amar y necesitar ser amado) forma personas fuertes y matrimonios sólidos. La cantidad de palabras no es un factor importante de la comunicación; lo que vale es la naturaleza y la calidad de la revelación de uno mismo.

Los problemas de comunicación pueden tomar varias formas: (1) Comunicación defectuosa, (2) comunicación negativa, (3) comunicación engañosa, (4) comunicación en un solo nivel, y (5) falta de comunicación (silencio).

1.            La comunicación defectuosa quizá resulte, ya sea por hablar sin claridad, u oír sin claridad. Algunas veces es el resultado de ambos. Un consultante le dijo a su con­sejero: “Mi esposa y yo no podemos comunicarnos. Nos enviamos mensajes pero no son oídos con exactitud”. El estaba en lo correcto a medias pues ninguno estaba ha­blando exactamente. Este problema de comunicación dual obró una crisis en su matrimonio, y los llevó con un consejero. Otra pareja, cuyo problema superficial era financiero, por la apuración de tener que pagar $160 en pagos mensua­les de casa con un salario de sólo $360, sufrió una crisis por una comunicación inexacta. Ninguno había querido com­prar la casa, pero ambos habían pensado que el otro la quería. Las ilustraciones sobre esta clase de problema de comunicación son interminables.

2.            Una forma seria del problema de comunicación es la comunicación negativa. Esto quiere decir que el hablar tiene como objeto destruir o lastimar a la otra persona.

Algunas veces las palabras se usan como cinceles para qui­tar algo de la personalidad de otra. El ser lastimado trae el deseo de vengarse. Por lo tanto se convierte en una pauta que tiene en sí las semillas de su propio fracaso. Este estilo de comunicación es en extremo difícil de cambiar y en muchos casos traerá la relación a un grado de crisis del cual quizás nunca se recupere. Generalmente, un cambio en este estilo de comunicación incluye un cambio de moti­vación, una hazaña que es muy difícil de llevar a cabo, aún bajo la dirección de un consejero hábil.

3.            La comunicación engañosa es un intento delibera­do de esconder los verdaderos sentimientos con mentiras, por ejemplo: hablando de amor, cuando no hay amor. Las personas que practican esta forma de comunicación pue­den hacerlo por varias razones, tales como: (1) Miedo de lastimar al otro; (2) miedo de enfrentarse a los problemas que resultan por la franqueza; y, (3) deseo de mantener el matrimonio intacto a la vez que se participa en una rela­ción ilícita. No todas las comunicaciones revelan; algunas ocultan. Esta forma de problema de comunicación es uno de los más serios porque le da al cónyuge datos incorrectos con los cuales trabajar. Cuando se revela la verdad, causa mucho daño porque la confianza, que es el cemento de una relación, se desintegra y el matrimonio se destruye.

4.            La comunicación de un solo nivel trata sólo con asuntos superficiales de naturaleza impersonal. Este es el tipo de comunicación que está presente en muchos, si no en casi todos los matrimonios. Las parejas quizá platiquen pero su plática nunca revela cómo se sienten en verdad, particularmente el uno con el otro. Un consejero le dijo a dos cónyuges cuando se retiraban de la oficina: “Un día de estos quizá lleguen a conocerse”. Cuando regresaron una semana después, la esposa dijo: “He pensado toda la sema­na acerca de lo que usted nos dijo cuando estábamos sa­liendo. Me doy cuenta de que en verdad usted tenía razón—nosotros todavía no nos conocemos uno al otro”. Sus diez años de matrimonio se habían caracterizado por mu­cha plática, que nada decía. Su comunicación de un solo nivel se había centralizado en lo externo e impersonal. El nivel más profundo de comunicación trata con asuntos de naturaleza personal e interna. A través de esta última uno se demuestra, se descubre uno mismo al otro, al revelar sus sentimientos. El pastor necesita enseñar a sus consul­tantes cómo participar en un nivel más profundo de comu­nicación.

5.            La falta de comunicación o incomunicación (silen­cio) es una forma de comunicación que bien puede ser pa­siva o agresiva. El silencio de incomunicación puede “de­cir” muchas cosas tales como: (1) “Yo no puedo hablarte”; (2) “tengo miedo de hablarte”; o (3) “no quiero hablarte”. Estas no son comunicaciones saludables. Las parejas que no se hablan están viviendo juntas como en una celda de incomunicados. Viven juntos y separados. Quizás vivan bajo el mismo techo, duerman en la misma cama, y coman a la misma mesa, pero esto es solamente un compañerismo geográfico. Y conforme las capas del silencio se acumulan más y más altas, las parejas se conocen menos y se quieren menos. En la pared de la oficina de cierto consejero hay un anuncio que dice: “Las Personas se sienten solas porque hacen paredes en lugar de puentes”.

El mejor servicio que un pastor puede rendir a perso­nas en conflicto marital es ayudarlas en el proceso de una comunicación adecuada. Necesitará enseñarles el calor de la franqueza y ayudarlos a experimentar algunas de las recompensas de la franqueza. Hay una clase de franqueza sin limitaciones que no es deseable; aun la franqueza nece­sita direcciones. Estas direcciones son: (1) Propósito (el objeto de franqueza en una situación dada); (2) modo (el método que se ha de usar para obtenerse el propósito); y (3) el tiempo oportuno (el tiempo apropiado para usar la franqueza respecto al asunto). Cuando la franqueza se gobierna por estos tres criterios resultará en una relación más y más satisfactoria.

METODO DE PROCEDIMIENTO

Cuando ambos cónyuges en un matrimonio desean buscar aconsejamiento, el pastor tiene varios caminos que puede escoger en cuanto al procedimiento: (1) Puede ver a los dos juntos; (2) puede verlos individualmente; o (3) también puede verlos usando una combinación de ambos. Hay algunas situaciones que hacen necesario que las entre­vistas sean separadas, pero hay mucho de ventaja en el uso del método de comunicación. Un caso típico de aconsejamiento matrimonial incluyendo digamos, seis sesiones para cada uno, puede ser como sigue: en la primera y la última sesión el pastor verá a los dos cónyuges juntos; en las sesiones dos hasta la quinta debe verlos separados. Este método le ayuda a ver (en la primera sesión) cómo ha afectado la crisis a cada uno, cómo se relacionan y reaccio­nan el uno al otro, quién es más dominante y quién es más pasivo, quién puede comunicarse mejor y quién puede oír mejor.

Al ver a los cónyuges por separado, el pastor reúne nuevos datos que analiza a la luz de la primera reunión en que los vio juntos. A medida que el aconsejamiento conti­núa, el pastor se vuelve más activo en el proceso, dando información, compartiendo intuiciones, ofreciendo suge­rencias y evaluando el progreso de cada uno.

Cuando se ve a los dos cónyuges juntos en la última reunión, el pastor ya puede juzgar el adelanto que han he­cho y también notar las áreas débiles que necesitan todavía su atención. Reforzará las ganancias y ofrecerá direc­ción en las áreas que necesitan ser fortalecidas. Viéndolos juntos en la última reunión le da también la oportunidad de ver cómo se están relacionando y comunicando entre sí.

El proceso de aconsejamiento marital se vuelve muy complicado si el pastor sólo puede ver a un cónyuge. (Algu­nas veces uno de los dos rehúsa buscar consejo). En tal situación, el pastor no ve todo el cuadro del problema marital porque está viendo solamente un lado de él. El nece­sita darse cuenta de que el cónyuge que busca aconsejamiento, inconscientemente si no es forma consciente, presenta un punto de vista deforme de lo que sucede en su matrimonio. El pastor debe también aclarar al cónyuge consultante, debido a esta circunstancia, que él debe hacer lo mejor de su parte para efectuar un cambio.

Algunas veces un compañero recalcitrante cambiará de opinión respecto a recibir aconsejamiento, si ve que su compañero es sincero en hacer que su matrimonio mejore. Esto es especialmente cierto cuando ve que suceden algu­nos cambios de actitud y conducta en su esposo o esposa. Algunas veces, un cónyuge que no quiere recibir consejo puede ser animado por su pastor para buscarlo. Quizás una visita personal o una llamada por teléfono sea todo lo que él necesita para ayudarle a ver su necesidad de tal ayuda. Si el pastor se presenta ante la persona como un amigo interesado y no como una persona de autoridad, estará en mejor condición de recibir la cooperación que busca. Sin embargo, el pastor debe tratar el caso de tal manera que el cónyuge encuentre fácil aceptar o rechazar el ofrecimiento de sus servicios.

CONCLUSION

Algunos problemas maritales son como un apéndice inflamado, capaz de matar, pero relativamente sencillo para operar. Habrá otros problemas de tanta profundidad y tan severos que el pastor no podrá tratarlos. Esto quiere decir que necesitará recomendarlos a un consejero profesional, un psicólogo, o un psiquiatra. El pastor necesita reconocer esta ayuda y no sentirse fracasado por su incapa­cidad para ayudar a ciertas personas. Y si esto le da algún consuelo, debe darse cuenta de que algunos problemas maritales, están aún más allá de la técnica de los mejores profesionistas. Por tanto, aunque quizá se sienta triste de que no pudo ayudar en algún caso, no debe avergonzarse por esta incapacidad. Estos fracasos deben de animarle a continuar estudiando acerca del consejo, para que sus conocimientos se amplíen y su destreza aumente.

9. Juventud

Aconsejando a la Juventud

Para aconsejar a los adolescentes no se necesita la aplicación de un juego especial de técnicas; sino más bien, la adquisición de algo que podemos describir como un juego especial de entendimientos. La diferencia está en el punto de conocimiento, no pericia o destreza. Antes de que un pastor pueda ayudar a los adolescentes debe entender­los. Este conocimiento se centraliza en la naturaleza y características de la adolescencia. La secuencia para aconsejar a la juventud es: (1) Entenderlos; y (2) relacionarse con ellos; y (3) ayudarles.

PROBLEMAS DE LA JUVENTUD

Hay algunos problemas principales que el adolescente tiene al hacer su transición de la falta de madurez a la madurez; algunos de ellos, peculiares a nuestro día. El pastor debe tener entendimiento de estos problemas. Algunas de las situaciones más grandes a las que se enfrentan los jóvenes al dejar atrás la infancia y entrar a la edad adulta, son:

1.            Ganando su independencia del hogar. La emancipación del hogar es muy dura, tanto para los padres como para los adolescentes. En un grado u otro, cada joven lucha por su independencia. Esto es lo que quiere más que ninguna otra cosa y está dispuesto a pagar cualquier precio para ganarla. Sin embargo, no se mueve en un constante progreso hacia la independencia. De hecho, el joven que en una ocasión es extremadamente independiente, de un momento a otro retrocede a un modo de conducta dependiente.

Un joven quiere ser tratado como adulto aunque no se porte como tal. Algunas veces los jóvenes asumen actitudes irrazonables y actúan en forma también irrazonable para afirmar su independencia. En fin, quizá hasta asuman una actitud rebelde. Generalmente, la rebeldía sirve dos propósitos: (1) Convence al mundo adulto de que el joven es independiente; (2) convence al joven mismo de que es independiente. Una persona joven pondrá a prueba los límites de la autoridad. Consciente o inconscientemente procurará fijar los límites dentro de los cuales él tendrá que vivir.

Lo más interesante del asunto es que los jóvenes respetan la autoridad contra la cual protestan. Aunque a la mayoría de los jóvenes no les gusta vivir bajo autoridad, se sienten inseguros si la autoridad no está allí. Un joven que cursaba su primer año en la universidad, y quien pertenecía a una familia con trece hijos, expresó su frustración de que no tenía metas algunas que alcanzar impuestas por sus padres. Los hijos podían hacer lo que quisieran, ir donde quisieran, y observar las horas que quisieran. Esto le dio un gran sentido de inseguridad y confesó que envidiaba a sus amigos cuyos padres ponían límites en su conducta. Dijo: “¡Si tan sólo mis padres me hubieran dicho no a mí!” Pero por extraño que parezca, este mismo joven que deseaba esa clase de autoridad, habría protestado y se habría opuesto a ella si hubiese existido.

El pastor tiene que aprender a confiar en los jóvenes. Si no confía en ellos, en alguna forma ellos se darán cuenta de este sentimiento de desconfianza, y al mismo tiempo entenderán que él los ve como niños, y no como adultos. Encontrará que es más sabio hablar sobre los asuntos con los jóvenes, en vez de simplemente decirles qué hacer. El hablar con ellos los hace sentirse adultos; el decirles les hace sentirse niños.

La lucha por la independencia es una crisis por la que los jóvenes tienen que pasar y es una lucha con la que tienen que tratar. Esto quiere decir que sus modos de ser y su carácter cambiarán rápida y drásticamente. El pastor que quiere relacionarse con el joven necesita entender sus caprichos, aceptarlos y no ser indebidamente fastidiado por ellos.

2.            Ganando posición en el grupo. La aceptación de sus compañeros, para el adolescente, es más importante que la aceptación de cualquier otro grupo. Para el adolescente sólo un grupo vale la pena: el de sus compañeros. Esto, a veces desespera a los padres, a los maestros, a los obreros en la iglesia, y a los pastores. Los jóvenes están de tal manera preocupados por la aprobación de sus amigos que tratan de hacer todo lo que puedan para recibir su aceptación. Hablará como ellos hablan, se vestirá como ellos y actuará como ellos. El joven siente constantemente que necesita la aprobación social, y se esfuerza por obtenerla. Si no la obtiene, se opondrá al grupo porque siente que el grupo lo ha rechazado. Cuando se separa del grupo puede tomar varios pasos: (1) Tal vez se retire de todas las relaciones sociales; (2) quizá tome una actitud de indiferencia—“no me importa”; o (3) tal vez adopte una conducta demasiado agresiva.

El ser aceptado por el grupo tiene beneficios muy específicos. Le da seguridad al joven y un sentido que allí “pertenece”. Le ayuda a desarrollar técnicas sociales. Le da un refugio del mundo adulto, que él considera opresivo, injusto y hostil. Algunas veces la actuación del pastor será ayudar a los jóvenes a aprender técnicas sociales, para que tengan la satisfacción de ser aceptados por su grupo. Algunas ocasiones puede ayudar a los jóvenes a vencer características que su grupo rechaza. Además, si el pastor sabe qué tan importante es el grupo para sus jóvenes, hará todo esfuerzo posible por desarrollar un clima de interés en ellos que los atraiga a su iglesia. Una demostración de interés en ellos traerá muchos jóvenes nuevos a la amistad del grupo y conservará a los que ya están en él. El pastor o el director de jóvenes evitará que se principien a desarrollar “grupitos” que excluyan a los recién llegados. Formará un grupo fuerte de jóvenes en su iglesia que se volverá el grupo más importante para cada uno de los jóvenes en su iglesia.

3.            Usando el tiempo de ocio. Los jóvenes algunas veces tienen más tiempo de lo que necesitan y del que pueden usar sabiamente, especialmente durante las vacaciones. Necesitarán ver el valor de participar en pasatiempos adecuados o en actitudes de recreación sana, o desarrollar intereses nuevos, y usar su tiempo para servir a Dios y a la iglesia. Si los jóvenes están inactivos, se fastidiarán. Esto les da oportunidad de usar el tiempo mal y abre las puertas para que participen en actividades indeseables. Si la iglesia insiste en que la juventud evite esta conducta—y debe hacerlo—tendrá también que asumir la obligación de ayudar a proveer substitutos adecuados y alternativas atractivas para sus jóvenes.

Pero hay algunas implicaciones que resultan de esto: (1) La iglesia tiene que proveer oportunidades adecuadas de recreación bajo la dirección de líderes de la juventud interesados y dedicados; y (2) debe también proveer oportunidades de servicio cristiano para sus jóvenes. Los jóvenes pueden ayudar invitando, visitando la comunidad, distribuyendo literatura, y trabajando en las escuelas bíblicas vacacionales. También pueden ayudar en proyectos de trabajo en la iglesia. La iglesia debe ver estas actividades de sus jóvenes como un ministerio, y no meramente como algo para mantenerlos ocupados. La meta no es simplemente evitar que los jóvenes se metan en dificultades; también hay que ayudarles a ser parte del ministerio de la Iglesia de Jesucristo. La iglesia debe también estimularles a compartir en los programas de campamentos de verano e institutos.

4.            Ganando independencia financiera. No es fácil para algunos jóvenes hacer la transición de una persona que recibe dinero a una persona que lo gana. Algunos nunca hacen esta transición. Sin embargo, todos quieren hacerlo y tarde o temprano ganan su independencia financiera, pero no antes de experimentar muchos conflictos tanto ellos mismos como con sus padres. Generalmente, la independencia financiera que los jóvenes obtienen viene más tarde de lo que los padres desearían. El ganar la independencia financiera tiene que ver mucho con las metas de uno. Un joven que nunca ha demostrado mucho interés en trabajar, de un momento a otro principia a hacerlo si tiene cierta meta específica, tal como desear sacar a una señorita, comprar un automóvil, ahorrar para su educación o querer casarse.

5.            Seleccionando una vocación. La selección de una vocación es una meta de largo alcance en que los jóvenes necesitarán ayuda. Ellos se ven forzados a pensar en su vocación futura por las presiones de los adultos, especialmente en el hogar y en la escuela. El deseo de emancipación del hogar demanda que piensen en cómo prepararse para una vocación. También, el deseo de casarse los obliga a pensar en esta forma.

Escoger una vocación es una decisión tremenda. ¿Qué trabajo haré? ¿Qué tal me gustará? ¿Qué tanto me pagarán? y, ¿Me ascenderán? ¿Es importante? ¿Estaré satisfecho? ¿Es ésta la voluntad de Dios para mi vida? Todas estas preguntas, y muchas más, crean una especie de crisis de identidad en el joven, porque no puede pensar en su futuro vocacional sin pensar en términos de su concepto de sí mismo. Y mientras examina las muchas alternativas que ante él se presentan teóricamente, tiene que evaluar sus propios talentos y habilidades, para decidir si algunas de estas alternativas le están automáticamente veladas. Esto crea una gran crisis para las personas jóvenes. En el proceso de llegar finalmente a escoger una vocación o profesión, tendrán que haber hecho muchas decisiones previas y temporales.

El pastor tiene que ayudar a sus jóvenes a ver que aunque no hayan sido llamados a ser ministros, misioneros o profesores en algún instituto bíblico, Dios todavía es el dueño de sus vidas y ellos deberían considerar su decisión de vocación basados en lo que sea la voluntad de Dios para ellos.

6.            Preparándose para el matrimonio. La adolescencia es el tiempo cuando los jóvenes desarrollan sus intereses hetero-sexuales. La pubertad viene más temprano en las niñas que en los niños, y socialmente las jovencitas maduran también más pronto que los muchachos. En este tiempo (de la pubertad) ambos sexos manifiestan más interés por el sexo opuesto. Quieren estar juntos pero no saben cómo relacionarse entre ellos. La adolescencia por tanto, es un campo de preparación para relaciones hetero-sexuales y un período de preparación para el matrimonio. A medida que se desarrolla el interés entre el joven y la señorita, los jóvenes tienen muchos “amores”. Esto quiere decir que experimentan muchas alegrías y muchos dolores.

La iglesia necesita estar alerta a la gran transición por la que los jóvenes pasan durante el tiempo de la adolescencia. Puede hacer una gran contribución a los jóvenes y a sus padres al ofrecer programas sólidos de educación sobre lo que es la vida de la familia. La iglesia necesita también enseñarle a sus jóvenes el punto de vista cristiano del sexo, que completa el cuadro del sexo biológico que ellos reciben en las escuelas públicas. La iglesia también necesita hacer todo lo que pueda por formar hogares cristianos sólidos para que los jóvenes vean una demostración de lo que quiere decir vivir juntos en un amor verdadero bajo la soberanía de Cristo.

7.            Llegando a una filosofía. Una filosofía para la vida tiene que ver con los valores principales que la juventud adquiere. Y éstos se convierten en el centro alrededor del cual giran sus vidas. Usando otra imagen, una filosofía de vida se vuelve un cuadro en el cual el joven pone el retrato de su vida. Y la iglesia puede y debe hablar sobre este importante tema. La iglesia debe desafiar a los jóvenes para que sean cristianos verdaderos en sus actitudes y reacciones, tanto como en experiencia personal religiosa. Tiene la responsabilidad de revelarles a los jóvenes la realidad de Dios, el deseo de El de trabajar en ellos, de sus planes para ellos y los derechos de Cristo sobre ellos.

CARACTERISTICAS DE LOS ADOLESCENTES

1.            Son sensibles. Esto quizá sea por varias razones, muchas de ellas relacionadas con características físicas tales como: manchas en la cara causadas por el cambio de la química del cuerpo; cierta brusquedad de movimientos que se debe a que han crecido más rápidamente que la capacidad de sus músculos de coordinar los miembros del cuerpo, y por la falta de desarrollo o el desarrollo demasiado rápido del cuerpo. A través de la prensa y otros medios de comunicación, la juventud recibe el concepto cultural de un cuerpo ideal, con el cual compara el suyo. La diferencia entre lo ideal y lo real es devastador para muchos jóvenes, y los hace extremadamente sensibles.

Los jóvenes son también sensitivos porque saben que les falta destreza interpersonal. Sus compañeros, especialmente los del sexo opuesto, son más importantes para ellos pero no saben qué hacer para ganar su aprobación.

Los jóvenes son también sensitivos porque no se comprenden a sí mismos. No sólo son un enigma para los adultos; son un crucigrama para ellos mismos. Los cambios en su cuerpo, en sus emociones, y en sus ideas han sucedido tan rápidamente que ellos se dan cuenta de que viven con un yo que ya no conocen.

Todo esto quiere decir que frecuentemente es muy difícil entender a los jóvenes, y por lo tanto es difícil saber cómo relacionarse con ellos.

2.            Son impulsivos. Los jóvenes están experimentando grandes cambios emocionales así como físicos. Se inclinan a abordar la vida emotiva y no racionalmente. Esto quiere decir que su conducta será un tanto irregular y voluble, porque reaccionan demasiado pronto a lo inmediato. Su inseguridad les hace adelantar conclusiones. No están seguros de lo que creen, pero lo que sea que creen en ese momento, lo creen con mucha convicción. Sin embargo, una creencia firme de un día es descartada al siguiente día por otra de la que se sienten tan seguros como con la anterior.

3.            Son idealistas. Su idealismo les hace desear un mundo perfecto, un gobierno perfecto, una escuela perfecta, una iglesia perfecta y un hogar perfecto, todos éstos dirigidos por autoridades también perfectas. En fin, los jóvenes desean una vida perfecta y personas perfectas. Cualesquier cosa que no sea perfección la clasifican como “falso”. Los adolescentes rechazan lo que es o parece ser falso. Desilusionados por la realidad, frecuentemente viven o participan en fantasías más aceptables a su sentido de idealismo.

4.            Se sienten inseguros. Por cuanto un adolescente no sabe por que se siente de ese modo, o por qué obra de ese modo, experimenta una enorme inseguridad. Su búsqueda de identidad personal ha sido un desastre; así que los límites de su ser están opacos. En pocas palabras, no sabe quién es él. Esto le produce ansiedad, y lo hace sentirse más inseguro. El quizás se ponga muchas máscaras para esconder su inseguridad, tales como presunción, orgullo, atrevimiento, extremada agresividad, e indiferencia, pero detrás de la máscara hay un espíritu asustado, en busca de un yo.

George Lawton ha captado la actitud adolescente y expresado la esperanza del adolescente en las siguientes normas:

1.            Queremos a alguien a nuestro lado, no encima de nosotros.

2.            Hacednos sentir que somos amados y que nos necesitan.

3.            Preparadnos para la vida mediante una firmeza cariñosa.

4.            Criadnos de tal modo que no os necesitemos siempre.

5.            Tratad de que vuestras palabras y vuestras acciones digan lo mismo.

6.            Procurad no hacernos sentir inferiores.

7.            Decid, “¡qué bien!” cuando hacemos algo bien hecho.

8.            Demostrad respeto por nuestros deseos aún cuándo no estéis de acuerdo con ellos.

9.            Dad respuestas directas a las preguntas directas.

10.          Demostrad interés en lo que hacemos.

11.          Tratadnos como si fuéramos normales, aún cuando nuestra conducta os parezca un poco rara.

12.          Enseñadnos mediante vuestro ejemplo.

13.          Tratadnos a cada uno como Una persona diferente.

14.          No esperéis que seamos jóvenes demasiado tiempo.

15.          Necesitamos diversión y compañerismo.

16.          Hacednos sentir que nuestro hogar nos pertenece.

17.          No os riáis de nosotros cuando usamos la palabra “amor”.

18.          Tratadnos como asociados jóvenes en una empresa.

19.          Haced de vosotros un adulto con el cual un niño puede vivir.

20.          Preparadnos para vivir nuestras vidas y no las vuestras.

21.          Dadnos el derecho de una voz principal en las decisiones de nuestras vidas.

22.          Dejadnos cometer nuestros propios errores.

23.          Permitidnos los fracasos o yerros de hijos normales—así como nosotros permitimos vuestros fracasos o yerros, como padres normales.

Si el pastor entiende los problemas que los jóvenes confrontan así como las características de la personalidad adolescente, tendrá las bases para entenderlas y relacionarse con ellos que de otra manera no tendría. El pastor que desea dar una dirección adecuada a la juventud de su iglesia, debe tratar de aprender más acerca de la adolescencia en general, y más cerca de sus jóvenes en particular. Tratará de mantenerse a sí mismo y a su iglesia en contacto con las necesidades de los jóvenes, nunca asumirá una actitud de condescendencia hacia ellos. Frecuentemente se reirá con ellos pero nunca de ellos. Tratará de proveer un modelo tal de liderismo, tanto en él como en sus obreros laicos jóvenes, que los jóvenes respeten y quieran imitar. Debe ver a los jóvenes como un segmento vital de su iglesia, y tratará de traerlos a una relación personal con Cristo. Utilizará la energía y los recursos de sus jóvenes en el cumplimiento de la misión de la iglesia.

Las siguientes son hipótesis que ameritan una consideración seria del pastor que quiera entender a sus jóvenes y relacionarse con ellos.

Hipótesis No. 1: Los jóvenes, en todas las capas socio-económicas, toman mucho más en serio la búsqueda de su fe de lo que nosotros hemos dado por sentado.

Hipótesis No. 2: El ministrar hacia otros, la vida y obra de servicio, es de mucho más valor para los jóvenes de lo que nosotros suponemos.

Hipótesis No. 3: En nuestra sociedad cambiante y fluctuante, se necesitan nuevas y más flexibles formas y áreas de ministerio juvenil.

Hipótesis No. 4: Hay mucho más interés de parte de la juventud de comunicarse con los adultos (incluyendo a los padres) y de cooperar con ellos de lo que se ha creído.

Hipótesis No. 5: Aunque los jóvenes son la iglesia en misión, tienen necesidades especiales que la iglesia no debe menospreciar.

Como dijimos al principio de este capítulo, el aconsejar a los adolescentes no requiere la aplicación de un juego de técnicas. Más bien, requiere la adquisición de una comprensión profunda de la naturaleza de la adolescencia. Si el pastor demuestra tal entendimiento, sus jóvenes lo sentirán, lo apreciarán y vendrán a él buscando dirección y consejo.

Al pastor que entiende a sus jóvenes, ellos le concederán el desafío y la responsabilidad de ayudarlos a hacer lo que se llamaría las tres más grandes decisiones de la juventud— una misión, un cónyuge y un Amo: algo que hacer, alguien a quien amar, y Alguien a quien servir.

10. Referencias

Cuándo y Cómo Acudir a un Profesional

No es posible que el pastor tenga respuestas para to­dos los problemas que se le presentan durante el curso de su ministerio pastoral. Feliz es el pastor que reconoce que no se avergüenza por su falta de entendimiento, porque los muchos dilemas que su gente confronta son muy amplios y variados. El pastor que acepta sus limitaciones sin sentirse derrotado por ellos es una persona madura que está libre de la formidable labor de procurar ser lo que no es. El pastor maduro puede admitir ante una persona que él no tiene todas las respuestas a su problema sin sentir vergüenza o un sentido de inferioridad.

Aunque no se espera que el pastor tenga todas las res­puestas a los problemas humanos, se espera que sepa cómo ayudar a sus feligreses a encontrar la solución de sus problemas. A veces hará esto al recomendarles que acudan a otra persona. Este es el proceso de proveer a los feligreses información acerca de dónde encontrar ayuda y poner los medios para que la reciban. En todas las comunidades hay medios disponibles que pueden ser de una gran ayuda a las personas que la necesitan.

Algunas de las personas a quienes se les puede reco­mendar son: médicos, licenciados, consejeros, psicólogos, psiquiatras y trabajadores sociales. Cada uno de estos es un experto en su campo y sus conocimientos y técnica de­ben ser utilizados cuando sea necesario. Otros medios de ayuda son agencias de la ciudad, del municipio y del esta­do, agencias de servicio social, clínicas y hospitales. El pastor debe conocer los recursos de la ciudad, de la provin­cia, región y del estado disponibles para sus feligreses, para que sus servicios sean utilizados cuando se necesiten.

Muy al principio de cualquier pastorado el ministro debe hacer un inventario de los recursos de referencia disponibles, para que así pueda hacer las recomendaciones en forma inteligente cuando sea necesario.

En la mayoría de los casos el asunto de hacer recomen­daciones es más o menos sencillo, siendo que los problemas de los feligreses, aparte de los de índole religiosa, pertene­cerán más bien al campo de otra persona profesional, tal como un médico o un licenciado. Sin embargo, dada la naturaleza compleja de la enfermedad mental, esto no es así en lo que se refiere a una recomendación a un psiquia­tra. Y en vista de que esta es decisión difícil que lleva en sí muchas implicaciones profundas, le daremos a este asunto atención especial y cuidadosa.

LAS REFERENCIAS A UN PSIQUIATRA

La siguiente es una definición representativa y des­criptiva de una referencia al psiquiatra por los pastores, que generalmente sería aceptada por escritores en el cam­po de aconsejamiento pastoral:

La recomendación debería ser la iglesia buscando ayuda especializada en su ministerio a la persona como un todo. Es enteramente obvio que en el proceso de terapia… el papel de la religión como una fuerza positiva se vuelve algo intensa­mente pertinente mientras el ministro y la iglesia toman su lugar en una relación vital con el psiquiatra y con el hospital respectivamente.

Esta definición de referencia ve a la persona como un todo, reconoce que el pastor es incapaz por sí solo, de ayudar a la persona, que el psiquiatra se vuelve un aliado de la iglesia, y que la relación pastor-feligrés continúa durante y después del tratamiento del psiquiatra. Hay que tener presente esta definición de referencia mientras continua­mos con esta discusión.

Sin duda alguna, el pastor ocupa una posición clave en relación al asunto de la enfermedad mental. La pregunta no es si tiene un papel que jugar en este problema; por lo contrario, es asunto de qué tan bien lo ejecuta. El pastor, por la misma naturaleza de su actuación, entra en las más importantes situaciones en la vida de muchos de sus feli­greses—al nacer, casarse, en la muerte, así como en otros eventos cruciales. Esto incluye también la crisis de enfer­medad mental, que muchos confrontan hoy día.

Laycock dice que el clérigo quizá tenga un papel en ayudar a la persona enferma mentalmente a aceptar la necesidad de un tratamiento, confiar en las autoridades bajo cuya responsabilidad ha sido admitida y entender algo de la naturaleza del tratamiento que se le da. Muchas veces el pastor funciona como consejero a los familiares del enfermo, más que con el futuro paciente. Cuando esto sucede, el aconsejamiento pastoral su vuelve más bien asun­to de dar información. Laycock sugiere que en este caso los familiares necesitan ayuda en darse cuenta de lo si­guiente:

(a) que la enfermedad mental es una enfermedad como cualquiera otra, y que afecta a más personas que la totalidad de las que son víctimas del polio, las enfermedades de corazón, y el cáncer; (b) que la enfermedad mental no es una sola enfermedad, y que se expresa en muchas formas; (c) que la en­fermedad mental no se hereda necesariamente, y que los fac­tores constituyentes de la enfermedad mental no son bien conocidos; (d) que la enfermedad mental no ataca sin previo avi­so—que, aunque quizá sea precipitada por una crisis tal co­mo un revés financiero o la pérdida de un ser querido, esto es sólo el tiro de un gatillo; (e) que la enfermedad mental puede tener un tratamiento, y que el número de los que han sido dados de alta en los hospitales mentales ha estado creciendo rá­pidamente con los nuevos métodos de tratamientos; y (f) que la enfermedad mental no es ya más una desgracia o vergüen­za para el individuo y la familia, como tampoco lo es cuando un miembro de la familia se enferma de pulmonía, del corazón o de cáncer.

Clinebell dice:

En relación a una persona psicótica su actuación (del ministro) es la de: (a) Reconocer la dificultad como enfermedad mental; (b) dar auxilio a la persona para encontrar ayuda de un psiquiatra; (c) mantener una relación de apoyo pastoral durante el tratamiento como paciente externo; (d) y mantener una relación estrecha y estar disponible para aconsejamiento durante el período de ajustamiento que sigue al tratamiento.

Ese autor dice que, como hay muchas gentes que con­fían en el criterio del ministro y vienen a él espontánea­mente cuando los atacan sus problemas, él está en una posición estratégica para ayudarlos a encontrar ayuda competente y especializada. Añade que “una recomen­dación sabia es uno de los servicios más significativos que pueda darle a un feligrés que está sufriendo”.

Y sea que el ministro trate con un futuro paciente mentalmente enfermo o con la familia de esa persona, el pertinaz problema que se le presenta es el de saber cuándo recomendarlo para recibir ayuda psiquiátrica. Indudable­mente, si la persona ha perdido contacto con la realidad, es un peligro para sí misma y una amenaza para los demás, la decisión de recomendarlo es sencilla. Sin embargo, hay muchos casos cuando el asunto de enfermedad mental no está tan arraigado así. Es en relación con esto último que el ministro tendrá que meditar profundamente sobre la decisión de una recomendación. Laycock dice que esta decisión dependerá de cinco cosas: (a) El grado de prepa­ración general que el clérigo tiene en su técnica de aconse­jamiento; (b) la clase y calidad de preparación especial que el ministro ha tenido para tratar en este campo específico de aconsejamiento; (c) la naturaleza del problema; (d) la seriedad del problema; (e) los recursos disponibles para el feligrés. Laycock afirma que en último análisis el bienestar final o superior del paciente debe ser lo que defina el asun­to.6

Pero esta advertencia no es fácil de seguir cuando menos por dos razones: (1) Un ministro dado quizá no esté equipado por una preparación profesional para hacer una evaluación adecuada respecto a lo que es “el bienestar fi­nal o superior” del paciente; y (2) el ministro con frecuen­cia se confunde por las múltiples advertencias de los “ex­pertos”, de mantenerse al margen del diagnóstico del psi­quiatra.

Los estudios han enseñado claramente que la prepara­ción de muchos pastores no les ha capacitado para sentirse con confianza en tratar con problemas de aconsejamiento con profundas raíces psicológicas. Blizzard analizó cuidadosamente programas de entrenamiento de ochenta seminarios y los comparó con las experiencias de los graduados. Encontró que la mayoría de estos hombres no estaban capacitados para funcionar adecuadamente en el campo de las relaciones humanas. Su conclusión fue que se necesitaba una mayor y mejor preparación en los campos de la “conducta”. Un estudio en la Universidad de Denver reveló que los problemas de enfermedades mentales eran los problemas que los ministros se sentían menos capacitados para tratar. Un estudio por el Proyecto sobre Religión y Salud Mental de la Universidad de Harvard de 100 mi­nistros de Boston, encontró que: (1) Solamente el 10 por ciento de los problemas traídos a los ministros tratan de cuestiones religiosas; (2) los problemas de tensión psico­lógica por lo que toca a frecuencia, eran menores solamente a los problemas de matrimonio y de familia; y (3) los mi­nistros se sentían menos capacitados para tratar con pro­blemas de tensión psicológica.

Algo más que complica el problema es que la literatu­ra de aconsejamiento pastoral abunda en recomendar pre­caución al pastor para que se refrene de hacer diagnosis de psiquiatría y de intentar un tratamiento psiquiátrico.

Las siguientes advertencias son representativas de esas:

El ministro no debe determinar si una persona tiene una enfermedad mental; ésta es la responsabilidad de un médico.

Aquí debe darse una palabra de precaución a todos aque­llos ante quienes vienen personas enfermas en busca de acon­sejamiento. La determinación de una enfermedad mental está en las manos de un psiquiatra.

Excepto en el caso de un desorden leve de personalidad, el ministro debe hacer cuanto esté de su parte para ayudar a sus feligreses a obtener la ayuda experta que necesitan. Debe es­tar al tanto de sus propias limitaciones y evitar involucrarse en un diagnóstico psiquiátrico y en el tratamiento correspon­diente.

El ministro no debe intentar diagnosticar la naturaleza es­pecífica de la dificultad. Esto es la jurisdicción y responsabili­dad del psiquiatra.

Se ha sabido de algunos ministros que desanimaron a sus feligreses cuando éstos querían buscar la ayuda necesaria de un psiquiatra. Todas las personas en depresión psicológica son candidatos potenciales al suicidio. Al menospreciar el tra­tamiento que podría haber dado un psiquiatra, el clérigo po­dría ser indirectamente responsable de una tragedia que pudo haberse evitado.

Se vuelve patente cuando uno lee la literatura sobre el aconsejamiento pastoral que el ministro no debe, él mis­mo, tratar con enfermedades mentales. Tal estudio demuestra que el ministro ha sido preparado para saber “qué hacer mientras que llega el psiquiatra”, en vez de ayudarle a tratar personalmente con una persona trastornada mentalmente. Mowrer siente que esta es una situación lamentable y cree que esto refleja “una manera en que la iglesia ha procurado hacer la paz con las profesiones de sanidad”. El duda que esta “división de trabajo” esté en armonía con la realidad. También pone en tela de duda la costumbre de tachar a la enfermedad mental como una en­fermedad, en vez de pecado. Dice:

Ahora que los psicólogos están principiando a desconfiar de abordar los desórdenes de la personalidad como si fueran una enfermedad y ahora que principian a demostrar un interés más benigno y respeto hacia ciertos preceptos morales y reli­giosos, los religiosos mismos han sido capturados y hechizados por el mismo sistema inadecuado de pensamiento como aquel del que nosotros los psicólogos estamos principiando a recupe­rarnos.

Mowrer cree que la explicación bioquímica de las enfermedades mentales es un intento de mantenerlas bajo el dominio de la medicina; lo cual eximiría al ministro de esta responsabilidad. Cree también que por cuanto se les ha recordado continuamente sus “limitaciones”, les falta la confianza para tratar con problemas de enfermedades mentales.

Sea cual fuere el concepto de la actuación del pastor en relación con la enfermedad mental, hemos de recordar que comparativamente hablando, Mowrer es la “voz de uno que clama en el desierto”; que la preponderancia de consejo a los ministros es que se abstengan de intentar un tratamiento para el enfermo mental.

El hecho de que los pastores se sientan intranquilos en situaciones de presión psicológica, además de las ya men­cionadas “advertencias” en la literatura de aconsejamiento para ministros, puede hacer que muchos de ellos le recomienden a un feligrés que vaya con un psiquiatra cuando tal recomendación quizá no sea necesaria. El ministro que hace una recomendación innecesaria, debe darse cuen­ta de ciertos resultados que pueden originarse de tal reco­mendación.

ALGUNAS CONSIDERACIONES QUE AFECTAN LA RECOMENDACION AL PSIQUIATRA

1.            La decisión de recomendar puede basarse primor­dialmente sobre evaluaciones de otros acerca de enferme­dades mentales. Mechanic dice que hay diferentes defini­ciones de enfermedad mental que se han hecho desde va­rios puntos de la estructura social. Por ejemplo, el pa­ciente quizá defina su propia enfermedad sobre la base de cómo se siente; su patrón tal vez lo juzgue enfermo porque actúa independientemente del grupo; y su familia quizá lo considera enfermo basándose en la actitud que profesa o su conducta en ciertas situaciones.

Y puesto que no hay una definición universalmente aceptada de enfermedad mental, es muy posible que un ministro pueda ser indebidamente forzado por otros a aceptar la definición de enfermedad mental. Si acepta y actúa sobre la evaluación de otros, tal vez esté prestando su influencia que facilite el futuro tratamiento de una persona, sea que lo necesite o no. Esto no quiere decir que el pastor deba ignorar las manifestaciones de la enfermedad mental; por el contrario, en vista de que con frecuencia no se le permite ver completamente la conducta de un paciente dado, quizá, lamentablemente, haga su decisión de recomendación basado en lo que se le ha informado en vez de basarse en cómo la persona se está conduciendo de hecho.

Tal recomendación quizá facilite a los familiares el deshacerse de una persona que no quieren y quien de hecho no esté enferma mentalmente. Hemos de suponer que el ministro, siempre concede valor a la dignidad de la personalidad humana. Siendo esto así, no puede concien­zudamente contribuir a un proceso que milite contra la dignidad y derechos de un individuo. Sin embargo, si basa su decisión de recomendación primordial, si no exclusiva­mente, en la evaluación de otros, quizá esté actuando en contra de los mejores intereses de dicho individuo.

El ministro no debe nunca dar por sentado, o concluir que su evaluación o la de otros, sobre enfermedad mental, no son decisivas. Mechanic dice:

El laico generalmente considera que su concepto de enfer­medad mental no es una definición importante porque el psiquiatra es el experto y se entiende que él hace la decisión final. Pero al contrario, personas de la comunidad son traídas al hospital sobre la base de definiciones de los laicos, y una vez que llegan, su sola apariencia es considerada como evidencia suficiente de la enfermedad.

Tal recomendación puede poner en movimiento un proceso que es innecesario e indeseable. Mechanic agrega también que la decisión básica acerca de la enfermedad mental casi siempre se hace por los miembros de la comunidad y no por personas profesionales, y que el psiquiatra que practica en centros grandes de tratamiento debe con frecuencia también dar por hecho la enfermedad del paciente. Dice que aunque las personas que indudablemente están enfermas generalmente se hallan en hospitales men­tales, hay algunas personas que están tan enfermas como ellas y no son atendidas mientras las que reciben trata­miento sólo están moderadamente enfermas. “Esta selección”, dice, “claramente se basa en un criterio social, y no en una opinión del psiquiatra”.23 Si Mechanic está correc­to en su análisis, resulta patente que un ministro, sin querer, se convierta en cómplice inocente en la iniciación de tratamiento para personas que quizá no lo necesiten.

2.            La recomendación es casi equivalente a una hospitalización ya sea que la persona esté enferma mentalmente o no. Mechanic estudió dos hospitales de enferme­dades mentales por un período de tres meses e informó que nunca observó un caso en que el psiquiatra le dijera al paciente que no necesitaba tratamiento. Por el contrario, todos los que llegaban al hospital se consideraban ya como pacientes. No se puede dar por hecho que lo que Mechanic encontró es lo que sucede universalmente, pero la evi­dencia es muy importante y de peso como para pensar que esto no suceda con frecuencia. El ministro debe darse cuenta, entonces, de que con recomendar, de hecho está recetando hospitalización, cuando en realidad sólo intenta ayudar a la persona a obtener una diagnosis profesional. Así que su opinión de “laico” se convierte en efecto, en una diagnosis profesional.

Wiesbauer, caracterizando la actitud adecuada del pastor acerca de la hospitalización de una persona con en­fermedad mental, dice: “Su función es muy difícil pues consiste en ser compasivamente neutral”. Uno se pregunta cuál es en realidad la extensión de esta neutralidad.

3.            Recomendar puede resultar en paralizar al indi­viduo en su capacidad de trabajo después de que ha “sana­do” de su enfermedad mental. Regresar a su empleo con frecuencia se vuelve muy difícil si el patrón se da cuenta que el solicitante ha tenido problemas mentales. Olshansky, Grob, y Malamud encontraron que las empresas pre­fieren no dar empleo a una persona cuando se enteran de que ha tenido alguna enfermedad mental. Dice: “Una evi­dencia más de esta preferencia es que solamente cinco supervisores entrevistados expresaron que estaban dis­puestos a considerar darle empleo a algún expaciente mental, por capacitado que estuviera, en un futuro inmediato”  Estos patrones objetaron especialmente por las razones siguientes: (1) miedo de violencia, (2) miedo de que el empleado sea “incompatible”, y (3) miedo de una conducta extraña.

Además se encontró que los patrones tenían la tenden­cia a creer que los ex-pacientes mentales sólo podrían hacer cierta clase de trabajo, sin mucha técnica y que no les pusiera en “tensión”, o trabajos de “responsabilidad”, o trabajos “peligrosos” o muy “difíciles”. Es muy claro que el ex-paciente mental es considerado un riesgo por los patrones. El ministro que está buscando un psiquiatra para recomendar a alguien debe pensar en esto. Si su recomendación no es justificada, bien puede contribuir a un proceso que haga muy difícil que el paciente encuentre trabajo, o, en algunos casos, forzar al paciente a hacer un trabajo más bajo que lo que su preparación debe darle. Esto va de acuerdo con la proposición de Scheff de que “Los que llevan la etiqueta de desviados son castigados cuando inten­tan regresar a su papel convencional”. El doctor Robert C. Hunt, del Hospital “Hudson River” en Pughkeepsie, Nueva York, dice:

El hombre que logra recuperarse de un ataque de enfermedad mental con todo su talento vocacional o profesión intactos, y al que después le niegan empleo, está tan incapacitado en su vocación, como si su capacidad intrínseca de traba­jo hubiera sido totalmente destruida.

Linn y Schwarz advierten contra lo que ellos llaman una “recomendación prematura”. Al informar sobre un estudio por el Departamento de Salud de la Universidad de Yale dijeron que había una ola grande de temor de los psiquiatras entre el cuerpo estudiantil. Creían que esto se debía en parte al proceso de ponerle etiquetas a las personas, etiquetas que después los descalificaría de ciertos puestos, sin consideración de sus habilidades. Concluyeron que muchos estudiantes que necesitaban y aún querían, ayuda del psiquiatra, la evadían.29

4.            La recomendación quizá resulte una desorganización del proceso mental de la vida diaria de una persona por el hecho de su hospitalización. No es extraño que la hospitalización de un enfermo mental se extienda por un período de muchos años. Estamos de acuerdo en que algunos, quizá muchos, necesitan ser hospitalizados por largos períodos de tiempo, pero es de dudar que esto sea necesario para todos los que están en estos hospitales mentales. Se han hecho investigaciones cuyos resultados demuestran que hay una relación entre el nivel económico y el tiempo de estancia en el hospital. White, citando al bien conocido estudio de Hollingshead y Redlich dice,

… El 93% de los pacientes de la clase pobre en los hospi­tales del estado, estaban hospitalizados todavía 10 años des­pués de su admisión. Los psiquiatras se preguntan por qué los pobres resisten la psicoterapia, y atribuyen su resistencia a la ignorancia o la predisposición. La verdadera razón es que los pobres ven que la enfermedad mental les lleva a hospitales de enfermedades mentales, lo cual consideran como una de las peores catástrofes que pueda caer sobre cualquier persona.

Hollingshead y Redlich notan una asombrosa diferencia de clase en el diagnóstico psiquiátrico y el tratamiento. Descubrieron que lo que se llama neurosis si la persona tiene dinero, se le llama psicosis si no lo tiene, y el que tie­ne dinero es tratado con psicoterapia individual o de grupo, mientras que el pobre es hospitalizado.

5.            La recomendación quizá resulte en un costoso tratamiento psiquiátrico que está más allá de los recur­sos económicos de muchas personas. Si hubiera amplia evidencia para creer que tal costo resultara en alivio para el enfermo mental, el costo estaría fácilmente justificado. Sin embargo, es bien sabido que el tratamiento psiquiatra puede ser lento y costoso y que con frecuencia produce muy poco beneficio. Mucho de lo que se promete como “éxito” del tratamiento psiquiatra se basa en la necesidad de una relación de largo tiempo. Las personas con pocos o limi­tados medios, con frecuencia abandonan el tratamiento porque no ven resultados rápidos, así que terminan su tratamiento prematuramente. Esto tiende a prejuiciarlos contra la psiquiatría y los excluye de recibir los beneficios que pudieran haber resultado de un tratamiento de larga duración.

6.            La recomendación quizá resulte en iniciar un pro­grama de tratamiento del que derive muy poco beneficio. Y como Mowrer ha observado, los resultados del tratamiento psiquiátrico están lejos de elogiar a la psiquiatría. Sugiere que los que “sanan” no son solamente limitados en número sino que aun algunos psiquiatras admiten libremente su falta de éxito.

7.            La recomendación quizá resulte en que la persona sea “marcada” por causa de un tratamiento psiquiátrico. Hay una aguda diferencia entre lo que los libros dicen de lo que debe ser la actitud de la sociedad hacia la enfermedad mental y lo que en realidad la sociedad piensa del enfermo mental. Aunque la sociedad no debe considerar la enfermedad mental como una desgracia para el individuo o para su familia, el hecho es que esto es exactamente lo que la sociedad hace. Tal como Biddle dice, “Los que han sufrido enfermedad mental no han cometido un crimen, pero ¡cuán frecuentemente la sociedad los rechaza cuando regresan a la vida de la comunidad!” Goffman, en su li­bro intitulado Stigma: Notes on the Management of Spoi­led Identity, trata ampliamente con el asunto del estig­ma que acompaña al enfermo mental. Lo caracteriza como “la situación del individuo que está descalificado para ser aceptado por la sociedad”. Así pues, toda persona marcada como enfermo mental, corre el riesgo de ser estigmatizado por sus amigos. Esto complica su problema en que lo último que esta persona necesita es sentir que nadie lo acepta. El ministro tiene que tener mucho cuidado de no hacer una recomendación innecesaria que pueda dar por resultado que el feligrés se enfrente con los efectos debili­tantes del estigma social.

8.            La recomendación al psiquiatra quizá dé por resul­tado que el paciente sea dislocado de su orientación reli­giosa. Algunos psiquiatras, particularmente los de la escuela freudiana, no son solamente anti-religiosos sino que identifican la religión como parte del problema del paciente. Si un psiquiatra cree seriamente que esto es la verdad, considerará su “deber” despojar a su paciente de su “religión neurótica” a fin de efectuar una sanidad de la perso­nalidad. Fairbanks dice que un psiquiatra raramente “re­gresa” a un paciente-feligrés al ministro que lo recomendó. De hecho es un interesante fenómeno que muchos hospitales y muchos médicos procuran proteger a sus pacientes del ministro y de la religión. A una persona con orien­tación religiosa, esta negación de la validez de la religión puede serle devastadora.

CUANDO DEBEN HACERSE LAS RECOMENDACIONES

Las recomendaciones a otras personas profesionales o agencias deben hacerse bajo las siguientes circunstancias:

1.            Cuando es bien claro y evidente que el problema del feligrés está más allá del alcance de la capacidad del pastor para ayudar.

2.            Cuando hay personas competentes en la comuni­dad o en el área que están capacitadas para ayudar.

3.            Cuando el pastor pueda hacer tal recomendación con la conciencia clara de que la fe de su feligrés no será destruida o sus futuras relaciones sociales puestas en en­tredicho.

4.            Cuando él puede desligarse del problema pero se­guir sosteniendo al feligrés en una relación de apoyo.

DIRECCIONES PARA HACER RECOMENDACIONES

1.            Conozca a la persona profesional o agencia más capacitada para ayudar al feligrés con su problema.

2.            Tenga confianza en la competencia e integridad de la fuente recomendada.

3.            Apoye a la persona profesional o agencia en el curso que se está persiguiendo hacia la solución del problema del feligrés a menos de que haya una evidencia clara de que no lo beneficia.

4.            Continúe una relación de apoyo al feligrés durante la recomendación y después de ella.

11. Aconsejamiento

PRINCIPIOS BIBLICOS DEL ARTE DE ACONSEJAR

L. J. Crabb

1. Ampliando nuestra visión

La mayoría de la gente tiene problemas. Hay personas que no se llevan bien con sus maridos o con sus esposas; otras están abrumadas por pro­blemas de dinero o de educación de los hijos; otras sufren depresión nerviosa; otras sienten una especie de vacío interior que les impide realizar­se; hay en fin otras esclavizadas por el alcohol o por el sexo. No hay suficientes consejeros pro­fesionales para dar abasto con tantos problemas. Y aunque los hubiera, son relativamente pocas las personas con dinero y paciencia suficientes para aguantar las caras y lentas series de sesio­nes que a menudo exigen los tradicionales méto­dos de esta clase de psicoterapia profesional. Además, es preciso admitir que el porcentaje de éxitos por parte de psicólogos y psiquíatras no justifica la conclusión de que una terapia profe­sional que esté al alcance de todos los bolsillos, sea la respuesta deseada.

El aumento de problemas personales y una creciente desilusión en los esfuerzos profesionales por resolverlos, han dado paso al intento de buscar nuevas vías de solución. Ha llegado el momento preciso para que los creyentes que to­men a Dios en serio, desarrollen un método bí­blico de aconsejar que afirme la autoridad de la Escritura y la necesidad y suficiencia de Cristo. La amargura, la culpabilidad, la preocupación, el resentimiento, el mal genio, el egoísmo que­jumbroso, la envidia y la lascivia están consu­miendo a nivel psíquico, espiritual (y, a menudo, a nivel fisiológico) las vidas de los hombres. Al menos en nuestro subconsciente, se ha encasti­llado la idea de que, para nosotros los creyentes, la entrega a Cristo y la dependencia del poder y de la guía del Espíritu Santo, nos exigen some­ternos a lo que el médico prescriba. Pero el caso es que la psicología y la psiquiatría profanas se han empeñado en meternos en la cabeza la no­ción de que los problemas emocionales son efec­to de un desequilibrio psíquico y dentro de esos límites se mueve todo el diagnóstico, así como la terapia, del especialista en psicología. Un renom­brado psicólogo, O. Hobart Nowrer, ha recrimi­nado a la Iglesia el haber vendido su espiritual primogenitura en cuanto al derecho a enseñar a la gente el modo de vivir con eficacia, a su co­lega el psiquiatra, no pocas veces su antagonista, a cambio de un plato de lentejas en forma de propaganda.

Estoy convencido de que la iglesia local debe y puede asumir con éxito la responsabilidad de contar entre sus filas hombres capaces de restau­rar en la gente con problemas la salud espiritual que les permita llevar una vida plena, producti­va y creadora. Un psiquiatra comentaba reciente­mente que sus pacientes todos estaban básicamente hambrientos de cariño y acogida y dónde debería manifestarse mejor el cariño que en una iglesia local centrada en Cristo. Jesús oró para que todos los suyos fuesen uno. Pablo habla de alegrarse con el que se alegra, de llorar con el que llora y de sobrellevar los unos las cargas de los otros. En la medida en que se cumple el objetivo que el Señor le fijó a su Iglesia, queda tam­bién satisfecho dentro de la Iglesia el profundo anhelo de ser amado y acogido, el cual engendra tantos problemas psicológicos cuando no encuen­tra la debida satisfacción.

Según explicaremos en detalle más adelante, la gente no sólo necesita amor, sino también un objetivo para sus vidas. La vida debe tener un sentido, un destino y una meta que no son pasajeros ni se producen automáticamente. Y es la iglesia local la destinada a suministrar una orien­tación al respecto. El Espíritu Santo ha distribui­do sus dones espirituales entre todos y cada uno de los miembros del Cuerpo. El ejercicio de tales dones contribuye a la más importante de todas las actividades que tienen hoy lugar en el mun­do, es a saber, la edificación de la Iglesia de Je­sucristo. ¡Qué objetivo tan magnífico y de una importancia eterna para la vida, queda específicamente a disposición de los hombres en el inte­rior de las estructuras organizadas de la iglesia local. Más adelante, explicaré más detenidamen­te mi creencia en que la iglesia local ha recibido en exclusiva de parte de Dios el ministerio de satisfacer las necesidades de la gente que padece trastornos emocionales.

Si hemos de esperar algún éxito del desempeño de una responsabilidad tan inmensa y tan seria­mente descuidada, los pastores necesitan volver al modelo bíblico, que no consiste en que el pastor sea el único que ejerce este ministerio con todos, sino en equipar a los miembros de la con­gregación para que ellos mismos puedan cumplir esta tarea por medio del ejercicio de sus dones espirituales. Las congregaciones necesitan reco­brar aquel maravilloso sentido de la «koinonía» o comunión, practicando una verdadera comuni­cación de bienes. Los pastores necesitan también entender la perspectiva bíblica sobre los proble­mas personales y enfatizar desde el pulpito la necesidad de aconsejar según la Biblia. En cada iglesia debería haber hombres y mujeres adies­trados en este ministerio sin par, de aconsejar de acuerdo con la Palabra de Dios. El desarrollo de una iglesia local hasta convertirse en una co­munidad equipada para aconsejar, utilizando sus recursos singulares de comunión fraternal y mi­nisterio, es una idea apasionante que necesita mucha reflexión. Como base para dicha reflexión es preciso que contestemos antes a la pregunta siguiente: ¿Cuál es el método bíblico que ha de usarse en el arte de aconsejar? Es preciso dedi­car una atención urgente, inteligente y de mucha amplitud a la tarea de desarrollar un método para ayudar a la gente, el cual, al par que eficien­te, sea en todo consecuente con la Biblia.

Todo concepto sobre el arte bíblico de aconse­jar debe basarse en el principio fundamental de que existe realmente un Dios infinito y personal que se ha revelado a Sí mismo en forma de pro­posiciones escritas, en la Biblia, y personalmente en una Palabra viva y encarnada, Jesucristo. Con­forme al testimonio de ambas, la Biblia y Jesu­cristo, el problema primordialmente básico de todo ser humano es su separación de Dios, el abismo creado entre ambos por el hecho de que Dios es santo y nosotros no lo somos. Mientras no se establezca comunicación entre ambas orillas, la gente podrá dar a sus problemas personales ciertas soluciones transitorias y parciales, echando mano en mayor o menor cuantía de los principios que ofrece la Biblia, pero nunca podrán disfrutar de una existencia completamente satisfecha ni en esta vida ni más allá de la tumba. El único modo de encontrar a Dios y disfrutar de la vida en co­munión con El, es por medio de Jesucristo. Cuan­do estamos de acuerdo con Dios respecto a nues­tra condición pecadora, nos arrepentimos de nuestros pecados y ponemos toda nuestra fe y confianza en la sangre de Jesús como el precio total de nuestro rescate de la esclavitud del peca­do y del demonio, ello basta para conducirnos a una íntima relación con Dios (un hecho verdaderamente asombroso) y nos abre la puerta a una vida plena y con sentido.

Ahora bien, si los cristianos se sienten inclina­dos a sustituir la pura psicoterapia profana por unas normas bíblicas aplicadas en el contexto de la iglesia local, hemos de decirles que el justo medio consiste en no quitar importancia a los aspectos científicos y en no contentarnos con ellos. Los Evangélicos suelen irse a uno de los dos extremos. No basta con decirle sin más a una persona que sufre depresión, que es pecadora y que debe confesar sus pecados al Señor prometiéndole no volver a pecar. Tal modo de proceder presentaría al mundo el rostro de un Cristianis­mo más opresivo que liberador, como un sistema insensible lleno de normas duras de cumplir. Re­cientemente se ha intentado programar un arte cristiano de aconsejar a la manera en que se planearía una cacería de brujas: localizar el pecado y echarlo a la hoguera. Más adelante explicaré las razones que tengo para creer que este modo de obrar, aunque correcto en su base teológica, es incorrecto y no precisamente bíblico en su meto­dología. Es un error muy grave el pensar que Cristo sólo puede ayudar en problemas específi­camente espirituales, pero que no le compete el resolver problemas de tipo psíquico personal (como la depresión), para cuya solución es preci­so echar mano de la psicoterapia profana. Los que repiten sin más que «Jesús es la respuesta», no suelen tener mucha experiencia en el trato con­creto y personal de los problemas cotidianos que afectan al hombre de la calle. Cuando llega el caso de enfrentarse con la cruda realidad de un problema personal, emocional, familiar, etcétera, o se limitan a animarles o que tengan más fe, más oración y más estudio de la Biblia (buen consejo, pero a menudo tan poco útil como el de­cirle a un enfermo que se tome la medicina) o recogen velas y se van al otro extremo, diciéndoles: «Su problema no es espiritual, sino mental. Yo no puedo ayudarle; más le vale acudir a un psiquiatra».

Debemos desarrollar un método sólidamente bíblico para aceptar en el arte de aconsejar, un método que tenga en cuenta los avances de la psicología sin traicionar los principios de la Biblia, que sepa encarar con todo realismo y en toda su hondura los problemas de la gente, así como la probabilidad de éxito y la importancia que su solución tiene para la existencia personal y lo que es más importante, con una fe inque­brantable y apasionada en la inerrancia de la Biblia y en la completa suficiencia de Jesucristo.

La primera parte de este libro está destinada a quienes aconsejan con regularidad a los cre­yentes con problemas, que «busquen la ayuda de un profesional». Aun cuando la intervención de un consejero profesional puede servir de ayu­da, a veces tiene el inconveniente de basarse en principios doctrinales diametralmente contrarios a los de la Biblia. Aquí vamos a analizar brevemente y dar nuestra opinión crítica, desde una perspectiva bíblica, de un determinado número de posiciones que representan las corrientes de pensamiento de la psicología profana.

El resto del libro presentaré mis ideas sobre un método realmente bíblico de practicar el arte de aconsejar.

2. Confusión existente en el arte de aconsejar

Antes de que una persona preste oídos a una solución, es preciso que sepa que hay un proble­ma. En este capítulo y en el siguiente, voy a en­focar el problema analizando la situación corrien­te en la psicología profana. Los mayores esfuer­zos del hombre por construir una torre que llegue hasta el cielo, siempre resultan inútiles. La inte­ligencia del ingeniero, el genio del teórico y el esfuerzo del obrero especializado, se han conju­gado para construir la torre de la psicología con resultados sorprendentes. Pero, mientras no vea­mos que dichos resultados están lejos de alcan­zar las metas soñadas, no nos sentiremos inclina­dos a buscar otra alternativa.

Vivimos en un tiempo en que se tiende a difuminar las diferencias, las cosas más opuestas se aparean para engendrar productos híbridos que no son ni una cosa ni otra, y los compromisos económicos son jaleados como prueba de amor y de apertura mental. Están incluso desapareciendo las diferencias entre hombre y mujer para darnos un ser unisexual: niños bonitos y mucha­chos de pelo en pecho. Los conceptos del bien y del mal (que siempre se pensó que eran opues­tos) han adquirido ahora una relatividad tal, que lo bueno es a veces tenido por malo, y lo malo es tenido por bueno moralmente. Las creencias religiosas se han ampliado hasta abrirse a pun­tos de vista antagónicos entre sí, dentro de una estructura tan simple como elástica. En el fondo de todos estos fenómenos se oculta la extendida y creciente suposición de que no existe lo absolu­to, ni realidades objetivas fijas que confronten a una persona, porque siendo la existencia de un sujeto personal lo único verdaderamente real, el hombre rehúsa simplemente someterse a nin­guna presión. Y cuando se abandona la creencia en los valores absolutos, inevitablemente sobre­viene una enorme confusión en las masas. Cada cual tiene sus propias ideas sobre cómo deberían marchar las cosas, sin que exista norma alguna absoluta y exterior al hombre, con la que poder contrastar la validez de una idea determinada. Y en ninguna parte proliferan tan notoriamente las distintas nociones difíciles de contrastar, tan­to como en los despachos de los psicólogos.

En 1959 se publicó un libro con el título de Psicoanálisis y Psicoterapia, 36 Métodos. Si se escribiera una edición de dicho libro, puesta al día, habría que doblar, por lo menos, el nú­mero de sistemas de psicoterapia al presente en boga. Si a esto se añade el que cada sistema que­da modificado por la personalidad, estilo, trasfondo educacional y sesgo peculiar de cada con­sejero, tenemos que encarar el hecho inquietante (quizás exageramos, pero sólo muy poco) de que hay tantos métodos distintos de aconsejar como son los consejeros profesionales. Y, con todo eso, seguimos hablando como si el término «aconse­jar» se refiriese a una entidad o proceso razonablemente uniforme y fácil de identificar. Conoz­co una pareja que fueron a ver a un «consejero», quedaron escamados de la experiencia y desde entonces se han decidido a no volver jamás a ver a un «consejero». No se dan cuenta de que pue­de haber otro consejero que piense y hable tan diferente del primero como para no admitir com­paración alguna.

Es obvio que la necesidad más urgente en este terreno del aconsejar, es que existiese una unidad básica claramente establecida, dentro de la que cupiese una diversidad de detalle. En otras pala­bras, debemos disponer de una estructura fija, un cupo acorde e inmutable de verdades con un sentido claro, capaz de aglutinar los diversos ele­mentos que caen bajo el dominio de la psicote­rapia. Francis Schaeffer habla de forma y libertad en la iglesia local. La Biblia especifica una forma fija con límites perfectamente delineados. Dentro de la forma prescrita, hay sitio para una conside­rable libertad de acuerdo con las circunstancias del momento, los sujetos que intervienen y una caterva de otros factores de varias índoles. Cuando no existe dicha forma, la libertad queda sin mar­chamo y a la deriva, desembocando en palos de ciego y confusión sin límites (es de notar que la confusión se cura, a veces, con dogmatismos).

Los psicólogos tratan a menudo de dignificar la confusión aplicándole la etiqueta de «eclecti­cismo». Pero cuando falta la sólida base de una comprensión clara, objetiva e inmutable de la naturaleza del hombre y de sus problemas, el eclecticismo puede convertirse en el disfraz téc­nico de la osada chapucería o de la conjetura. Sencillamente, no cabe esperanza de llegar a una diversidad razonable (o, como la llama un psi­cólogo, un «eclecticismo técnico»), mientras no se haya fijado una norma estable y unificadora. Sólo puede darse verdadera libertad dentro de una forma fija y clara en su sentido.

Hasta hace poco, creía que la unidad necesa­ria podía obtenerse y perfeccionarse mediante la investigación científica; pero son ya muchos los que ahora sostienen que los métodos de investi­gación científica carecen en sí de la adecuada capacidad para definir la verdad. La ciencia no puede suministrar ni pruebas ni sentido. En otro lugar, hice notar que la moderna filosofía científica confiesa la incurable impotencia de la ciencia sibilina para hacer ninguna afirmación categórica. La ciencia nos proporciona probabilidades, pero no puede llegar a más. Alcanzar certidumbre exi­ge de nosotros el sobrepasar (no el negar) la razón y ejercitar la fe. La tesis del optimismo humanístico de que el hombre se basta a sí mismo para resolver sus problemas, se ha demostrado bajo el peso de la incapacidad de la ciencia para asegurar con claridad y certeza el que una sola proporción sea verdadera. Necesitamos principios universales demostrados y la ciencia es incapaz de ofrecerlos. Por tanto, debemos por fe alargar la mano más allá de nuestro propio alcance, si queremos obtener lo que necesitamos.

La fe dispone, en último término, de dos opcio­nes entre las que elegir. Cuando las cuestiones que plantea la filosofía se comprenden en su sen­tido propio, la gama de posibles respuestas se torna reducida. La final apelación que, con todo acierto, lanzó Sartre a la especulación filosófica: «¿Cuál es la razón de que exista algo en vez de nada?», admite únicamente dos modos posibles de contestarla de manera definitiva: o existe un Dios personal, que piensa, siente y escoge, o exis­te un Dios impersonal, más bien un objeto que un sujeto, algo que, a falta de personalidad propia, obra al azar según los principios de la casualidad. Dicho de otra manera: o nuestro mundo ha sido diseñado por un Diseñador infinito, o todo ha sucedido accidentalmente por pura casualidad. Estas son las dos opciones que se ofrecen a la fe; no hay otra alternativa. La unidad tan nece­saria para poner orden en el caos de los méto­dos de aconsejar, tiene que depender de Dios o de la casualidad. Si el azar constituye la realidad última, el orden que observamos es accidental, toda predicción se vuelve imposible, y los esfuer­zos sistemáticos para ver de aconsejar conforme a unos patrones previamente observados, se tor­nan por fuerza de la misma lógica indefendibles (aunque a veces suene la flauta por casualidad). El aconsejar de una forma consecuente con la negación de Dios equivale a aconsejar de una forma consecuente con la creencia en el azar y en nada más. Pero si un consejero obrase así, su profesión tendría los días contados. No hay un solo terapeuta, ni cualquier otra persona que tenga algo que ver con esta materia, que se com­porte en la práctica como si el azar fuese la últi­ma realidad. Ahora bien, esto les deja en la incómoda posición de seguir viviendo como si Dios existiera, pero negándose a tomar una dirección que conduzca a Dios. Uno de los Huxley dijo en cierta ocasión que, aunque no hay Dios, las cosas marchan mucho mejor cuando creemos que exis­te. El arte de aconsejar funciona mejor cuando los consejeros presuponen que hay un orden, que las cosas pueden predecirse y que existe la res­ponsabilidad, elementos o fenómenos que, según el cálculo de probabilidades, no se darían a me­nos que exista un Dios personal.

Por supuesto que todos los consejeros dan por cierta la existencia de una determinada estructu­ración coordenada (por ejemplo los mecanismos mentales instintivos de Piaget) y pueden trabajar eficientemente en la medida en que las supuestas categorías universales que dan por ciertas, corres­ponden a lo que la observación empírica les pro­porciona. La metodología científica puede aumen­tar nuestra confianza en que nos hemos posesio­nado de alguna parcela de la realidad mediante la detección experimental de los que parecen ser elementos invariables de la naturaleza humana. Nadie se atreve seriamente a poner en tela de juicio que existe alguna forma de orden y que dicho orden puede ser observado y descrito. La pregunta relevante en esta materia es si este orden guarda un sentido lógico.

El negar la existencia de Dios y por tanto, el aceptar, al menos de modo implícito, que el uni­verso es, en último término, un mero producto del azar, conduce necesariamente a dos resulta­dos que con mucha frecuencia se pasan por alto: primero, que, según el cálculo de probabilidades, habríamos de esperar de este mundo mucho me­nos orden del que observamos en él (del caos, es más probable que surja el caos que no el orden); segundo, sea cual sea el orden que encon­tramos, hemos de considerarlo como una ocurren­cia casual (aunque realmente ordenada). El único sentido que un evento casual puede ofrecer (no importa lo ordenado que aparezca) es un hecho presente, concreto en su existencia fenoménica, sin más relevancia que el presentarnos «una rea­lidad actual, dentro de la presente experiencia». Lo más que se puede afirmar de lo que es una realidad actual es que es una realidad actual. (El énfasis en la experiencia del momento presente, característico del moderno movimiento de grupos de en­cuentro, se parece mucho a una puesta al día de la antigua filosofía «comamos, bebamos y nos divirtamos, que maña­na moriremos.») Lo único que tiene sentido es el radical ahora.

 El orden que pueda encontrarse en un universo fruto del azar, no comporta ninguna implicación acer­ca de lo que debería ser; se limita a describir cómo están las cosas y cómo reaccionan a deter­minadas fuerzas. El mejor modo de actuar con­forme al orden que observamos no puede estar determinado por el orden mismo. Y, sin embar­go, todo consejero desea hacer algo con el orden que percibe. En el caso de que un consejero de­cida seguir una determinada dirección respecto de un cliente, debería tener una razón convincente para hacerle seguir una determinada dirección y no otra. Si piensa defender sus procedimientos como «correctos» y «buenos», debe apelar a algo que trascienda el orden que le sirve de orienta­ción para su trabajo. Pero si, al mirar más allá de la gama de regularidades observadas por él, no encuentra más que el azar (o, como lo describe Schaeffer, no encuentra ningún hogar en el Uni­verso), carece de base lógica para recomendar un determinado curso de acción a seguir. En rea­lidad, no existe lógicamente razón alguna que dé sentido a nuestras acciones. En un Universo de azar, el orden se limita simplemente a existir por casualidad, pero no lleva a ninguna parte, porque, en fin de cuentas, no tiene ningún sentido. Una Psicología sin Dios nunca puede proveer una es­tructura consistente para poder desenvolverse en el terreno del aconsejar.

En pocas palabras, mi argumento es el siguiente: el campo del aconsejar requiere una unidad se­gura y provista de sentido, cosas que la ciencia no puede suministrar de sus propios fondos. Podrá otorgar mayor o menor probabilidad a ciertas hipótesis, pero nunca puede demostrar una sola proposición. Puede describir las regularidades que observe en la naturaleza humana, pero no alcanza a establecer el sentido invariable de ninguna clase de estructura. En cada caso, el metido a consejero tiene que escoger sus procedimientos de acuerdo con una teoría, quizás definida y descrita de un modo muy pobre e impreciso, pero teoría al fin. Si dicha teoría no está religada a Dios como a última realidad, las diversas técnicas no se podrán desenvolver libremente dentro de una forma segura y provista de sentido.

El pensamiento que late en el presente libro es muy simple: si realmente existe un Dios personal, entonces existe una verdad última acerca de la gente y de sus problemas, la cual puede suministrar la base necesaria o la estructura re­querida para una variedad de técnicas en el arte de aconsejar. Y las verdades básicas que no se refieren directamente a la existencia misma de Dios, no se pueden conocer con certeza a no ser mediante la revelación divina. Hemos de concluir, pues, que la tarea del psicólogo cristiano consiste en proveer una comprensión de la gente, de sentido universal y verdadero, derivada de la revelación bíblica. Si se descarta la revelación como fuente de verdad, nos encontramos encerrados en la incertidumbre. El capítulo siguiente analiza lo que ha ocurrido en psicología por haber igno­rado la revelación de Dios.

12. Sin Bases

Sin base de sustentación

Los creyentes se sienten a veces inclinados a prestar su apoyo a cualquiera que tenga en me­nos la sabiduría humana y enfatice la suficiencia de la Biblia como base de todo nuestro pensar. Pero el rotular como inútil todo el pensar profa­no, equivale a negar el hecho evidente de que todo conocimiento verdadero procede de Dios. Está claro que Dios a dado al hombre una inte­ligencia y que bendice el ejercicio mental con una mayor comprensión del mundo creado por Jesucristo.

Los psicólogos han venido ejercitando durante años sus mentes y han acumulado un gran acer­vo de información útil y técnicas provechosas, como las pruebas de inteligencia y los métodos para curar a los tartamudos. Han contribuido enormemente a comprender cosas como el por qué la gente reacciona a ciertas clases de estímu­lo de la manera que lo hace, cómo piensa el hom­bre y la relación que existe entre el pensar y la acción o la emoción, así como las etapas de desarrollo por las que pasa un niño. No quiero que nadie vaya a ver en este capítulo algo así como un desprecio olímpico de la psicología científica. Creo firmemente que la psicología, como disci­plina totalmente secular (lo mismo que la odon­tología o la ingeniería) tiene su valor real. Lo que aquí pretendo es analizar los presupuestos básicos acerca del hombre y de sus problemas, conforme los defiende la psicología científica y mostrar, a la luz de la Biblia, que dichos presupuestos son totalmente inadecuados como estruc­turas fijas y dignas de todo crédito en el arte de aconsejar. Sólo la Palabra de Dios puede sumi­nistrar la base estructural que necesitamos. Los esfuerzos de la Psicología, aunque arrojen luz en muchas direcciones, no le prestan al consejero que vaya en busca de sólidas bases, mayor utili­dad que la que pueden prestar a un barco las anclas a bordo, en medio de un mar proceloso. El diagrama n.° 1 presenta un esbozo demasia­do simplificado, pero preciso, del pensamiento central de cinco teorías representativas de sen­das escuelas sobre la salud mental. Cada posición explica el problema básico de la gente y sugiere una solución. En el diagrama, cada círculo sim­boliza al ser humano. El presente capítulo anali­za cada teoría con detalles suficientes para sacar la conclusión de que ninguna de ellas suministra una base terapéutica compatible con la revelación bíblica.

Sigmund Freud

Freud es digno de estudio por varias razones. Antes de él, los problemas personales o emocio­nales solían en general atribuirse o a una posesión diabólica o a un defecto orgánico oculto. La responsabilidad por la curación caía así o sobre el exorcista o sobre el médico. Freud levantó la tapa de la mente y abrió de esta manera una caja de Pandora que contenía el miedo, la envidia, el resentimiento, la lujuria, la agresividad y el odio. Años de profunda investigación convencieron a Freud de que en el centro de la personalidad humana latían dos instintos básicos que pugnaban por encontrar satisfacción: la inclinación hacia el placer sensual (eros) y la inclinación al poderío y a la destrucción (thánatos).

Cuando a estos ins­tintos se les negaba el expresarse libremente, surgían según Freud los problemas emocionales. En otras palabras. Freud afirmaba que el instinto primordial del hombre era la autosatisfacción. La gente es radicalmente egoísta. El signo menos (—) en el círculo del diagrama’ representa el egoísmo. Pero Freud añadía que la mayoría de la gente no se da cuenta de que es egoísta (así lo indican las rayas que cortan oblicuamente el círculo) o, para ser más exactos, no llegan a atisbar una motivación egoísta en su conducta, sino que revisten de nobles ropajes sus motivos egoís­tas: «Yo no quiero sino lo que más le conviene» —dice la esposa que se niega a aceptar a su ma­rido tal cual es y le urge a cambiar. El motivo real se camufla en el inconsciente a fin de pro­teger al súper-ego (la conciencia) de sentirse ofendido.

Permítaseme exponer estos mismos conceptos de un modo algo más técnico. La trama que la gente teje en el taller de su neurosis representa el retorcido esfuerzo por satisfacer sus propios deseos de una forma que no aparenta violar las normas introyectadas en la conciencia.

La ansiedad, que según Freud es el factor básico que subyace a todo desequilibrio psíquico, tiene lugar cuando un impulso inaceptable («Yo querría ma­tar a mi padre porque lo odio tanto») se hace tan fuerte, que el individuo se ve casi forzado a admi­tir conscientemente la existencia de tal impulso. Las señales de peligro que avisan a la inminen­cia de un choque entre los deseos egoístas de uno (lo que Freud titula el id o «ello») y la escala de valores impuesta por la conciencia (el súper-ego), producen en el sujeto un sentimiento de an­siedad.

En este punto, hay cierto paralelismo con el punto de vista de la Biblia. Según la Palabra de Dios, el hombre vive para sí mismo; insiste en conducir su vida por un camino que, en su propia opinión, le llevará a la felicidad. «Cada uno hacía lo que bien le parecía» (Jue. 21:25); es decir, lo que creía más conveniente para satis­facer sus propias necesidades. La gente tiende a llenar el vacío que siente en su interior, siguien­do su propio parecer, más bien que ajustándose al plan de Dios. El paralelismo entre el punto de vista freudiano y el bíblico se quiebra súbita­mente cuando se busca una solución al problema. Para resolver el problema de la oculta motiva­ción egoísta, propone Freud un proceso de cura­ción en tres etapas:

(1)     descubrir la oculta moti­vación;

(2)     suavizar la conciencia hasta un punto en que resulte aceptable el motivo de autosatisfacción;

(3)     promover la autosatisfacción den­tro de unos límites realistas y aceptables socialmente.

Cuando un paciente llega a percatarse de que toda su conducta está teñida de egoísmo desde el núcleo de sus motivaciones, puede llegar a sentirse molesto. Su reacción emocional ante la vista de su egoísmo radical es producida por una conciencia intolerante y rígida. Suavizando la conciencia y rebajando su normativa hasta un punto en que el egoísmo aparezca como inevi­table biológicamente (al fin y al cabo, para Freud, el hombre es meramente un animal instintivo) y, por tanto, al menos como tolerable, el paciente encontrará el remedio para relajar la tensión entre lo que es y lo que debería ser.

Mowrer ha demostrado hasta la evidencia que el aceptar el «es», olvidando el «debe ser», lleva a una conducta autodirigida (autónoma), sin la contención del freno moral, condición que los psicólogos llaman sociopatía. (Sociopatía. También llamada psicopatía, es una
enfermedad mental denominada como trastorno disocial de la personalidad.)
 Está claro que la terapia freudiana consiste realmente en promo­ver una vida autónoma sin la carga de una con­ciencia. La etapa tercera viene a subsanar este vacío de conciencia en la conducta con el disfraz de una permisiva aceptación por parte de la so­ciedad. Después de haberse desembarazado de una conciencia neurótica a causa del moralismo impuesto, el paciente se acepta a sí mismo como un animal que necesita satisfacer sus instintos y se dispone a procurarse dicha satisfacción de la manera más inteligente posible, decidido a en­contrar los medios que no le creen conflictos con la sociedad Freud llama a esto vivir según los principios del realismo, en vez de hacerlo según los principios del simple hedonismo. Por ejemplo, si uno desea satisfacer su instinto sexual, no es conveniente que recurra al rapto, porque podría incurrir en la indignación de gran parte de la sociedad; lo más aconsejable es que busque un cómplice dispuesto a complacerle o que lo pague de su bolsillo. Las cuestiones de inmoralidad no deben inquietarle. Dentro del conocido esquema de Freud: id, ego y súper-ego, la conducta ha de tener en cuenta el id (el instinto) y el ego (el con­tacto personal con el mundo) y desentenderse de las normas morales o súper-ego. Lo más que hace Freud es aconsejar un hedonismo socialmente aceptable. En último término, la terapia freudiana conduce a sus pacientes hacia la sociopatía. Los creyentes debemos rechazar completamente la solución básica freudiana como amoral y an­ti-bíblica.

La psicología del «ego»

Los psicólogos de esta escuela operan dentro de la óptica freudiana, pero creen que Freud (es­pecialmente en sus primeros tiempos) puso de­masiado énfasis en el egoísmo básico del hombre y no acertó a prestar suficiente atención a la capacidad del hombre para conducirse de una personalidad realista y flexible. La diferencia en­tre la psicología del ego y la antigua posición clásica freudiana consiste en un cambio de énfa­sis. Los psicólogos del ego tratan de desarrollar el potencial necesario para modelar una conduc­ta prudente, razonable y forjada a base de deci­siones inteligentes (un ego estructural), capaz de domesticar los instintos brutales y canalizarlos de una manera aceptable y fructífera. El círculo correspondiente en el diagrama n.° 1 incluye un más (+), representando un ego débil, pero potencialmente fuerte. La tarea del psicólogo adicto a esta escuela consiste en fortalecer esta capacidad de adaptación que existe dentro del ser humano (construir el ego), a fin de equiparle con una carta de navegar que le permita disfrutar de una vida plena y satisfecha.

En este punto, algunos creyentes podrían incli­narse a aseverar con toda fuerza que, a menos que Dios le capacite para ello, el hombre no dis­pone de los medios para poder vivir como debe (no importa el desarrollo que su ego haya podido alcanzar). Así es, en efecto, pero no es una obje­ción de peso contra la posición de un psicólogo del ego. Este no dice que la gente sea capaz, por un mero acto de su libertad, de vivir de acuerdo con las normas de su conciencia. Lo que sí ase­gura es que una persona que se conozca bien a sí misma y tenga una confianza realista en sí misma, puede programar su vida de tal manera que sus deseos de placer y de dominio puedan encontrar satisfacción razonable, sin entrar en serios con­flictos con su ambiente social. Queda, pues, claro que la psicología del ego participa del mismo error culpable y catastrófico de negar a la con­ciencia moral su función directiva. El énfasis que la psicología del ego pone en la adaptación fun­cional, exige a pesar de todo una ulterior res­puesta por parte de la Biblia (una respuesta que tiene validez para el sistema de Freud, pero ad­quiere una resonancia más clara en el caso pre­sente). Al hablar de adaptación de las necesida­des biológicas dentro de una estructura social realista, los psicólogos del ego presuponen im­plícitamente que el ser humano es meramente un ser biológico, sin más necesidades primarias que las biológicas. (Digamos de paso que resulta un absurdo metafísico el hablar de verdadera racio­nalidad —que es condición indispensable para la correcta funcionalidad del ego— en un ser bioló­gico que se desarrolla al azar. Cómo pueden las operaciones mentales evadir el encasillamiento dentro de la categoría de fenómenos biológicos casuales —exclusión necesaria para que puedan llevar adecuadamente la etiqueta de racionales— en un mundo desprovisto de un supremo Dise­ñador personal, es algo difícil de concebir).

El creyente en la Biblia, se apresurará a res­ponder que el hombre es algo más que un ser biológico, pues de hecho es un ser personal tam­bién, creado a imagen de un Dios personal. Como ser personal, tiene necesidades personales (con­cepto que analizaremos más adelante) que requie­ren urgente satisfacción, se ha de disfrutar, y aún tener una mera experiencia, de su condición de persona. Como quiera que esté caído y, por ello, separado del Dios personal que es el único que puede satisfacer cumplidamente sus necesidades personales, el hombre sin Dios debe forzosamente quedar incompleto como hombre (tanto a nivel personal como biológico).

Es, pues, obvio que la psicología del ego cen­tra su atención en las necesidades biológicas y exhorta a encontrar los medios propios de que valerse para satisfacerlas dentro de una adaptación inteligente. En la medida en que esta tera­péutica le da buenos resultados, se desarrolla un orgulloso sentido de independencia y el pacien­te se siente más alejado de Dios que antes de la curación. Pero como las necesidades personales básicas quedan insatisfechas, es inevitable que surja en él una profunda sensación de vacío y frustración. La conocida queja: «Algo marcha mal; no sé en qué consiste, pero lo cierto es que no me siento plenamente realizado», saldrá a la superficie o quedará drásticamente suprimida por los agresivos esfuerzos de una mayor confianza en sí mismo. Las dos únicas salidas que ofrece la psicología del ego —el orgullo o la frustración— no merecen la pena de que un consejero bíblico las tenga por dignas de consideración.

Carl Rogers

El próximo a analizar es Carl Rogers, pionero del movimiento de trabajo en equipo (encuentro a nivel de grupo) en Norteamérica. Según Rogers, Freud está en un error: el hombre no es un ser negativo; los psicólogos del ego también están equivocados; el hombre no es un ser negativo con un embrión positivo en espera de desarrollo. Rogers se complace en creer y enseña con firme­za que en el interior del hombre, todo es positivo. Todo lo que hay dentro de su círculo propio es bueno. La corrupción le viene de fuera. El ser humano dispone de una tendencia congénita a realizarse a sí mismo, que sólo necesita verse li­bre de restricciones o forzados encauzamientos, para conducirle a la satisfacción personal y a la armonía social. Esta ilusión utópica (que sin duda ha de provocar en cualquier padre sincero una sonrisa de incredulidad) está representada en el diagrama n.° 1 por una gruesa circunstancia que sugiere el entorno social rígido, moralizante y opresivo, que bloquea la bondad interior (el sig­no +), impidiéndole expresarse. A mí me parece que Rogers podría curar la rebelión eliminando las normas contra las que rebelarse (sin ley no hay conocimiento del pecado). Cuando yo sigo este procedimiento con mis hijos, los resultados no tienden precisamente a una mayor integración personal ni a una mayor unidad de la familia. Quizá Rogers replicaría que debo continuar per­mitiéndoles que se expresen libremente, que por muy desastrosa que parezca su conducta, no es más que una reacción contra la presión ambien­tal sutilmente mantenida, y que cuando desapa­rezcan completamente las inhibiciones de una li­bertad total, es cuando podré observar la verda­dera naturaleza de mi hijo. Estoy de acuerdo. Es precisamente dicha perspectiva la que me mantie­ne en la actitud de imponerle una normativa.

Para Rogers, todos los problemas tienen su raíz en no acertar a ser uno mismo. Naturalmen­te la solución a este problema es la liberación. Qui­temos toda traba, confiemos enteramente en la persona, animémosla a que exprese libremente todo lo que lleva dentro («si lo siente, hágalo»), y llegará un día en que el impulso hacia la ade­cuada realización del yo, se manifestará en un sentimiento externo e interno de integración. La angustia, que según la mayor parte de los psicó­logos es la raíz de los problemas mentales, surge cuando a las internas experiencias viscerales (sen­timientos viscerales) no se les permite integrarse en el campo de la conciencia, a causa de una eva­luación negativa impuesta por la educación. Por ejemplo, a mí se me ha enseñado que el odio es cosa mala (evaluación negativa aprendida). Cuan­do alguien se comporta conmigo de una manera ruin (quizás un padre o una madre poco acogedo­res), surge automáticamente en mí un sentimien­to de odio (interna experiencia visceral). Pero como califico el odio como cosa mala, me niego a reconocer que el odio es algo corriente en mí y de esta manera, se produce una especie de esci­sión en mi propia personalidad. Estoy separando el «yo» aceptado por mí, del «yo» que realmente soy. La tensión por mantener esta dualidad se siente en forma de angustia.

La correcta respuesta cristiana a Rogers no consiste en rechazar con mofa todo lo que dice como si fuesen desvaríos de un optimista equi­vocado. Rogers ha puesto el dedo en la llaga de un problema que aqueja de verdad a la gente, incluyendo a muchos creyentes. Como se supone que los creyentes aman de verdad, nos resistimos a admitir la realidad cuando no amamos, y enton­ces lo fingimos. Toda hipocresía separa a la per­sona de su íntima realidad y reduce al nuevo hombre en Cristo a un fantasma despedazado. Rogers está en lo cierto al insistir que debemos reconocernos tales cuales somos, incluyendo nues­tros sentimientos viscerales, pero está trágica­mente equivocado al creer que el mejor modo de conseguir la integración es estimular a la gente a que exprese todo lo que hay en su interior. Estimular la libre expresión de mis pecaminosos sentimientos de odio supondría hacer traición a mi conciencia y contristar al Espíritu Santo que mora en mí. La integración está maravillosamen­te al alcance de cualquier persona que sincera­mente reconozca sus sentimientos de odio, los califique como obra de la carne, los confiese co­mo pecaminosos, y aprenda a amar bajo la con­ducción y el poder del Espíritu de Dios.

Rogers sufre una terrible equivocación al su­poner que, dejado a mi propio impulso, sin direc­ciones ajenas, escogeré siempre el mejor modo de obrar. Al suponerlo así, niega tajantemente la enseñanza bíblica acerca de la depravación de nuestra naturaleza. La Escritura nos dice que no hay ni uno bueno, ni uno solo; que los malos están descarriados desde el vientre de sus ma­dres. Retirar toda dirección impuesta desde fue­ra supone una invitación a una conducta autónoma y caótica. Como ha dicho Dorothy Sayres: «Si quieres seguir tu propio camino. Dios te de­jará marchar por él. El infierno es el disfrute eterno del propio camino». Durante algún tiempo, parece agradable. El relativismo funciona bien a ratos, pero conduce ineludiblemente al he­donismo absoluto y al libertinaje. Rogers piensa que el permitir a la gente seguir sus propios ca­minos comporta gozo, armonía y amor, pero la Escritura proclama que dichas cualidades son el fruto del Espíritu Santo, mientras describe las obras de la carne (seguir su propio camino) en términos radicalmente diferentes. El que un con­sejero cristiano adopte para su trabajo el siste­ma rogeriano supone una abierta rebelión contra la Palabra de Dios. Pero insisto de nuevo en que el rechazar todo cuanto Rogers dice y hace, por el hecho de que sus presupuestos básicos son trágicamente erróneos, no es precisamente lo que se le pide a un creyente. Como hemos mencionado anteriormente, Rogers ha clarificado cier­tos problemas de la personalidad, para los que la Biblia ofrece soluciones adecuadas. También ha contribuido en gran manera a resaltar el valor de la sinceridad, el calor humano y la mentalidad positiva como cualidades necesarias para un con­sejero eficiente. La Sagrada Escritura no sólo re­conoce la importancia de tales valores, sino que proporciona una base realista para su promoción y desarrollo.

B. F. Skinner

B. F. Skinner es el cuarto de esta lista. En su opinión, el ser humano no es algo negativo (Freud), ni tampoco una mezcla de negativo y positivo (psicología del ego), ni totalmente positivo (Rogers). Según Skinner, el ser humano es simplemente un cero enorme y vacío, es realmen­te nada. En su reciente libro, Más allá de la Liber­tad y de la Dignidad, Skinner afirma explícita­mente e insiste con ardor en que el hombre es un ser totalmente controlado fatalmente. Haría­mos bien, añade, en anunciar que debemos zafar­nos todo lo posible del hombre en cuanto hom­bre. La interpretación que Skinner da a los da­tos que nos suministran los laboratorios nos urge, a su juicio, a rechazar la ficción de que el hom­bre es un ser personal, con iniciativa propia, ca­paz de escoger y responsable. Estos puros mitos sin prueba son sólo un obstáculo para el desarro­llo de su utopía mecanicista. El ser humano no es más que una especie de perro más complica­do, absolutamente determinado por su ambiente hasta en los más insignificantes detalles de su pen­samiento, de su sentimiento y de su conducta. Es de notar que este concepto determinista no es exclusivo de Skinner. También Freud enseñó que el hombre está determinado por el dinamismo de unas fuerzas interiores que escapan a su con­trol. Pero Skinner rechaza la dinámica de Freud como una objetivación de abstracciones mentales y traslada el centro controlador del hombre a fuerzas físicas exteriores (incluyendo las estruc­turas genéticas) y a factores fisiológicos (los es­tados químicos del organismo). El creyente nece­sita reaccionar con violencia contra esta teoría, pues lo que Skinner hace es nada menos que des­pojar a la persona humana de todo valor. Todo el concepto de responsabilidad personal absolu­tamente vaciado de sentido. El problema del cri­men queda resuelto diciendo simplemente que no existe. Ya no hay criminales, sino circunstan­cias que inducen a lo que llamamos crimen. Mientras que Freud trata de integrar la interna es­tructura de la personalidad, Skinner quiere mo­dificar el entorno de la persona de tal modo que pueda cambiar automáticamente su conducta en la dirección que el modificador escoja.

En el diagrama n.° 1, las flechas que apuntan hacia el círculo representan el impacto del am­biente, mientras que las flechas que parecen par­tir del círculo representan la reacción del orga­nismo, como resultado que se sigue inevitable­mente de dicho impacto y que puede predecirse con toda seguridad. El problema que agobia a la gente es que nos vemos controlados por formas que impiden nuestra adaptación normal, a causa de las diversas contingencias que surgen sin que podamos percatarnos de ellas, pues son debidas a un destino ciego (la gente siempre hace lo que surte efectos que refuerzan su propio mecanis­mo). La curación sólo se obtiene descubriendo estas fuerzas que controlan la conducta y mani­pulándolas sistemáticamente a fin de producir el tipo de conducta que deseamos. Reflexionen uste­des sobre estos conceptos durante unos momen­tos. Adviertan que todo esto reduce al hombre a una colección impersonal de reacciones poten­ciales. No hace mucho, me contaba un psiquiatra cristiano cómo se las había arreglado para vencer la «inercia matinal», consistente en un sentimien­to depresivo que cada mañana le hacía ver como una labor difícil y un peso inaguantable el levan­tarse de la cama y acudir al trabajo. Para curarse, planeó que su primera hora mañanera incluyese un café caliente y uno de sus pasteles favoritos tan pronto como llegase a su oficina, como recompensa a su esfuerzo por ir a trabajar. No es que yo tenga nada que objetar a que alguien quiera comenzar el día de un modo agradable; pero sí me preocupa el que un psiquiatra creyente (que debiera conocer mejor la materia) se trate a sí mismo como un objeto manipulante, más bien que como un hijo de Dios que debería dedicar responsablemente su tiempo al Señor y dejarse conducir por el Espíritu que mora en él y recibir así el poder necesario para conducirse como Dios desea de él. Hacer de un dulce el motivo estimu­lante, cuando se tiene a mano el designio y el poder de Dios, es una necedad culpable. Con tal que la voluntad de Dios sea lo que guíe nuestro hacer cotidiano, el café y las galletas pueden ofre­cer también un legítimo placer mañanero (e inclu­so algo que estimule a trabajar mejor).

La teoría de Skinner ofrece, a lo más, el reajus­te mecánico de una persona que no fue creada para reaccionar mecánicamente jamás. Andando el tiempo, el camino que Skinner desea que ande­mos nos llevaría directamente a una tiranía tecnocrática. Un jefe de control (o un grupo de controladores) asumiría el papel de manipular todas las fuerzas que controlan la conducta (alimento, vestido, abrigo, etcétera) y distribuirlas entre la gente que se conduciría de acuerdo al plan establecido.

En un folleto titulado Retorno a la Libertad y a la Dignidad, Francis Schaeffer señala dos fallos centrales en el pensamiento de Skinner. Primero, si todos están realmente controlados, ¿quién controlará al controlador? El concepto de control recíproco (todos nos controlamos los unos a los otros) sostenido por Skinner, es sólo una evasión al problema. Si ha de existir un plan de control organizado en la sociedad, debe haber alguien por encima de todos los controles, a fin de seleccionar y proyectar con sentido dichos controles de acuerdo con un plan. Pero en el sis­tema de Skinner, no existen agentes libres; por tanto, no hay nadie cualificado para el oficio de controlar, sino que todo el mundo está contro­lado ya. Segundo, dando por supuesto que fuese posible dicho control, habría de determinarse en qué dirección debería conducirse a la gente y rec­tificar su rumbo. Toda decisión acerca de un cam­bio, presupone implícitamente un sistema de valores. Pero en el sistema de Skinner, radical­mente mecanicista y evolucionista, no caben bases lógicas para determinar lo que está bien o lo que está mal. Como hace notar Schaeffer, el sistema de valores del ateo se reduce necesariamente a la creencia del Marqués de Sade de que todo lo que ocurre está bien. Skinner despacha esta objeción como una polémica innecesaria, e insiste en co­menzar estableciendo el valor notoriamente mani­fiesto de la supervivencia. Pero resulta difícil el admitir que la supervivencia en un universo ca­sual y totalmente mecanicista, sea algo más que una coincidencia casual. Cualquier sentimiento positivo que nosotros abriguemos hacia este destino (o negativo acerca de lo que nos ocurra) es meramente el producto de un azar ciego y, por tan­to, sin sentido alguno. Aunque no es mi intención el hacer ahora un análisis más profundo, unos pocos minutos de reflexión bastarían para perca­tarse de la cantidad y complejidad de problemas éticos que habríamos de afrontar, aun en el caso de que diéramos por supuesto el valor básico y primordial de la supervivencia.

Los creyentes debemos rechazar la enseñanza de Skinner de que el hombre no es más que un perro más complicado. Cristo murió por nosotros porque hemos sido hechos a imagen de Dios y se nos ha otorgado un valor real como personas. La libertad que el hombre posee para escoger su dirección, es un concepto claramente enseñado en la Biblia y resulta necesario para vindicar la justicia de Dios cuando castiga el pecado. A un nivel más pragmático (no deseo entrar en la discusión sobre el tema de la soberanía de Dios y el albedrío del hombre, pues cualquiera que sea la posición que se adopte en el plano teológico, no es preciso que aporte un peso decisivo en el punto que quiero enfatizar), yo, como consejero creyente que soy, hago a mis pacientes responsa­bles del modo con que eligen ordenar sus vidas. Si eligen el desconocer las normas divinas son reprensibles. Reconozco su dignidad y su liber­tad. Una persona no debe cargar a cuenta de su ambiente la responsabilidad de sus propias accio­nes. El marido que dice: «Mi esposa se negó a tener conmigo trato sexual, y por eso he come­tido adulterio», da de su conducta una parcial explicación, pero no una justificación. La respon­sabilidad por el pecado recae enteramente en el pecador; nunca debe achacarse a las circunstan­cias, por muy difíciles que éstas puedan ser.

Con todo, los cristianos le deben a Skinner el haber especificado de qué modo la conducta es influenciada (no controlada) por las circunstan­cias. En otro lugar he desarrollado este concep­to con detalle. Permitidme que repita que un conocimiento no debe ser rechazado como anticristiano por el solo hecho de que proceda de una fuente no cristiana. La obra de Skinner sobre re­flejos condicionados incluye algún conocimiento verdadero acerca de mi relación con el mundo circundante (como agente activo que soy, más bien que pasivo) y puede ser provechosa para un consejero creyente que trabaje exclusivamen­te dentro de unas estructuras cristianas. Por eso, no estoy de acuerdo con Jay Adams en rechazar en bloque la tecnología de Skinner. En su Hand-book of Christian Connseling, habla de cómo ven­cer un hábito evitando las circunstancias que sirven de tentación. Si una persona es golosa, no debe fomentar la tentación paseándose junto a una pastelería. Skinner ayuda a analizar el influ­jo de dicha tentación en su obra sobre el control de los estímulos; así que un consejero cristiano, familiarizado con las investigaciones de Skinner se hallará en mejor posición para aconsejar a su cliente sobre el modo de comportarse, que otro que no sepa nada de las teorías de Skinner.

EXISTENCIALISMO

La última posición teórica en el diagrama nú­mero 1, no es tanto un punto de vista unificado, cuanto una colección de ideas más o menos afi­nes y agrupadas bajo el común denominador, por llamarlo de alguna manera, de existencialismo. En mi opinión, de las cinco teorías expuestas en este capítulo, el existencialismo es el que más atrevi­damente se encara con las necesarias implicacio­nes del naturalismo: si la causa es impersonal y, por tanto, ciega, el resultado debe ser también impersonal y, por tanto, casual. Cualquier comien­zo impersonal que uno escoja, ya sea la materia o la energía, no puede sobrepasarse a sí mismo para producir algo que implique una finalidad. No puede haber un proyecto sin un programador. Y si no existe ningún proyecto, no hay ninguna cosa con sentido que la razón pueda descubrir. El hombre es algo incognoscible, sencillamente por­que no hay nada que pueda conocerse racional­mente. Desde este punto de vista, el ser humano es un gran signo de interrogación. Es evidente que es algo, porque está ahí, pero como se trata de un mero conjunto de fenómenos casuales, no hay nada que la razón pueda afirmar de él con sentido. Es un puro accidente, un evento surgido no se sabe de dónde, que no obedece a ninguna ley y marcha a la deriva sin destino fijo. El psicó­logo existencialista no dice acerca del hombre otra cosa más  sino  que  «es».  Pero terapeutas como Víctor Frank1 insisten enfáticamente (y con toda razón) en que una persona no puede vivir sin un destino o sin una dirección. El problema básico de la gente, según Frankl, consiste en lo que él llama neurosis noogénica, una crisis de sentido. La gente no sabe quiénes son ni por qué están aquí. El  existencialista  no  parece  darse cuenta de que resulta por lo menos curioso el que toda la gente haya desarrollado casualmente (según su teoría) una necesidad de alcanzar un sentido dentro de un mundo que no tiene ningún sentido. Esto significa o un cruel y consecuente quiebro burlón que nos hace el destino (aunque el término «cruel» pierde su sentido estimativo en un Universo casual: lo que llamamos «cruel» es un simple y anodino «así es»), o es una demos­tración evidente de que hay un sentido objetivo, perceptible, al menos tenuemente, para toda cria­tura humana.

Un estudio atento de la logoterapia de Frankl nos convence de que Frankl no es partidario de la teoría del sentido objetivo. El trata más bien de solucionar el problema de la neurosis noogénica (falta de sentido) persuadiendo a sus pacien­tes a que se agarren a ciegos, arbitrariamente, a algo por lo que merezca la pena vivir. Puesto que no existe cosa alguna real u objetiva que dé sen­tido a la vida, su solución se reduce a una fe ciega: hacer algo, sentir algo, ser algo, vivir por algo, y esperar que esto le aporte a uno el sentido que echa de menos en la vida. Quizás la pasión sexual, la euforia de las drogas, el encanto de la música, la experiencia de una libertad sin límite, la satisfacción que comporta la educación, escri­bir libros o construir hospitales, podrán suminis­trar el sentido tan apasionadamente deseado. Sea cual sea el destino que uno quiera dar a su vida, carecerá de base racional, puesto que para el existencialista todo es absurdo. La solución propues­ta es claramente un intento irracional de vivir felizmente. Una esperanza irracional se asirá a cualquier objeto que, mediante un acto de la vo­luntad, pueda proporcionar un sentido transito­rio. Pero la gente persiste en ser racional. Esta­mos acostumbrados a pensar, a hacer preguntas, a buscar respuestas. Y el pensamiento derriba súbitamente los puntales sobre los que se nos haya ocurrido levantar un sentido para nuestra vida. Y como a todos nos llega un momento en que nos paramos a pensar (hasta el más simple de los mortales es consciente de que anhela cono­cer las razones de algo), la solución existencialista se derrumba sin remedio, para dar lugar a la desesperación más profunda: nada tiene sentido y nos tenemos que conformar de por vida con no ser otra cosa que un gran signo de interroga­ción, un desdichado error, producido por un sádi­co accidente para hacernos anhelar algo que nunca podremos conseguir.

Los creyentes debemos afirmar muy alto que nuestra fe se basa en hechos, no en sentimientos. Todo el sistema cristiano se apoya en la histori­cidad de Jesucristo, su real identidad de natura­leza con Dios, su muerte verdadera y su resurrec­ción corporal. El cristianismo comienza con un Dios personal que suministra un sentido objetivo. El hombre no es un signo de interrogación, sino que ha sido creado a imagen de Dios, aunque ahora es un ser caído. Ya sea que lo sienta en su interior, o crea que todo ello es una realidad, eso no afecta a la condición real de los hechos. Se trata de verdades objetivas que pueden ser ana­lizadas y conocidas racionalmente. El problema del hombre consiste en que, como agente moral con libre albedrío, situado en un mundo proyec­tado por Dios, ha escogido voluntariamente afir­mar su propio derecho a la supremacía autóno­ma y a la autodeterminación. Por tanto, está real­mente separado, a causa del pecado, de la única fuente que da verdadero sentido a la vida. Desde el punto de vista cristiano, la neurosis noogénica del hombre es algo real que sólo tiene una solu­ción en este mundo nuestro, que tiene un sentido, pero se halla en estado de caída. La solución al dilema del hombre no es una esperanza arbitraria en el sentido de «¡adelante, a ver si esto funcio­na!». La esperanza bíblica nunca es un intento irracional de ignorar las conclusiones del racioci­nio, sino más bien un conjunto de verdades fijo, seguro, comunicable y proposicional, basado en el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo, y que encara racional y lógicamente el problema objetivo del pecado. Los conseje­ros cristianos siempre trabajan sobre una base conocida. Nunca cabe la duda acerca de la direc­ción que una persona debe tomar si desea en se­rio resolver su problema. Los creyentes no dispo­nen de libertad para recomendar a un cliente que trate de encontrar su propia solución, sino que siempre deben dirigirle a una solución que se ajuste a lo que enseña la Biblia.

Freud dijo que el hombre es egoísta y lo pri­mero que tiene que hacer es reconocerlo y des­pués aceptarlo como cosa normal. La psicología del ego proclama que al hombre se le pueden dar fuerzas suficientes para canalizar con éxito su egoísmo por cauces aceptables tanto a nivel personal como social. Rogers niega que albergue­mos en nuestro interior ningún elemento malo y añade que el hombre está lleno de bondad y, por tanto, debe permitir que se manifieste todo lo que hay en su interior. Skinner defiende que el hombre no es bueno ni malo, sino un enredado ovillo de reacciones que, en términos de valor in­trínseco, equivalen a un gran cero. Como quiera que el hombre pueda ser controlado, dejemos que los expertos psicólogos de la escuela de Skinner lo manipulen hacia unos fines deseados, en últi­mo término, por un controlador que a su vez está totalmente controlado (un casual círculo vi­cioso que no admite escape). Los existencialistas no saben si el hombre es malo (como dice Freud), o bueno (Rogers), o ambas cosas a la vez (psicó­logos del ego), o ninguna de las dos (Skinner). El hombre es, en pura lógica, un absurdo, pero necesita algo aparte de su irracional sinsentido; así que debe echarse la racionalidad a la espalda y esperar a ciegas que venga alguna experiencia a llenar el vacío.

La metodología científica no es apta para es­tablecer la validez de ningún concepto sobre la naturaleza básica del hombre. Sin el peso de la certeza, cualquier sistema es un ancla flotante. El escoger una posición básica acerca de la na­turaleza del hombre, el principio universal tan urgentemente necesario en el campo de la psico­terapia, es como una flecha lanzada a ciegas al blanco, si no existe a nuestra disposición alguna fuente objetiva de conocimiento. Para encontrar la certeza, sencillamente no hay otro camino por andar, excepto la revelación bíblica.

13. Un Vistazo

 A vista de pájaro

Los psicólogos se dan una maña estupenda para complicar lo sencillo. Pero los creyentes son a veces culpables de simplificar demasiado las ma­terias que realmente son complicadas. Un análisis provechoso de la naturaleza de la gente, por qué arrastran a menudo una vida renqueante, cómo surgen y se complican los problemas, y el sende­ro cristiano que conduce desde una vida sin pro­vecho a una vida abundante, debe necesariamen­te implicar cierta complejidad, menos de lo que los freudianos piensan, pero quizás algo más que el trillado tópico del «lea, ore y confíe» que mu­chos creyentes emplean. En un esfuerzo por hacer más inteligible la inevitable complejidad del tema, voy a esbozar aquí los principios generales que pienso desarrollar en detalle en el resto del libro.

La gente que tiene problemas suele quejarse de sus sentimientos: «Me siento deprimido»; «Mi esposa me saca de quicio»; «Me siento tan ofen­dida cuando mi marido no hace caso de mí»; Siempre estoy preocupado; no me puedo quitar de encima esta molestia». A veces los consejeros animan al paciente a desembuchar todos sus sen­timientos, abrigando la ilusión optimista de que, cuantos más sentimientos negativos vomite la persona, más libre se verá de sus problemas emocionales. Una vez oí a un consejero animar a una atormentada cliente a que expresase con toda li­bertad el odio que abrigaba contra sus padres, para que «arrojase el veneno que llevaba den­tro». Otros consejeros tratan de hallar la causa de dichos sentimientos en alguna circunstancia externa, sobre la que recaiga la responsabilidad de producir y fomentar una emoción negativa. Un consejero puede decirle a su cliente: «Usted está con ese enfado, porque su esposa se niega a estar de acuerdo con la decisión de usted» o «Sus sentimientos hostiles hacia las mujeres se deben al carácter frío, de rechazo, de su madre».

Ninguno de los dos métodos me parece ajustado a la Palabra de Dios. Pablo asegura que nuestra transformación se realiza mediante la re­novación, no de los sentimientos ni de las circuns­tancias, sino de nuestro entendimiento. Recomen­dar la catarsis como un objetivo que cura por sí mismo, equivale a desconocer la realidad de nues­tra naturaleza pecaminosa, que posee ilimitados recursos de sentimientos negativos. El buscar en una circunstancia externa la causa de un proble­ma emocional interno, despoja al individuo de su propia responsabilidad ante sus problemas y contradice abiertamente la enseñanza del Señor de que no es lo que entra dentro del hombre lo que le mancha, sino lo que sale de su interior.

Cuando una persona experimenta el fruto del Espíritu Santo, seguramente que no siente amar­gura, rebeldía, disgusto ni celos. Pablo enseña que dichos sentimientos se cuentan, en realidad, entre las obras de la carne. El consejero bíblico debe reaccionar ante los problemas de sentimien­tos, investigando las situaciones en que dichos sentimientos se muestran con mayor fuerza y lue­go estudiando atentamente la conducta del clien­te en tales situaciones. Es de esperar que encuen­tre pautas de conducta que reflejen la obra de la carne. Por ejemplo, si su marido se queja de sentir enfado hacia su esposa, el consejero debe exhortarle a que especifique cuándo se siente más enfadado. Puede ser que su esposa le obsequie a menudo con una cena cicatera, rutinaria y hecha aprisa y corriendo a última hora. Sin excusar la conducta de la esposa, no debe dirigir la atención a la conducta de la esposa ni a la subsiguiente reacción emocional del marido, sino enfocarla en la precisa actitud que el marido adopta cuando se sienta a la mesa ante aquella insulsa cena. Quizás él expresa su irritación agriamente en los siguien­tes términos: «¿Por qué no tratas de comportarte como una esposa de verdad, siquiera por una vez? ¿Voy a dar gracias? ¡No hay de qué!». O tal vez es el tipo de persona que prefiere mante­nerse en silencio, requemándose en su interior y se desentiende fríamente de su mujer durante el resto de la velada. En la mayoría de los casos, no será difícil cazar al vuelo algún gesto carac­terístico a propósito para producir fricción y reducir la armonía.

Muchos creyentes que se dedican a dar conse­jos, piensan que en estos casos, tanto los sentimientos como las actitudes deben ser forzosamen­te calificados de pecaminosos. El cliente debe reco­nocer que está violando el principio bíblico de «amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia» (En otras palabras, por muy mal que le trate a usted, debe amarla: «Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores —es decir, sin motivo alguno para amarnos—, Cristo murió por nosotros»). Según este punto de vista, el arte de aconsejar se redu­ce a una exhortación a confesar su pecado, arre­pentirse de él, y prometer enmendarse. Se supo­ne que la transformación de la persona depende enteramente de un cambio de conducta.

Este punto de vista tan cerrado comporta una dificultad. Es cierto que los clientes pueden con­fesar su culpa, arrepentirse y cambiar responsa­blemente de conducta. Y, ante el Señor, están obligados a hacerlo. Pero la dificultad con este modo de encarar el problema, surge cuando uno se percata de que el sentimiento y la conducta pecaminosos de una persona revelan algo totalmente específico acerca de su naturaleza pecami­nosa, lo cual, si no se tiene en cuenta debidamen­te, podría causar ulteriores problemas más ade­lante. En el capítulo 7, desarrollaré la idea de que la raíz de nuestra pecaminosidad congénita se halla en nuestra mentalidad. Otra forma de expresar esta misma realidad es decir que el pecado comienza en el mundo del pensamiento. Por debajo de los sentimientos y de la conducta, es­tán las creencias. Si los sentimientos y la con­ducta son pecaminosos, las creencias que anidan tras ellos, forzosamente han de ser malas.

El marido de nuestro caso anterior, quizá man­tenga implícitamente la errónea creencia de que «Yo puedo realizarme en mi matrimonio, sólo si mi esposa me muestra afecto respetuoso, y de este modo me hace sentirme importante». En este caso, estaría depositando en su esposa el po­der de hacerle a él feliz o desgraciado. Puesto que probablemente está también convencido (como lo estamos la mayoría) de que tiene derecho a ser feliz, considerará la conducta negligente de su esposa como una violación de sus derechos. De tal mentalidad brotan naturalmente sentimientos y palabras de enfado. Aun cuando tal marido llegue a ser persuadido a confesar que su cólera es un pecado y al realizar esfuerzos para cambiar de conducta, mientras sus convicciones queden sin corregir, existe un porcentaje de probabili­dades peligrosamente alto de que volverá a en­colerizarse la próxima semana y así sucesivamen­te. Estoy convencido de que los fallos en descu­brir y corregir los errores mentales, son los que tienen la culpa de gran parte de los repetidos fracasos de gentes que tratan sinceramente de vivir una vida cristiana.

En todos y cada uno de los casos, la mentali­dad equivocada implicará la creencia pecamino­sa de que, para resolver los propios problemas, se necesita algo más que el apoyo que Dios puede prestar con su providencia. Una mente renova­da renueva en cada instante la creencia a la que uno se agarró con firmeza en el momento de la conversión: Dios es totalmente suficiente para mí. Pero con frecuencia decimos: «Para ser feliz, yo necesito seguir mis planes». Mientras una perso­na abrigue tal creencia, será incapaz de aceptar con gratitud las circunstancias que obstaculizan sus planes; más bien, las mirará con resentimien­to (se pondrá furioso con ella), dará coces contra el aguijón que para él suponen (se quejará de ello a su esposa), y se lamentará depresivamente de su mala suerte («estoy atado a ella de por vida»).  Después  que  el  consejero bíblico haya descubierto la maldad de la mentalidad errónea responsable de la conducta antipática y del sen­timiento molesto, debe estimular a una nueva conducta consecuente con un recto pensar. Pue­de decirle al marido: «Mire, Dios dice que Él es suficiente para usted. La necesidad que usted tie­ne de sentirse importante, no depende del efecto que su esposa le profese, sino de que usted ejer­cite los dones espirituales que posee. ¿Lo está haciendo usted así?» Una nueva conducta que in­cluyese alguna forma de ministerio en la iglesia, una mayor responsabilidad en el ejercicio de su profesión, y una conducta cariñosa hacia la espo­sa,  producirían  entonces  el  fruto  del  Espíritu Santo, la maravillosa experiencia del amor, del gozo y de la paz.

Todo el proceso puede resumirse en un sencillo diagrama que bosqueje los seis pasos del arte de aconsejar de la manera siguiente:

DESCUBRIR EL PROBLEMA

1.                           Descubrir los sentimientos negativos y pecaminosos que dan como resultado una conducta negativa.

2.                   Descubrir los sentimientos negativos y pecaminosos que, junto con los sentimientos negativos, es causada por el pensar erroneo.

3.                              Descubrir la mentalidad erronea y pecaminosa.

REALIZAR EL CAMBIO MEDIANTE LA ENSEÑANZA

4.                                Promover un pensar correcto.

5.                             Planear una conducta correcta producida por un pensar recto.

6.                              Descubrir los sentimientos que satisfagan a la persona, producidas por una conducta y una mentalidad también correcta.

           En este esbozo, el paso crucial implica el cam­bio de mentalidad del cliente, renovando su men­talidad. Si es cierto que los procesos de nuestro pensar (aquello con que llenamos nuestra mente) determinan en gran medida el talante de nuestra conducta y el tono de nuestros sentimientos, enton­ces debemos dedicar una atención considerable a todo este asunto del pensar erróneo. El pensar tiene siempre un contenido; siempre estamos pensando en algo. Por tanto, a fin de entender el pensar incorrecto, debemos antes considerar la temática sobre la que la gente piensa de un modo falso. Esta será la materia que vamos a tratar en los dos capítulos siguientes.

14. Anhelos 1

Tratando de comprender nuestros más profundos anhelos (I)

Tras la lectura de las publicaciones del pensa­miento psicológico profano, el lector cristiano llega a convencerse (si ya no lo estaba antes) de que la confusión sólo puede dar paso al orden mediante un apelar a la Revelación como base para una estrategia correcta en el arte de aconsejar. La Sagrada Escritura pone repetidamente en claro que todo correcto pensar acerca de los problemas de la gente debe comenzar por el re­conocimiento de que el ser humano no está ahora en una condición normal; ha fallado en cumplir la norma; ha errado el blanco; es un pecador. Pablo comienza su inspirado tratado, dirigido a los romanos, sobre las bases de la teología cris­tiana, afirmando contundentemente la verdad de que el hombre se ha separado de Dios mediante una rebelión voluntaria. Y concluye su introducción insistiendo en que todos absolutamente de­bemos bajar en silencio la cabeza y cerrar la boca cuando nos encaramos con Dios. Somos cul­pables y no tenemos excusa ni defensa posible. Después de reconocer nuestra condición culpa­ble y desvalida, nos hallamos silenciosos y tem­blorosos en la presencia de Dios, esperando a ver lo que Él va a hacer, y temerosos de que, en cum­plimiento de lo que Su justicia demanda, nos arroje de Su presencia por toda la eternidad. Un concepto adecuado de la realidad del pecado es necesariamente un primer punto  de referencia crítica para adquirir la comprensión de los pun­tos de vista cristianos acerca de cualquier tema. Una psicología digna del adjetivo «cristiana» no debe situar el problema del pecado al mismo ni­vel de los demás problemas ni reducirlo a la cate­goría de una simple neurosis o de una torcedura psicológica.

El efecto del pecado es la separación. Cuatro distintas separaciones son el resultado de la total catástrofe introducida por la rebelión voluntaria del ser humano:

*En primer lugar, el hombre está separado de Dios —tiene problemas espirituales.
*En segundo lugar, está separado de sus semejantes —tiene problemas sociales o interpersonales.
*En tercer lugar, está separado de la naturaleza —tiene problemas ecológicos y físicos.
*En cuar­to lugar, está separado de sí mismo —tiene pro­blemas psicológicos.

Los cristianos se dan cuen­ta de que la última y definitiva causa de toda di­ficultad es el pecado, es decir, una decisión de vivir su vida sin tener en cuenta la autoridad de Dios.

En estos últimos años, algunos creyentes han cobrado fuerzas de los escritos de psicólogos tan notables como O. Hobart Mowrer y Thomas Szasz, hasta afirmar con denuedo que no existe tal cosa como la llamada enfermedad mental. Más bien hay que pensar que los problemas mentales son, no un disease o enfermedad, sino un disease o dificultad, (En inglés, la palabra “enfermedad” es “disease”. La palabra “ease” significa “estar a gusto” por lo cual “dis-ease” es “disgusto” es decir, la incomodidad real e inevitable, de la culpabilidad ocasionada por el pecado. Estos señores afirman que la gente con problemas se siente incómoda en su interior a causa de verse realmente culpable moralmente de algún determinado pecado personal; viven una vida negativa, dominada por la ansiedad, a causa de sus pecaminosas normas de conducta. Se proclama que el método bíblico de aconsejar (y yo quiero ser uno de sus heraldos) es el tan espera­do correcto modo de encarar dichos problemas, que debería (y quizás pueda conseguirlo un día) reemplazar la falsa religión de la psicoterapia profesional, con sus pretensiones de brindar amor, gozo, paz, paciencia y dominio de sí mismo, a las personas que llevan una vida desconcertada, sin dedicar por otra parte ni un solo pensamiento al Espíritu Santo de Dios.

Me preocupa el hecho de que, dentro de una re­cepción justificadamente entusiástica del concep­to del arte bíblico de aconsejar, se pueda perder cierto grado de delicada sensibilidad hacia las profundas necesidades humanas. El afirmar, sin más, que la gente es pecadora, no enferma, puede promover una confrontación con el problema de­masiado áspera, hasta el punto de no tener la debida consideración a la persona humana y a las necesidades insatisfechas que le duelen en lo más vivo. Es cierto que los consejeros necesitan a menudo penetrar con el bisturí a través de las capas de quejas emocionales, hasta dar con el problema medular de un pecaminoso módulo de vida que subyace al problema exteriorizado. Tan pronto como las pautas íntimas de conducta que­dan al descubierto, es tentador para el consejero el emprender inmediatamente un programa de reprimendas autoritarias («esa norma de conduc­ta es pecaminosa») y de exhortaciones rígidas («usted tiene que arrepentirse, confesarse y cam­biar de vida»). Con la idea obsesiva que le zum­ba en los oídos de que «no existe tal cosa como es la llamada enfermedad mental, sino sólo una vida pecadora», el consejero llega a veces a es­tereotipar sus esfuerzos (como hemos menciona­do anteriormente) dentro de una rutina seme­jante a una constante caza de brujas con la pro­bable perspectiva de la hoguera final.

Sin retirarme ni una sola pulgada de la posi­ción mía de que la gente es responsable de sus propios problemas por causa de su vida pecami­nosa, creo que el consejero bíblico necesita también escudriñar un poco más adentro hasta dar con la mentalidad que se esconde tras la decisión de vivir en pecado. La suposición simplista de Jay Adams de que, detrás de toda angustia emocional, se esconde una específica culpabilidad personal acerca de algún determinado pecado, pier­de de vista un problema más básico. La conduc­ta se mueve siempre en dirección a un objetivo. La gente escoge decisiones erróneas sobre la base de una falsa mentalidad acerca de cómo conse­guir un objetivo. A menos que dicha falsa men­talidad sea corregida, el equivocado pensador continuará tomando decisiones igualmente erró­neas, con las que equivocadamente cree que va a satisfacer sus necesidades. Un verdadero arte de aconsejar ha de contener algo más que reprimendas y exhortaciones. Resulta básico el enseñar una nueva manera de pensar, y el corregir los erróneos modos de pensar que subyacen a una mala conducta y a unos malos sentimientos. Un consejero que se reduzca meramente a exhortar, sólo puede esperar éxitos a corto plazo y proba­bles recaídas (o una perseverancia sin gozo y con fatiga, bajo la dictadura de una continua exhor­tación).

En el punto siguiente, voy a desarrollar la no­ción de que cada persona debe primero alcanzar el objetivo de su realización como persona. Hasta que dicho objetivo no se consiga, el ser humano no es realmente libre para vivir para algo o para alguien. Las personas tienen profundas necesida­des personales que deben ser satisfechas. En el presente capítulo y en el siguiente, voy a esbozar el que, a mi ver, es el punto de vista bíblico acer­ca del hombre y de sus necesidades vitales. Y en el capítulo 7 expondré el proceso del pensamien­to y pondré en claro que todos los problemas personales son realmente problemas de mentali­dad o convicciones; falsas convicciones acerca del modo como satisfacer las aludidas necesidades».

Necesidades básicas de la gente

Un punto de vista cristiano acerca de las nece­sidades de la gente siempre debe comenzar por la comprensión de que el hombre está hecho a ima­gen de Dios. Para entender claramente lo que esto significa, es preciso reconocer que el Dios de la Biblia es infinito y personal. Un Dios infinito es un ser no contingente, esto es, no depende de ninguna otra cosa fuera de El para existir. El problema más profundo de la Metafísica (por qué existe algo, más bien que la nada) requiere recu­rrir a un principio infinito. La pregunta decisiva, cuya respuesta configurará cada uno de los aspec­tos de nuestra mentalidad acerca de la gente y sus problemas es el dilema de si dicho princi­pio es personal o impersonal. Si es impersonal, entonces todo (incluyendo esta frase misma) se reduce meramente a fenómenos casuales, que no pueden reclamar importancia ni sentido. Si se niega un Dios personal (como ha puesto de relie­ve Francis Schaeffer), entonces todo cuanto existe debe ser considerado como el producto de lo im­personal, más el tiempo, más el azar, y nada más. En el momento en que alguien insiste en que su pensar tiene su base en la realidad, o en el mo­mento en que una persona alega que necesita amor o un destino para su vida, ya ha añadido algo a la fórmula; ya ha introducido alguna clase de designio, una alusión a la personalidad, algo más que la casualidad absoluta. Skinner niega que haya un principio personal y así se ve ence­rrado en el principio de lo fortuito. Y, a pesar de ello, hace dos cosas extrañas: 1a, realiza expe­rimentos para discernir las regularidades que se dan en nuestro Universo, y luego repite su expe­rimento para estar seguro de que ha descubierto una regularidad estable. Pero un mundo no some­tido a una ley superior al azar, es más que im­probable que sea un mundo en orden y sometido a repetidas medidas; 2a, asegura que sus teorías son de algún modo verdaderas y deberían ser puestas en práctica en nuestros medios sociales. Pero en un mundo con un principio impersonal, no hay verdad que se pueda conocer con propie­dad. Cada aserto es una ocurrencia casual, basada en casuales movimientos del cerebro; y los asertos de Skinner no pueden ser una excepción. El buscar prosélitos para un determinado progra­ma personal supone que hay un camino recto o un mejor modo de hacer las cosas. Pero enton­ces, nos encontramos de nuevo con que, sin una verdad objetiva y sin una norma diseñada para mostrar cómo se debe actuar, todo queda reduci­do a preferencias subjetivas («resulta que yo pre­fiero pegarle a la gente antes que ser amable»), sin razón adecuada para establecer que las pre­ferencias de una persona son de algún modo me­jores que las de otra. El replicar que todo marcha mejor cuando se sigue una determinada pauta, presupone un juicio de valor acerca de lo que significa el término «mejor». Y sólo se puede dar una respuesta adecuada cuando existe un punto de referencia infinito que sea personal. Sin nece­sidad de fatigarse por prolongar esta discusión, permítanme insistir en que la creencia en un Dios infinito y personal es, al menos, una necesidad práctica (y, para mí, también intelectual). Tan pronto como tenemos la seguridad de que existe un Dios, que es, a la vez, infinito y personal, ya estamos en condiciones de entender con claridad las necesidades de los seres humanos.

Si Dios es infinito y, a la vez, personal; y si el hombre está hecho de algún modo a Su imagen (lo cual doy por supuesto, en vez de gastar tiem­po en defenderlo), entonces el hombre viene a ser algo no infinito (el infinito no puede crear otro infinito; el hecho de la creación define al ser creado como dependiente de su creador) y, con todo, es un ser personal. Puesto que el hombre no puede ser infinito como Dios, entonces el «he­cho a Su imagen» debe significar que el hombre es personal justamente como Dios es personal. Así pues, el ser humano es, por una parte, un ser físico, contingente y limitado y, por otra parte un ser genuinamente personal. Como criatura li­mitada que es, necesita algo; por ejemplo alimen­to. Sin alimento, el hombre muere físicamente; necesita desesperada y perentoriamente el alimen­to, si ha de continuar existiendo como una criatura física viviente. (Es interesante el notar que la libertad, en este contexto, se define mejor como la capacidad para ser verdadero con lo que real­mente existe, es decir, para adaptarse convenien­temente a la realidad. No existe tal cosa como la libertad absoluta. Soy libre para lanzarme desde un alto edificio, pero soy esclavo de la ley de gravedad. La libertad aquí, en su verdadero sen­tido, significa la libre decisión de no arrojarse desde un alto edificio y evitar así los efectos per­judiciales de la gravedad.)

Pero el hombre es algo más que un ser físico; es también personal. Y, como ser personal, tiene necesidades personales. A menos que estas nece­sidades físicas estén convenientemente satisfechas y, sin embargo, queda un vacío, un profundo sen­timiento de descontento que, con frecuencia, es paliado mediante la satisfacción de las necesida­des físicas hasta el punto de la glotonería.

A fin de entender el arte bíblico de aconsejar, debemos descubrir con claridad las más profun­das necesidades personales de la gente. Aquí es donde realmente se halla el fondo del problema. La mayor parte de los síntomas psicológicos (an­siedad, depresión, mal genio que no sabe contro­larse, el mentir patológico, problemas sexuales, miedos irracionales, megalomanías) o son el re­sultado directo de unas profundas necesidades insatisfechas o son los intentos defensivos de acomodarse a tal insatisfacción. (Con todo, hay casos en que los síntomas son orgánicos). La Escritura nos da discernimiento de nuestras necesidades personales al instruirnos en el modo de educar a los hijos: «Padres, no exasperéis a vuestros hi­jos, para que no se desalienten» (Col. 3:21). «De­salentarse» comporta la idea de «rotos de ánimo», completamente desilusionados de sí mismos, ca­rentes de todo sentimiento interior de valer per­sonal. En Proverbios 18:14, está la pregunta: «¿quién soportará al ánimo angustiado?». Aunque existe una forma de quebrantamiento que Dios en Su misericordia inflige, a fin de conducir al hombre a percatarse de su condición desesperada si está apartado de Dios, Pablo sugiere en Colosenses que, cuando un hombre quebranta el áni­mo de otro, los resultados son desastrosos. Cuan­do es Dios quien me quebranta, El dispone de todos los recursos necesarios para recomponerme como una nueva criatura en El. Cuando soy que­brantado por un semejante o cuando fracaso en volverme a Dios para que me reconstruya, mi personalidad queda destrozada, fragmentada, fa­talmente herida. La básica necesidad personal de todo ser personal consiste en verse a sí mismo como un ser humano valioso. No hay nada peca­minoso en la necesidad de sentirse valioso. Dios (como veremos dentro de un momento) ha puesto maravillosamente a nuestra disposición la provi­sión necesaria y suficiente para satisfacer tal ne­cesidad. Amarse a sí mismo en el sentido de mirar a Dios como innecesario y a sí mismo como auto-suficiente, es un pecado cuyo resultado es la muer­te personal. Pero aceptarse a sí mismo como una criatura valiosa, es algo absolutamente necesa­rio para una vida eficiente, espiritual y gozosa.

Alguien que haya seguido pacientemente el hilo de este libro hasta el presente, puede que me pregunte cuando descienda al terreno de lo «prác­tico»: ¿Cómo se las arregla usted para ayudar a una persona deprimida? ¿Qué le dice usted? ¿Con qué frecuencia habría que hablar a tales perso­nas?, etcétera. Hay que recordar que un médico tiene que estudiar anatomía antes de ponerse a reducir la fractura de una pierna. Las funciones básicas de la personalidad dependen todas del acierto en satisfacer la necesidad central de verse a sí mismo como algo valioso. El arte eficiente de aconsejar requiere una clara comprensión de esta necesidad.

Por vía de paréntesis, debo decir que adrede he evitado cuidadosamente el expresarme de la siguiente manera: «la gente necesita sentirse va­liosa». Yo puedo investigar la evidencia y concluir que soy valioso en Cristo sin sentirme especial­mente bueno en mí mismo. Los sentimientos aflo­ran cuando doy un paso adelante con fe, creyendo lo que es evidente y actuando con la fuerza que me prestan mis creencias. Nótese que el orden es el mismo que hemos establecido en el capítulo 4: corregir las creencias, poner la conducta en línea con las creencias, y después gozar de los buenos sentimientos que de ello resultan: hechos, fe y sentimientos. Cualquier variación que se in­troduzca en este orden, no dará el resultado ape­tecido.

Si es cierto que un sentido de valer personal es decisivo para una vida eficiente, si todos los problemas personales con que se encaran los con­sejeros bíblicos son el resultado de un fracaso en satisfacer dicha necesidad, debemos entender precisamente cómo puede llegar una persona a considerarse a sí misma como algo valioso.

Sentido de la vida

A fin de experimentar la profunda convicción de que «yo soy algo valioso», cada individuo debe ser racionalmente consciente de dos elementos que entran en su vida. El primero es un sentido, un proyecto o propósito para mi vida, que pueda darme un impacto real y duradero dentro de mi mundo, y que yo esté en condiciones completa­mente adecuadas para realizarlo. Los psicólogos seculares han descrito consecuentemente como básica esta necesidad. Viktor Frankl habla de la parte noética de la personalidad, que aspira a encontrar una razón para la propia existencia. El pasó un número considerable de años en un cam­po de concentración y quedó impresionado por el hecho de que los hombres que pasaron la prue­ba sin quedar psicológicamente destrozados, eran personas que estaban viviendo con un propósito bien definido (quizás su familia, el objetivo de ocupar un puesto, de terminar un libro, etcétera).

Bruno Bettlheim, que ha trabajado por mucho tiempo en la recuperación de niños autistas, des­cribe un sencillo proceso de tres etapas en el desarrollo psicológico. Primero, el niño aprende a nombrar las cosas: «silla», «mesa», «ventana». Segundo, se hace consciente de la relación entre estas partes de su mundo: «Cuando la silla es empujada contra la mesa, se detiene». Tercero, busca la manera de formar parte de este mundo, para convertirse en causa dentro de una secuencia «causa-efecto». Se desarrolla la intencionalidad. Se da cuenta de que su mamá le presta siempre mayor atención cuando derrama la leche. Cuando, por ello, quiere llamar la atención, aprende a derramar la leche con solapada deliberación. De esta manera logra un impacto en su mundo. Se siente importante, porque causa un efecto. Co­mienza a ver un sentido en sus actos, pues ve que puede producir en su mundo unas diferen­cias visibles. Los niños que no consiguen llegar a la tercera etapa, comienzan a padecer proble­mas psicológicos. ¿Por qué? Porque no se sienten importantes y, por consiguiente, no encuentran ninguna base para verse a sí mismos como algo valioso.

En su libro Power and Innocence, sugiere Rollo May que, cuando la necesidad de causar impre­sión se siente frustrada, tal frustración conduce a la agresión y a la violencia. Los estudiantes universitarios que han sido despersonalizados por una cultura que presta más atención a las personas, y a los sistemas más que a los propios estudiantes, se desatan en ramalazo de violencia. Esta conducta no tiene excusa y merece el más estricto control disciplinario. Con todo, no dará resultado el llamarlos simplemente rebeldes y pecadores (aunque las etiquetas estén bien pues­tas) y dejar las cosas así. Bajo la pecaminosa confusión de las revueltas estudiantiles de los años 60, latían profundas e insatisfechas necesi­dades de importancia y significado personales, de proyectos por los que mereciera la pena morir, por un sentido de la vida que pueda afrontar un escrutinio racional, por un impacto claro, cons­tructivo y duradero. El incendiar un edificio o el boicotear el funcionamiento académico de una Universidad mediante una sentada de huelga en el interior del edificio, confiere a una persona un sentimiento de poder llamar la atención y ofrece atractivos de hacer algo por un objetivo. Los cris­tianos debemos responsabilizar a la gente por su conducto ilegal, pero no podemos contentarnos con eso. Hemos de calar hasta el interior de di­cha conducta y descubrir las profundas necesida­des personales. Entonces habremos de ofrecer respuestas cabales a sus legítimas preguntas, ta­les como: «¿Qué cosas hay por las que, para mí, merezca la pena vivir?»; «¿Cómo puedo encontrar el verdadero sentido valioso de mi persona?».

CÓMO SATISFACER LAS NECESIDADES DE  SENTIRSE  IMPORTANTE

Los humanistas de estilo rogeriano dicen que somos importantes por el simple hecho de ser humanos. Los partidarios de Skinner, por otro lado, someten a un análisis funcional el aserto: «Yo necesito ser valioso», para determinar qué clase de factores del entorno producirán el resultado verbal de la expresión: «Yo soy importante». Estos no reconocen en las necesidades internas absolutamente ninguna realidad sustantiva (recor­demos que, en su sistema, el hombre es sólo un objeto físico, no un sujeto personal), y así resuel­ven el problema de encontrar algún valor perso­nal negando simplemente su existencia. Los freudianos tienden a tratar el problema del valer per­sonal como un síntoma de la frustración física de los instintos del placer o del poder. En un sis­tema reduccionista que no reconozca otra reali­dad que la materia, las necesidades personales quedan reducidas a necesidades físicas. Los existencialistas como Frankl parece ser que recono­cen la validez de la necesidad por buscar un sen­tido (aunque sus prejuicios ateos hacen de tal necesidad un accidente sin sentido, pues no cabe esperanza racional de poder realizar su satisfac­ción) y animan a cada individuo a encontrar sus propias soluciones.

Cualquier solución que pretenda suministrar un hombre inconverso para satisfacer la necesidad concreta de encontrar un sentido de importancia personal, resulta, en pura lógica, horriblemente inadecuada. Voy a explicar por qué: Si usted no tiene ninguna formación filosófica, lea esta parte despacio, pero, por favor, no la pase por alto. Los consejeros bíblicos han de tener capacidad para afirmar y defender inteligentemente la proposi­ción de que Cristo es realmente la respuesta ne­cesaria y suficiente para las necesidades del ser humano. De lo contrario, es probable que no con­venzan por su ciego dogmatismo. Con todo, el cristianismo, cuando es presentado de un modo racional, no es ciego ni le falta mordiente para convencer. En el capítulo 1, ya he sugerido lo que Schaeffer discute más detalladamente en su libro He Is There and He Is Not Silent («Dios está ahí y no está callado»), a saber, que la rea­lidad final debe ser o un Dios personal o un Dios impersonal.

Si aceptamos que Dios es algo impersonal, debo añadir que, sin un principio personal, no cabe un destino. Y sin un destino, no puede haber propósitos u objetivos, no cabe tampoco un movi­miento programado intencional hacia un determi­nado punto final. La suposición de que no existe un Dios personal, le obliga a uno a afirmar que el puro azar o casualidad es la suprema realidad que nos gobierna.

Jean Paul Sartre ha hecho la observación de que un punto finito (limitado) requiere un pun­to infinito de referencia, si es que ha de tener algún sentido. Dicho de otra manera, un punto finito deriva su sentido de su contexto. Ahora bien (y aquí está el nudo de la cuestión), si el punto finito de mi vida o de cualquier elemento singular incluido en dicho punto, existe en el con­texto de un Dios impersonal (o, al menos, no en el contexto consciente de un Dios personal), su sentido es idéntico al de su contexto. Mi vida viene a ser una ocurrencia de la casualidad, un accidente sin sentido y que no conduce a ningu­na parte. Pero yo no puedo vivir con eso. Yo tengo unas necesidades personales concretas que tienen que ser satisfechas para que yo no desapa­rezca como persona. Siendo así las cosas, yo me decido a no pensar en profundidad y me propon­go proyectos a corto plazo (la casa, el coche, la familia, los ingresos, mi posición social, lo que sea). Me sumerjo en estas cosas externas. Con tal de que me mantenga frenéticamente ocupado (o borracho, o dormido) y evite hacerme preguntas trascendentes y reales, experimento un facsímil de importancia con que satisfacer (aunque incom­pletamente) mis necesidades. Hay creyentes que se quedan atónitos a la vista de tantos inconversos que parecen marchar viento en popa, mien­tras que algunos creyentes están literalmente a punto de estallar en pedazos. Para gozar de una salud psíquica, la gente debe satisfacer su necesidad de aparecer importantes. Los no cre­yentes (y también muchos creyentes) obtienen al­guna importancia perecedera a base de objetivos a corto plazo y, de este modo, marchan razonable­mente bien. Pero en sus momentos de un sincero auto-examen, los más admiten percibir un senti­miento de «algo que marcha mal allí en lo pro­fundo de su ser». Al carecer de normales expli­caciones o respuestas, se hacen sordos a sus pro­fundas inquietudes y, para compensarlo, redoblan sus esfuerzos por ganar importancia mediante la obtención de objetivos temporales.

Pablo no estaba avergonzado del Evangelio, porque se daba cuenta de que tenía un poder («dynamis») parecido al de la dinamita. Transfor­maba a las personas muertas en vivientes; a las débiles, en fuertes, y a las vacías y anhelantes por significar algo, en personas profundamente realizadas y satisfechas con un objetivo real para sus vidas y con una importancia que está a su disposición por medio de Cristo. Pablo apela en romanos a los recursos cristianos para satisfacer las necesidades de verse importante. En el capítu­lo primero y en el versículo veintiuno, nos dice que el primer mal paso de la gente, el cual con­duce a la más extrema degeneración y a la muer­te personal, es que fracasaron en glorificar a Dios como es digno de Dios.

Dios es glorificado cuando me inclino humil­demente ante Él, reconociendo el derecho que tiene a regir mi vida, y poniéndome en línea con mi Creador como una obediente criatura suya. El aceptar la muerte de Cristo como el paso del rescate por mis pecados, me pone en una posición en la que puedo centrar el Espíritu Santo, quien produce en mí «así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Fil. 2:13). Ahora, cada mo­mento de mi vida, cada unidad de mi conducta (levantarme de la cama, jugar con mis hijos, besar a mi esposa) se puede considerar como par­tes de un todo lleno de sentido. El contexto de mi vida viene a ser el eterno designio del soberano Dios del Universo. Como quiera que un pun­to finito derive su significado de su contexto, mi vida entera y cada uno de sus detalles pueden proclamar con toda razón que tienen una verda­dera importancia como parte del apasionante de­signio de Dios mismo. Los consejeros bíblicos deben captar bien este punto y darse cuenta de su fundamental importancia.

Cuando alguien dice: «Soy un nadie; a nadie le importo de verdad nada», un creyente no debe responder con ardor humanista: «Oh, usted es algo importante, porque usted es un ser humano y eso le da a usted suficiente importancia». Sin una base bíblica, dichas expresiones son lógica­mente absurdas. Tampoco debe un consejero cre­yente ofrecer una respuesta simplista, por muy bíblica que suene, tal como: «Fíjese bien, déjese ya de sentir compasión de sí mismo y preocúpese por vivir para los demás y por servir a Dios, y arrepiéntase de esta pecaminosa preocupación por sí mismo y por el concepto que tiene de su persona». Una vez comprendido el hecho de que el hombre, creado a imagen de Dios, es un ser personal y necesita realmente ser importante, un consejero bíblico debe responder de esta manera: «Debe de ser una sensación horrible el sentirse tan poco importante. Usted está en lo cierto al preocuparse acerca de este problema. Pero yo tengo buenas noticias para usted: Dios le ha crea­do a usted con la necesidad de sentirse impor­tante, y ha provisto un medio apasionante para satisfacer profunda y plenamente tal necesidad. ¿Quiere usted probar la solución que Dios le ofrece para su problema concreto? Echemos un vis­tazo al plan que Dios tiene para usted en sus actuales circunstancias. Si usted sigue Su plan y hace lo que El quiere que usted haga, usted experimentará el sentimiento gozoso de ser real­mente alguien, alguien destinado cuidadosamente desde toda la eternidad a ser un importante hijo de Dios.»

En Efesios 4, Pablo habla del Cuerpo de Cris­to, es decir, la verdadera Iglesia, como algo que crece de acuerdo con la actividad efectiva de cada miembro. Otras porciones de la Escritura (cf. Rom. 12, 1Cor. 12) enseñan que todo creyente nacido de nuevo está dotado por el Espíritu San­to para contribuir al crecimiento de la Iglesia. Dios tiene un destino definido para cada individuo, un programa planeado de antemano para llevar a cabo Su soberano designio mediante cada miembro del Cuerpo de Cristo (Ef. 2:10). En Cris­to, Dios ha provisto a cada persona de una im­portancia real, de un destino peculiar para vivir con sentido.

Una de las señales que acreditan el actual mo­vimiento de «renovación de la Iglesia» es el énfa­sis que se pone en un ministerio acreditado por sus dones. El pastor no es la única persona do­tada para trabajar en la iglesia local. La llamada ordenación no se exige como un prerrequisito para el ministerio o, para expresarlo de otra ma­nera mejor, Dios ha ordenado a cada creyente para el ministerio. En un sentido real, no existen los creyentes laicos. Todo creyente es un sacerdote y un ministro delante de Dios, con la respon­sabilidad y el privilegio, primeramente de dar culto a Dios directamente, y después servirle de acuerdo con el don que de Dios ha recibido. Yo estoy convencido de que Dios ha destinado a la iglesia local a ser el vehículo primordial median­te el cual los miembros tienen que ejercitar sus dones, los dones que dan sentido e importancia a sus rivales. Los pastores necesitan volver al modelo que se les propone en Efesios 4:11-12, y equipar a su congregación «para la obra del mi­nisterio», de manera que tanto el fontanero como el maestro, el ama de casa y el profesional de toda clase, puedan gozarse en el privilegio de ser algo importante para ayudar a edificar el cuer­po eterno de la Iglesia de Jesucristo. Si los pas­tores se empeñan en hacer ellos solos todo el trabajo de la iglesia local, están robándole a su congregación las oportunidades de satisfacer sus necesidades según el propósito de Dios.

Quedan por mencionar otros dos aspectos de la respuesta que la Biblia da al problema este de la importancia personal. Sea cual sea el papel para el que Dios me haya destinado y me llame a cumplirlo, El me equipará para desempeñarlo adecuadamente, y yo debo mirarme a mí mismo como apto en Cristo. Cuando llego a casa por la noche y mi mujer me saluda con gesto atormen­tado mientras me refiere algún problema que ha tenido con los niños, me acomete un repentino sentimiento de ineptitud. Yo soy el cabeza de fa­milia, como me dice Pablo, y soy responsable de las decisiones que han de tomarse. Pero no me siento con capacidad para ello. Entonces diri­jo internamente al Señor la siguiente oración: «Señor, dame sabiduría. Amén». Todavía sigo sintiendo mi incapacidad. No soy consciente de que brote de repente en mí un chorro de sabidu­ría como resultado de mi oración. Es al llegar a este punto cuando debo dejar a un lado mis sentimientos y horrorizarme a mis creencias. Dios pro­mete sabiduría para cumplir con las responsabi­lidades a las que me ha llamado. Yo lo creo y, por consiguiente, actúo por fe. Reflexiono, escu­cho a mi esposa, vuelvo a reflexionar y, finalmen­te, llego a una decisión —incluso temblando con sentimientos de ineptitud—; pues debo decidir en virtud de la fuerza que me presta mi fe en Dios, quien llevará a cabo Su voluntad por me­dio de mí, aun en el caso de que mi decisión no sea acertada. Conforme continúo practicando la fe y actúo en virtud de mis creencias, los agra­dables sentimientos de aptitud y capacidad van surgiendo. Fíjense una vez más en el correcto orden: hecho, fe, sentimiento; o, conforme a los términos que he usado anteriormente: creencia, conducta, sentimiento. Si todo marido creyente captase los conceptos del presente párrafo, nin­guno renegaría de su responsabilidad bíblica en comprometerse íntimamente en los problemas de su familia, desde su puesto de autoridad amo­rosa.

El segundo aspecto que afecta a la capacidad y a la importancia personal es el aceptarse uno sí mismo como es. Hay mucha gente que se pasa la vida diciendo: «Yo podría aceptarme a mí mismo como una persona de importancia y de valer, si fuese más elegante, más guapo, de com­plexión atlética, o dotado de un mayor talento, etcétera.» Cuando un creyente capta la verdad de que Dios le ha diseñado y creado perfectamen­te para encajar con el mayor ajuste en el designio que para él tiene, y el creyente se apresta con todo el empeño de su voluntad a seguir en todo la voluntad de Dios, el aceptarse a sí mismo viene a ser el producto natural de un sentimiento creciente de agradecimiento a Dios por lo per­fecto de sus planes divinos. El asunto del acep­tarse a sí mismo es lo suficientemente importan­te como para merecer más atención de la que el objetivo de este libro permite prestarle. Qui­zás surjan otros libros que traten detalladamente sobre el método que un creyente ha de obser­var para llegar a una verdadera aceptación de sí mismo.

 

           Permítaseme, en un breve resumen, aseverar que la gente debe aceptarse a sí misma como per­sonas aptas para desempeñar un papel verdade­ramente importante a fin de que puedan considerarse sinceramente a sí mismas como algo valioso y gozar así del ideal de poder realizarse como personas normales. La necesidad de sentirse importante sólo puede ser satisfecha, si glorifico a Dios en mi vida, sometiéndome total­mente a El y a sus designios para mí Si yo vivo en completa docilidad a Su voluntad, El provee­rá la capacidad para llevar a cabo mis tareas. Entonces yo me acepto a mí mismo como per­fectamente diseñado para mi trabajo, y experi­mento mi realización como persona, al compro­meterme en el proyecto eternamente importante de edificar la Iglesia de Jesucristo. Quiero enfatizar de nuevo que el ejercicio de los dones espi­rituales en la iglesia local, es la estrategia más natural para comprometerme en una actividad del más profundo sentido y, mediante ello, sa­tisfacer mi necesidad de verme como algo valio­so e importante.

15. Anhelos 2

Tratando de comprender nuestros más profundos anhelos (II)

Para poder considerarnos a nosotros mismos como algo valioso, no sólo necesitamos alcanzar importancia, sino también estar seguros de que se nos quiere de veras. El cristianismo es esencialmente el drama de una relación comunitaria. Es una historia de amor que comienza con un divorcio. Nuestros primeros padres despreciaron el amor de un Creador-Compañero. Pero esta actitud los dejó vacíos. No sólo se separaron a sí mismos de una vida con sentido e importan­cia, sino que se destituyeron a sí mismos del amor que demandaba desesperadamente lo más íntimo de su ser. Pero, como Dios es Amor, El no dejó de amarnos, sino que inmediatamente confeccionó Su plan para proveernos de un camino de vuelta hacia El, de forma que la relación de amor pudiese quedar restablecida para siempre.

Pablo expresa a gritos su gozo por el hecho emo­cionante de que nada nos podrá separar del amor de Dios (Rom. 8:39).

No hace mucho, hablaba yo con una señora creyente que se empeñaba en que Dios había de­jado de amarla. Se sentía desesperadamente inse­gura. Su conducta durante los últimos años había sido tal, que seguramente me habría dado mala espina acerca de ella; pero por fortuna ella tenía Alguien más fiel y amoroso que yo, de quien po­der depender. Le rogué que leyese Romanos 8:32, 33. Se echó a llorar mientras poco a poco se iba percatando de que no podía conseguir que Dios cesase de amarla, aunque se dedicase ella a in­tentarlo durante el resto de su vida. (Es intere­sante y de algún modo acobardante el considerar la rica profundidad del mandato de Pablo a los maridos de amar a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia.) Incluso cuando yo era un pecador todavía, muerto espiritualmente y enemigo de Dios, El me amó, me buscó, y me constriñó con su amor inexplicable a que me acercase a El. La gente necesita esta clase de amor. Necesitamos, sí, necesitamos realmente ser amados tales como somos, ser amados a pesar de nuestros peores defectos. Necesitamos considerarnos a nosotros mismos como algo valioso. Para llegar a conse­guirlo, no sólo necesitamos sentirnos importan­tes, sino también estar seguros del amor incon­dicional que nos profese otra persona. Necesita­mos esta clase de relación.

Hay mucha gente que conoce la historia ver­dadera que tuvo lugar en un orfanato. Algunos bebés que estaban físicamente sanos, se iban mu­riendo misteriosamente. Nadie podía explicarse les muertes de estos niños que, en el plano físico, estaban bien cuidados. Por fin, alguien se dio cuenta de que parecía existir una relación direc­ta entre la personal atención amorosa y la salud física. Los niños que sobrevivían eran los más lindos y que eran tomados en brazos con más frecuencia por el personal del orfanato. Alquila­ron entonces a «madres profesionales» que aca­riciaban a los bebés, los llevaban en brazos con cariño y los apretaban contra su pecho con amor. Los bebés se sobrevivían. El misterio estaba re­suelto. Los seres humanos necesitan desesperada­mente ser amados con verdadero afecto.

La gente en general opera en uno o dos frentes para satisfacer su necesidad de sentirse seguros. A veces, damos los peores pasos para poner a prue­ba la sinceridad de los que dicen que nos quieren de veras. Una chica menor de veinte años que tenía un miedo terrible a no parecer atractiva, había contraído el hábito desconcertante de com­portarse muy rudamente con todo aquél que mos­trase un verdadero interés hacia ella. Cuando los chicos se marchaban de ella, ella se confirmaba más y más en el temor que abrigaba de que nadie la querría. El acercarse a un consejero le proveyó de alguien que perseverase en cuidarse de su caso, sin desanimarse por su modo de obrar. Aunque nunca justifiqué su conducta y rehusé actuar irresponsablemente, yo continué, con la gracia de Dios, amándola con un amor cristiano y le recor­dé con insistencia que ella nunca podría apagar el amor del Señor.

Hay una manera más típica (y más racional) de afrontar el problema de satisfacer la necesi­dad de seguridad, que consiste en comportarse del modo más amable posible, a fin de ganar con­fianza. Este método parece resultar mejor que el anterior, pero el precio que hay que pagar es demasiado alto. Tras un período de tiempo en que deliberadamente se intenta ganar la con­fianza del paciente, quedamos atrapados en la ne­cesidad de continuar presentando nuestros puntos aceptables y disimulando cuidadosamente nues­tras debilidades inaceptables. No hace mucho, una señora que había abandonado a su marido, presentó ya en nuestra primera sesión una his­toria increíble de perversión sexual, que incluía adulterio, incestos y lesbianismos. Yo me di cuen­ta de que, al terminar aquella primera sesión, ella estaba literalmente temblando de inseguridad. Cosas que durante tanto tiempo habían que­dado cuidadosamente ocultas, las desahogó ella en un momento de repentina efusión emo­cional. Ella temía que una lista semejante de ina­ceptables modos de conducta me inducirían con toda seguridad a rechazarla por completo. Es tanta la frecuencia con que tratamos de ser bue­nos a fin de ser aceptados… Los creyentes necesi­tamos agarrarnos con firmeza a la verdad libera­dora de que ahora ya no necesitamos aparentar ser buenos, precisamente porque ya hemos sido aceptados tales como somos por una persona in­finita que, mediante Su muerte, nos ha garantiza­do una total aceptabilidad.

Me ocurrió una vez tener que conversar con una señora que había estado casada por muchos años con un individuo áspero, descontentadizo y sin cariño. Ella se había secado personalmente, famélica de amor y hambrienta de seguridad de ser amada. En medio de su profunda agonía per­sonal, se había refugiado en el amor de otro hom­bre casado. Tan grande era su necesidad de ser amada y tan satisfactoria la nueva experiencia de una relación cálida y cariñosa, que con toda naturalidad sacó la conclusión de que su conduc­ta estaba de acuerdo con la voluntad de Dios. Después de todo, ¿no quiere Dios que seamos fe­lices? ¿Cuál debe ser la respuesta de un conseje­ro bíblico a esto? Si le dice con amabilidad: «Sí, usted necesita amor. Si se encuentra más segura con otro hombre, váyase con él», esto sería diametralmente opuesto a la enseñanza de la Biblia y totalmente inaceptable. Si le da una severa re­primenda y le dice: «Usted se ha metido en una vida de pecado. Tiene que arrepentirse y confe­sar su pecado. Vuélvase a su marido y aprenda a ser sumisa», esto no le ayudaría en manera alguna en su verdadera necesidad de ser amada. Un consejero bíblico, equipado con una correcta comprensión de la personalidad de su cliente y de la profunda necesidad personal de amor que ella sufre, tendría que decirle con calma, con fir­meza y con afecto: «Usted está en su derecho de buscar una satisfacción a su necesidad de amor. Dios ha creado a usted con esa profunda necesi­dad y quiere que pueda ser satisfecha. La tarea de usted consistirá en comprender cómo ha pro­gramado Dios el satisfacer su necesidad de segu­ridad dentro de los límites de Su voluntad res­pecto al matrimonio y la moral. Si usted está dispuesta a creer que Dios la ama y quiere lo mejor para usted, usted va a confiar en El lo suficiente para arrepentirse de su conducta peca­minosa y volverse a su marido. Echemos un vis­tazo a lo que Dios espera de usted como esposa, y tratemos de comprender cómo va El a satisfa­cer sus necesidades mediante la obediencia que usted Le preste.»

Tratando de satisfacer la necesidad de seguridad 

Necesitamos una clara comprensión de la ma­nera precisa con que Dios quiere satisfacer nuestra necesidad de seguridad. Los creyentes no tienen dificultad en hablar acerca de la suficien­cia de Cristo; pero el depender radicalmente de El para satisfacer cada una de nuestras necesi­dades, eso es harina de otro costal. Sin perca­tarse de lo que está ocurriendo, hay creyentes sinceros que abandonan su absoluta dependencia del Señor y mientras continúan afirmando la su­ficiencia de Jesús, comienzan a mirar a otros más bien que al Señor cuando se trata de satisfacer sus necesidades personales. La premisa primor­dial de mi argumentación es que no necesitamos literalmente nada más que al Señor y la provi­sión que ha escogido para nosotros. En un corto artículo sobre la depresión, un psicólogo cristiano negaba dicha premisa al dar implícitamente por supuesto que la dependencia de otra persona para satisfacer la necesidad de seguridad, es válida. Ha­cía ver que la gente deprimida son personas típi­camente dependientes, cuya necesidad de seguri­dad no está siendo satisfecha por aquellas otras personas de quienes están dependiendo respecto a la aceptación y al amor. Cuando las necesida­des no están satisfechas, se sufre, y cuando se sufre, puede predecirse como cosa corriente que surja el enfado y la ira contra la causa del sufri­miento (un deseo de hacer daño al que está ha­ciéndole daño a uno). Pero una persona depen­diente por naturaleza, no expresará su ira por miedo a perder lo poco de aceptación que todavía pueda quedar. Entonces, esa ira que no ha desa­parecido y que tiene que descargarse de alguna manera, la vuelve el individuo contra sí mismo y el resultado de ello es la depresión.

Yo no voy a discutir esta formulación básica, sino la curación que el referido autor sugiere. El sugiere que, puesto que el problema resulta de dirigir el enojo contra sí mismo, la curación se efectuaría dirigiendo el enojo hacia fuera, en­señando a la persona deprimida la manera de expresar su enojo aceptablemente. La exhortación de Pablo: «Airaos, pero no pequéis» (Ef. 4:26) es un texto al que se apela para sancionar bíblica­mente el consejo aludido. Ahora bien, es cierta­mente verdadero que el enojo expresado en tér­minos bíblicos para corregir una mala situación, puede ser sano y constructivo. Pero a mí me parece que con este método de aconsejar, el pro­blema central de vital importancia queda sin resolver. El problema no es el enojo; la verdade­ra culpabilidad (desde un punto de vista bíblico) radica en colocar mal la dependencia. La persona que se enfada con otra por no encontrar en ella el amor que exige de ella, está dando por des­contado que necesita el amor de dicha persona a fin de considerarse a sí misma como algo valioso.

Por supuesto, es algo legítimo el desear ser amado por alguien y el desearlo de un modo tan imperioso que su ausencia llega a ocasionar una pena y un sufrimiento profundo. Pero no se debe llegar al extremo de suponer que tal amor es abso­lutamente necesario para satisfacer la necesidad básica de seguridad. Si tal suposición fuese co­rrecta, entonces Dios no estaría en ese momento dando satisfacción cumplida a las necesidades de un hijo Suyo. ¿Acaso ha dado Dios pruebas de ser infiel? La suposición de esa persona deprimi­da es una equivocación, porque no se compagina con la realidad del Ser ni del Amor de Dios. No necesitamos absolutamente ninguna otra cosa que lo que Dios quiere o permite que tengamos. Pero habrá quien replique que Dios no tiene nada que ver con la pecaminosa actitud de esa otra persona que deliberadamente me rechaza sin mo­tivo. A ello respondo que, aunque es cierto, sin lugar a dudas, que Dios jamás es autor del peca­do, dicha objeción comporta una situación que puede provocar el pánico, porque de ser válida, no podríamos confiar en que Dios tuviese en sus manos el control de las circunstancias, de forma que hiciese que todas las cosas nos ayuden para bien (Rom. 8:28), sino que el pecador podría des­baratar el designio amoroso de Dios de proveer para cada una de nuestras necesidades. La única esperanza sería que la gente que nos rodea deci­diese cooperar con los planes de Dios; de lo con­trario, nuestra necesidad de amor quedaría insa­tisfecha. ¡Qué estado de cosas tan horrible e im­pensable!

En cambio, por débil que sea nuestra compren­sión de la omnipotencia y de la soberanía de Dios, ya es suficiente para que nuestra inquietud se re­laje, porque entonces estamos seguros de que Dios satisfará nuestras necesidades y nadie podrá detener Su amor ni desbaratar los planes de Su amor. Me veo en Sus manos y allí descanso segu­ro. Cuando alguien a quien amo me rechaza, yo puedo reaccionar con preocupación y tristeza por la quiebra de una relación personal. Pero, si reac­ciono con un daño personal causado por la ame­naza a mi seguridad básica, y si el daño que siento conduce al enfado, si estoy diciendo en mi interior: «Tú no has satisfecho mi necesidad y eso me vuelve loco o loca», entonces estoy pensando que, a fin de tener satisfecha mi necesidad per­sonal de seguridad, tengo que poseer el amor de esta persona, es decir, algo que, por el mo­mento, Dios no ha provisto para mí. Esta creen­cia es falsa. Porque no hay alternativa: o Dios me ha fallado o no me ha fallado; o está dando satisfacción a mis necesidades aquí y ahora, o no lo está haciendo. Mi fe cristiana exige que yo confíe en que Dios es fiel. Si yo necesitase de ve­ras el amor de dicha persona, Dios se encargaría de que no me faltase. Si no lo tengo, es que no lo necesito, aun cuando su ausencia pueda cau­sarme un profundo sentimiento de pérdida. (A menos que usted crea con todo su ser que de veras hay un Dios, este argumento es un callejón sin salida). Si yo dependo de la provisión que Dios ha dispuesto para mis necesidades, y no de lo que a mí me parece que necesito, reaccio­naré ante el rechazo no con enojo, sino con una deliberada acción de gracias en medio de mi tris­teza; y será una reacción sincera. Quizás habrá muchos que, al llegar a este punto, dirán: «¿Dar gracias por el rechazo de tal o cual? Puede ser que tenga fuerzas suficientes para llegar a decir (gracias), pero de seguro que no lo diría de cora­zón». Sin embargo, si mi mente está bien conven­cida del hecho asombroso de que el Dios sobe­rano del Universo me ama y se ha comprometido a proveerme de todo cuanto yo necesite, si real­mente creo esta verdad, entonces doblaré since­ramente mis rodillas en acción de gracias (a veces con gran dificultad, pero sí sinceramente) al ex­perimentar el rechazo por parte de otra persona, no porque el amor de Dios me compense de tal rechazo, sino porque el amor de Dios puede obrar a través de tal rechazo.

Los creyentes tienen a menudo un romántico, pero retorcido, punto de vista acerca del amor de Dios, que viene a decir: «Creeré que me amas si puedo salirme con la mía, si puedo hacer lo que quiera, ser lo que quiero ser, y tener lo que quiero tener». Esto equivale a mirar a Dios, no como a un verdadero Padre, sino más bien como a un indulgente y bonachón abuelito celestial. Cuando algo no marcha bien, piensan que Dios ya no les quiere como antes; de lo contrario, no hubiese consentido que sucediera esto. Lo cierto es que Dios nunca, desde el principio, nos ha querido con esa clase de amor Su amor procura sin cejar lo que más nos conviene, incluso cuando nosotros nos quedaríamos tan felizmente satisfe­chos con lo que más nos perjudica. Dios está trabajando sin cesar en la tarea de santificarme y purificarme. Aunque ya estoy completamente perdonado, y disfruto con El de una relación fa­miliar de Padre e hijo, relación que jamás cam­biará, no es menos verdad que todavía albergo en mi interior el poder del pecado con el proble­ma que comporta, y Dios me ama lo suficiente como para enderezar mis torceduras, limar mis aristas y cepillarme la suciedad, hasta que el brillo de Su Hijo resplandezca a través de mi vida. A veces, el proceso de la santificación comporta sufrimiento. Cuando, en medio de la dificultad, estoy anhelando que Dios me muestre Su amor, a menudo estoy pidiendo que me evite el pasar por las difíciles circunstancias. Si comprendiera el amor de Dios, me percataría de que, en reali­dad, estaría pidiéndole a Dios que me amase me­nos, como si le dijese: «Déjame en paz. No tengo ganas de seguir siendo refinado a fuerza de tri­bulaciones. Baja un poco la temperatura de ese amor ardiente Tuyo que, mediante ese dolor que me tuesta la piel, intenta moldearme a imagen de Jesucristo. Confórmate con una perfección de segunda clase y no me quieras tanto.» Pero esto es algo que El no puede hacer y no lo hará, por­que El siempre quiere para mí lo mejor y desea presentarme un día santo y sin mancha (Ef. 5:27). El proceso de limpiarme puede ser difícil. Quizás incluya el que yo sea rechazado por otra persona. Si esto ocurre, debo creer firmemente que Dios me está amando a través de tal circunstancia, y responder con acción de gracias, no precisamente por el rechazo, sino por la continua operación del amor de Dios, la cual puede hacer que tal rechazo resulte un medio para mi bien.

Job era un candidato hecho adrede para la de­presión. A pesar de que tuvo que pasar por prue­bas horribles y sufrió la más profunda angustia de alma, el relato bíblico sugiere que nunca su­frió esa clase de depresión que es producida por el enojo contra la circunstancia que luego una persona lo dirige contra sí misma. Y eso que to­das las circunstancias se habían puesto en con­tra suya: riquezas, salud, familia; todo le había desaparecido. A cualquiera le hubiera parecido un buen consejo psicológico el que se desahogase ex­presando su enfado por tantas pérdidas, en vez de recomerse en su interior. Pero, aunque Job experimentó la más profunda angustia de alma, no mostró por ello ningún resentimiento. En rea­lidad, no tuvo que atormentarse por el problema del enojo, simplemente porque se percató de que el punto central de la vida es la confianza, una completa, sencilla e ingenua dependencia de Dios:

«Aunque él me matare, en él esperaré» (Job 13:15). Como quiera que no dependiera de ninguna otra cosa más que de Dios, nunca llegó a eno­jarse y, por tanto, nunca padeció de depresión. El centro del problema que comporta el con­sejo de expresar el enojo como remedio contra la depresión, se palpa en la imprudente manera con que lo enfocó la mujer de Job. Reconociendo la soberanía de Dios, ella se dio cuenta de que Dios es la causa suprema y final de todo lo que ocurre, incluyendo la actividad de Satanás (y, por supuesto, todas las obras que él estimula, como el adulterio, el insulto, un desaire que otra persona nos hace en la iglesia, etc.). Por eso, ella alentó a Job a expresar su enfado y, según sus premisas, dio correctamente por supuesto que, en fin de cuentas, el enojo por el daño o la pérdida que sufre una persona siempre va dirigido contra Dios, puesto que El era el que había permitido que ocurriesen todas aquellas cosas tan horribles. Sus palabras: «Maldice a Dios y muérete» (Job 2:9), reflejan el error fundamental del consejo de dar rienda suelta a la expresión del enojo. El enfado es, al fin y al cabo, un enfado contra Dios por permitir que me ocurra esto o lo otro. No sirve el decir (como he oído tantas veces): «Yo no me enfado contra Dios; lo que pasa es que yo me com­porto bien y me enfado solamente por la manera como me trata mi marido.» No olvidemos que Dios está al final del corredor de las responsabi­lidades. Como El es soberano, a mí no me queda otra alternativa que o darle las gracias o echarle la culpa por cuanto me sucede. Si yo pudiese expresar mi enojo por el pecado de ser rechazado por otra persona sin que yo estuviese personal­mente amenazado o perjudicado por el pecado aludido, entonces el enojo sería correcto. Pero, por definición, la persona deprimida lo ha tomado ya como cometido contra ella misma (dice, por ejemplo: «El no me quiere y eso es lo que me vuelve loca, porque necesito su amor», o mis hi­jos, o mi dinero, o lo que sea).

Aun cuando se hubiese necesitado la clase de fe que traslada montañas, para que Job dijese «Gracias» en medio de sus problemas, soy de la opinión de que Job pudo fácilmente dar gracias a Dios por todo ello, al contemplar con una mi­rada retrospectiva el maravilloso designio amoro­so de Dios en el trasfondo de todos sus problemas. El libro de Job es una vivida ilustración de la verdad expresada en Romanos 8:28: «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.» ¿Cuál es su propósito? He sido escogido en él (Cristo) antes de la fun­dación del mundo, para que fuese santo y sin mancha delante de él (Ef. 1:4). Y ahora, con las promesas de Dios y con la ilustración de esas pro­mesas ante mis ojos en la Escritura, yo debo ca­minar por fe y dar gracias a Dios por cualquier prueba que me ocurra en la vida, incluyendo aque­llos penosos momentos en que las personas a quienes amo me rechazan. Pero esto lo puedo hacer solamente si me limito rígidamente a de­pender siempre de Dios en último término.

Con todo, el limitar estrictamente nuestra de­pendencia a sólo Dios no significa minimizar la importancia y el provecho de las relaciones hu­manas. Es justo y normal el disfrutar de un maravilloso sentido de seguridad emanado del amor y de la compañía de una esposa, de unos amigos, de hermanos y hermanas en Cristo. Cuando Dios me bendice con el amor de otras personas, yo debo responder con gratitud, disfrutando de ese amor y recibiendo el calor de la seguridad que dicho amor me presta; pero siempre he de re­conocer que mi más profunda necesidad y preo­cupación por mi seguridad está ya satisfecha y lo estará siempre por un eterno e inmutable Dios de amor. Si aquellos a quienes amo me vuelven la espalda, si me veo en una situación en que un cálido compañerismo no está a mi alcance, debo creer valerosamente que la ruta bíblica que con­duce a la satisfacción de las necesidades de segu­ridad está en reconocer que el soberano Dios del Universo me ama. Con El me basta para todo lo que necesito, porque El dispondrá todas mis cir­cunstancias hasta el más mínimo detalle de cada minuto (el creer esto requiere fe en un gran Dios), de tal manera que todas mis necesidades básicas serán satisfechas si confío en El. Por tanto, cual­quier cosa que me suceda, ya sean insultos, pér­dida de amor, rechazo, desaires, el no ser invitado a una determinada reunión social, yo he de reac­cionar con la respuesta racional y confiada de acción de gracias.

Sin embargo, la mayoría de nosotros reaccio­namos «automáticamente» con enfado en circuns­tancias de frustración o sufrimiento. No estoy sugiriendo que reprimamos estoicamente la ira, que pretendamos que no existe, y que forcemos a nuestros labios a decir «Gracias, Señor», en un esfuerzo por mostrar cuánto confiamos en El. Cuántas veces la gente oculta solapadamente su resentimiento, porque piensa que tales sentimien­tos no son propios de un cristiano. Cierto que no lo son, pero el ocultarlos sólo sirve para transigir con el problema. Hay una gran diferencia entre sentir enojo y reconocerlo como algo personal, y darle libre escape en un ataque de cólera. Lo primero es ineludible. Lo segundo es pecaminoso. La persona deprimida debería comportarse dentro de su enfado, no con resentimiento ni tratando de atacar a quien le ha causado el daño, sino (después de reconocer el enojo que ha sentido y confesarlo como un pecado de dependencia equi­vocada) dando gracias a Dios por el aconteci­miento que ha excitado su enojo, y con fe firme en que Dios está proveyendo amorosamente para él, en cada circunstancia, lo que precisamente es lo mejor para su crecimiento espiritual y para parecerse cada día más a Jesús. ¿Maldecir a Dios y morirse? ¿Continuar dependiendo de otros para satisfacer la necesidad de seguridad? ¿Reaccionar con un ataque exterior de enojo para vengarse del daño recibido? ¿No llegar jamás a estar se­guro en las manos de un Dios de amor, dejarse morir como persona, quedarse sin ser amado? ¡NO! No maldiga usted a Dios ni se muera, sino dé gracias a Dios y viva. Descanse en la seguridad del soberano amor de Dios y siéntase profunda­mente seguro como una persona que depende ab­soluta y solamente de Dios, confiando y esperando en El, aunque le mate; porque El siempre desea para nosotros lo mejor. Dé gracias a Dios y viva una vida plena, rica y satisfecha personalmente, como corresponde a todo aquel cuyas necesida­des personales más profundas de seguridad han sido y están siendo satisfechas en la persona de Jesucristo.

Permítaseme ilustrar este punto con un inci­dente personal más bien trivial. Hace aproxima­damente un año, fuimos en una excursión familiar de fin de semana a Disneylandia. Metimos las cosas en el coche, paramos junto a los naranja­les para comprar jugo fresco de naranjas de Flo­rida y proseguimos nuestro viaje de tres horas y media con el mejor de nuestros ánimos. Nues­tros dos hijos (que por entonces tenían tres y cinco años respectivamente) no podían estarse quietos de tanto entusiasmo, mi esposa iba son­riendo, y yo ardía interiormente de gozo con el pensamiento de lo que nos íbamos a divertir en aquella salida familiar. Apenas habíamos viaja­do durante quince minutos, cuando se nos des­hinchó una rueda. De una forma típica que yo tengo esperanzas de que se pase de moda, yo reaccioné con furiosa impaciencia, llevando eno­jado el coche hacia un lado de la pista, dando un portazo al salir de él, y abriendo de una sacudi­da el maletín de herramientas para emplear el gato. Mi esposa se apresuró a prepararme un vaso de naranjada fresca, en un esfuerzo por rebajar mi temperatura emocional. Con gesto ceñudo, me tragué de una vez el jugo y permanecí a tem­peratura de ebullición. Luego me percaté de que, en aquel momento, yo no estaba amando a mi esposa como Cristo amó a la Iglesia (ni mucho menos), y de que tampoco estaba educando a mis hijos en la disciplina y la admonición del Señor. Estaba siendo culpable de cometer pecados gra­ves, contra los que a menudo he aconsejado y predicado. Con todo, a pesar de percatarme de ello, yo me sentía atrapado en mi furor. Mi pro­blema no radicaba tanto en la dirección de mi enojo como en la presencia misma del enojo. En pocas palabras, yo estaba fuera de mí por lo que había ocurrido. No estaba consiguiendo lo que que­ría. Expresar mi irritación en «términos sanos y aceptables» no parecía la solución adecuada. El ob­jetivo deseado era echar de mi organismo aquel enojo, pero el gritar, dar patadas a la rueda y tirar violentamente al suelo el maletín de las he­rramientas, eran cosas que no parecían conducir­me en modo alguno hacia el objetivo deseado. En realidad, tendían a provocar el efecto contrario. Otra alternativa era forzar una sonrisa, pero me parecía totalmente imposible y, en el mejor de los casos, una actitud hipócrita. Estaba deseando zafarme de mi enojo y disfrutar de una calma interior, real y profunda; pero ¡cómo conseguirlo!

Entonces flotaron en mi conciencia las pala­bras de Pablo en Efesios 5:20: «Dando siempre gracias por todo.» ¿Por una rueda deshinchada? Pero yo no disfruto con ruedas deshinchadas y no veo ninguna ventaja en tener una así. Por cier­to, descubrí que mi rueda estaba tan echada a per­der que no admitía reparación posible. También se me ocurrió que un Dios que es soberano y om­nipotente, podía ciertamente haberme prevenido del estado de la rueda; pero también me vino a la mente con nueva intensidad que este Dios fuerte me ama con un amor perfecto y sempi­terno. Si yo creía de veras en todas estas cosas y concentraba el foco de mi atención mental en ellas (lo más recio de la batalla consiste en con­centrar la mente en las verdades bíblicas en me­dio de circunstancias adversas), entonces, creyen­do firmemente que todo debe obrar conjunta­mente para bien si dichas cosas son una realidad, tuve ya una base racional para dar gracias por la rueda deshinchada. Yo no me sentía en dispo­sición natural de dar gracias; pero los hechos ga­rantizaban y sostenían una conducta de acción de gracias como una actitud expresiva de una fe racional, lógica (nótese, una vez más, el orden: Comenzar por los hechos; actuar por fe en ellos; los sentimientos ya surgirán).

Pero a considerar (de pie todavía junto al co­che estropeado al lado de la pista) la verdad abrumadoramente confortante de que nunca puede sucederme nada que no cuente con el permiso de mi poderoso y amoroso Padre. El que me dio de buen grado a Su propio Hijo, no me negará nin­guna cosa buena, incluso una rueda deshinchada. A fin de apreciar la clase de «cosa buena» que incluye ruedas deshinchadas, se me hizo inmedia­tamente evidente que mi vida debe estar total­mente dedicada a cumplir los designios de Dios. Una rueda desinflada nunca la tendría yo por buena, si mis preferencias fuesen objetivos pro­yectados por mí mismo, como el llegar a Disneylandia a tal o cual hora con una determinada suma de dinero en mi cartera. Esta observación me sugirió un principio general: cuando quiera que yo tenga dificultad en dar gracias por algo que me pueda suceder en mi vida diaria, es pre­sumible que mi objetivo en tal momento no está en conformidad con la formación de la imagen de Cristo en mí. Si yo he puesto a los pies de Cristo todo derecho a cuanto yo pueda desear y he fijado mi decisión libre de vivir para cumplir Su designio (lo cual de un sentido importante a mi vida), estoy en posición de agradecer racional­mente a Dios todas las cosas, porque descanso seguro sabiendo que cuanto pueda sucederme se convierte para mí en una experiencia de creci­miento espiritual. Un segundo principio aparece evidente: Lo que importa no es lo que pueda su­ceder, sino mi reacción a lo que me suceda; si reacciono con ira, porque pienso equivocadamen­te que mi seguridad está amenazada o porque mis objetivos están programados por mí mismo, corro el riesgo de la depresión o del resentimien­to; si reacciono con acción de gracias, aceptando con mansedumbre cuando Dios haya provisto para mí, me voy asemejando más a Aquél que volunta­riamente se entregó en manos de inicuos, porque su deleite y su alimento era hacer la voluntad de Su Padre, hallándose seguro en una relación amo­rosa que nunca habría de fallar.

Aunque el hecho de que Dios nos ama es una verdad maravillosa que llena y satisface nues­tras necesidades, resulta difícil para cada uno de nosotros el echar mano y apropiarse de la reali­dad del amor de una Persona intangible e invisi­ble. Jesús nos mandó amarnos unos a otros (Juan 15:12), para mostrar un verdadero sentido de co­munidad y de unidad. El entrar dentro de la ple­nitud del amor de Dios es un proceso de creci­miento, el cual Dios ha determinado que sea esti­mulado y fomentado en la comunión amorosa de la iglesia local. No estoy, pues, sugiriendo que, puesto que ya me ama Dios, puedo convertirme en una isla espiritual sin perder nada maravilloso. En cierto sentido, nos necesitamos los unos a los otros. En mi propia vida personal, encuentro que la comunión entre los creyentes (disfrutando de sincera intercomunicación con otros creyentes en conversaciones centradas en la persona de Cristo, en momentos de sana diversión, en mutua expo­sición de nuestros problemas, en nuevos rayos de luz sacados de la Palabra de Dios) es una fuen­te vital de aliento y estímulo. ¿Lo necesito? ¡Sí! Y por eso lo ha provisto Dios para nosotros. Pero, si por alguna razón, hubiese algún tiempo en que no estuviese a mi alcance disfrutar de tal comu­nión, creo firmemente (aunque necesitaría mu­cha provisión de gracia para reforzar mi fe) que la persona de Jesucristo sería enteramente sufi­ciente, por sí sola, para satisfacer mis necesida­des personales y mantener íntegro y estable mi equilibrio psíquico.

No debemos suponer que, por el hecho de que el amor de Dios es suficiente, quedamos descar­gados de la responsabilidad de amarnos los unos a los otros de una manera sacrificada y genuina. Todo lo contrario. Si yo soy salvo por la gracia de Dios, tengo ahora el privilegio y la responsabi­lidad de servir de vehículo, mediante el cual pue­de Dios mostrar Su amor por ustedes. Las igle­sias son a menudo unos lugares tan fríos… Todo el afecto se limita a una sonrisa medio forzada y a un «¿Cómo se encuentra usted hoy?». Dios nunca pretendió que eso fuese así. La gente está necesitada de afecto. Cristo nos ama. Y él ha es­tablecido que la comunión amorosa de los cre­yentes sea el medio visible de demostrar Su amor unos hacia otros y también hacia el mundo. La comunidad cristiana local es el instrumento pri­mordial de Dios para que podamos satisfacer nuestra necesidad de seguridad, lo mismo que la de nuestra importancia personal.

RESUMEN

Si hemos de comprender los problemas de la gente, debemos investigar, por debajo de los sín­tomas, las verdaderas necesidades personales de unos seres creados a semejanza de un Dios perso­nal. Para una correcta comprensión de la gente, es básico el reconocer que las personas necesitan considerarse a sí mismas como algo valioso. A fin de conseguirlo, se necesita poseer un verda­dero sentido de la propia vida y una verdadera seguridad. Aun cuando la mayoría de la gente de nuestro tiempo parece contentarse con una base falsificada, más o menos satisfactoria para llenar dichas necesidades, en último término di­chas necesidades sólo pueden encontrar plena sa­tisfacción en Jesucristo. Es urgentemente necesa­rio considerar esta verdad no como una mera conversación religiosa, sino como una realidad perentoria que marca una aplastante diferencia en el dilema de sentirse vacío o lleno, desconten­to o profundamente satisfecho. Finalmente, es también necesario desarrollar los recursos espi­rituales de la iglesia local (ejercicio de los dones y verdadera comunión) para responder a dichas necesidades.

16. Problema

 La raíz del problema

Uno de los puntos más debatidos en Psicología se refiere al papel que desempeña el pensamiento en la determinación de la conducta. Todos pare­cen estar de acuerdo en que la gente piensa, y que lo que piensa tiene importancia, pero son abundantes los diferentes puntos de vista acerca del grado de importancia que tiene el pensar y acerca de los motivos que impelen a la gente a pensar de un modo determinado. Voy a justifi­car la siguiente semi-técnica discusión acerca del pensar (el término «percepción» podría ser un vocablo más apropiado para lo que intento de­mostrar) afirmando mi fe en que la Biblia ense­ña que el punto de partida de todo problema emocional que no sea causado por una disfun­ción orgánica, es un problema de pensamiento, una creencia equivocada acerca del modo de sa­tisfacer las necesidades personales. Para compren­der adecuadamente los problemas en que la gen­te se mete, no tengo más remedio que desarrollar algunas ideas acerca del modo de pensar de la gente.

Freud habló del pensar como de un proceso primario; se refería a un modo de pensar mode­lado conforme al principio del placer (experimen­tar placer a toda costa), sin considerar para nada el principio de la realidad (qué es en realidad lo pensado). Si una madre no permite mamar a su bebé, surge en el niño un proceso secundario o pensamiento realista con que aceptar la dilación, tras el cual surge el intento de acortar el plazo o, si esto no le es posible, llega a aceptar la dilación. El proceso primario del pensamiento podría con­ducir a la alucinación de experimentar el disfrute de algo que no existía allí. Un continuado proce­so primario del pensamiento conduce a una per­sona a encerrarse en su mundo interior, privado e irreal, donde la satisfacción que se piensa como inalcanzable en la realidad, se puede alcanzar me­diante un esfuerzo de la imaginación o fantasía. El elemento que yo quiero subrayar aquí es el concepto de que la gente tiene capacidad para tratar de satisfacer sus necesidades por vías irracionales. El mundo de sus pensamientos co­mienza a incluir creencias e ideas desconectadas de una realidad que ellos perciben como un in­centivo para una satisfacción inalcanzable.

Rogers nos retrotrae diez pasos atrás al mini­mizar lo que una persona pueda pensar y enfoca su atención hacia los sentimientos. La frase «pro­blema emocional» refleja este énfasis en el plano sentimental de una persona. Rogers no cree que, para ayudar a una persona con problemas, se necesite algo más que ayudar a esta persona a que asimile sus sentimientos (y él quiere decir literalmente reacciones viscelares, no conocimientos sentimentales). Siempre que una persona, con buena intención, pero sin la debida formación profesional, trata de aconsejar a alguien, lo pri­mero que hace es preguntarle: «¿Cómo se siente usted?». La pregunta es correcta, pero ¿qué hará usted si le responde: «Me encuentro desastroso»? Los adeptos de Rogers responderían con un «Us­ted se siente muy decaído hoy». Si el cliente replica entonces: «Si así es. ¿Puede usted ayu­darme?», el consecuente y ejemplar consejero po­dría decirle: «Usted abriga la esperanza de que yo pueda servirle de ayuda». Yo sé de un aficio­nado a las teorías de Rogers que, en un papel de consejero académico de noveles universitarios, dicen que respondió a uno que le pidió consejo, con la siguiente perogrullada: «Usted está preo­cupado acerca de los cursos que le convendría tomar para pasar con éxito los exámenes de grado.»

Conste que yo me opongo a quienes, en nom­bre de las Escrituras, se niegan a escuchar ni una sola palabra de Rogers. No hay nada malo, y a veces mucho bueno, en reflejar delicada y cálida­mente los sentimientos de un cliente en un inten­to por comprenderle y (a menudo, igualmente im­portante) por ayudarle a sentirse comprendido. El problema de Rogers no está tanto en lo que hace cuanto en lo que deja de hacer. Si yo llevo mi coche al mecánico y le digo que los frenos no funcionan, es de suponer que me llevaría una agradable sorpresa al escuchar de sus labios: «¡Vaya contrariedad! Apuesto a que eso le preo­cupa de veras». Pero, si al pedirle yo que me los repare, pusiese él cálidamente la mano en mi hombro y me replicase con una sonrisa: «Usted se siente ansioso de veras por ver esto arreglado», supongo que mi agradable sorpresa inicial se tor­naría en desconfianza y frustración. Yo necesito su comprensión conceptual del problema y su consiguiente competencia en el arte de reparar mis frenos. Su simpatía es de apreciar, pero eso no basta; ¿por qué? Sencillamente, porque el co­che ha sido fabricado de acuerdo con un plan racional (aunque el descapotar alguno tienda a sembrar sospechas sobre lo correcto de tal su­posición) y su reparación exige una comprensión inteligente de dicho plan.

Ahora bien, es igualmente claro que la mayor parte de las cosas son producto de un plan o proyecto, o al menos funcionan de acuerdo con una cierta (aunque, a veces, no especificada) re­gularidad. Las cosas no parecen suceder al azar, sin más ni más. Cuando siento un dolor en el pecho, supongo que no es una ocurrencia casual que carece de causa y de remedio. Es posible que mi médico no sea capaz de diagnosticar la causa o que pueda equivocarse en prescribir el remedio, pero tanto él como todos los de su pro­fesión suponen que existe una causa. Francis Schaeffer ha hecho notar que la ciencia moderna está basada en la suposición de que en la naturaleza existen unas leyes discernibles y posibles de predecir. Yo necesito algo más que simpatía de parte de mi médico. Quiero que descubra la causa real de mi problema y que me prescriba lógica y científicamente (sobre la base de una re­gularidad previamente constatada) el tratamiento que haya de surtir efecto. Yo no supongo (nadie lo supone) que mis síntomas físicos sean algo que me ha sobrevenido al azar, por pura casualidad.

No hay absolutamente ninguna razón para su­poner a priori que los síntomas psíquicos (una conducta inadaptada, miedos irracionales, etcé­tera) respondan menos que los físicos a unas le­yes previamente programadas. En un determinado momento, un consejero necesita suministrar in­formación acerca de las normas que regulan una vida psíquica eficiente. En cambio, Rogers nos dice que habríamos de estimular a los pacientes a que marchen en la dirección que les indiquen sus «sentimientos viscerales». El suponer, como lo hacen los adeptos de Rogers, que no existe ninguna ley externa que sea de universal aplica­ción y a la que, por tanto, la gente deba some­terse, si es que desea disfrutar de salud personal (no precisamente física), equivale a sostener que cada una de las funciones de una persona es algo aparte y totalmente diferente de cualquiera otra que pueda operar en la naturaleza. Lo que estoy tratando de enfatizar es lo razonable que resulta el suponer que existe una verdadera realidad ex­terior que debemos conocer y a la que debemos ajustamos, si es que esperamos que nuestra psi­cología funcione de un modo eficiente.

Permítaseme reafirmar los dos puntos desarro­llados hasta ahora. Primero, que la gente puede evadirse de la realidad en su esfuerzo por satis­facer sus necesidades personales. Segundo, que existe de veras una realidad determinada a la que debemos ajustamos, si es que realmente he­mos de ver satisfechas nuestras necesidades.

La próxima observación que es preciso hacer, implica el discutir cómo el pensamiento influye en nuestros sentimientos y en nuestro comporta­miento. Los behavioristas o conductistas fisioló­gicos (externos) a estímulos que provienen del exterior. Como ya dijimos en el capítulo tercero, Skinner afirma que el ser humano es un cero en el terreno racional y emocional, y que en el interior de la mente humana no ocurre nada que tenga ningún sentido causal. Sostiene que todo lo que una persona hace es enteramente el resultado de una conjunción de fuerzas (y de la historia de esas fuerzas) que irrumpen y hacen su impacto sobre tal persona. Ahora bien, en un recuento fascinante de una serie de experimentos, Don Dulany ha reunido evidencia suficiente de que el modo como una persona interpreta su medio am­biente, lo que ella cree que existe en ese su mun­do y los valores que asigna a los diversos ele­mentos de su entorno, influyen decisivamente en su comportamiento y de hecho controlan su con­ducta. Este señor ha sistematizado sus ideas en lo que él llama la teoría del control proposicional. Las proposiciones (es decir, los juicios lógi­cos) que una persona alberga en su mente, esto es, lo que él se dice a sí mismo en su interior, es lo que controla directamente todo cuanto él hace después en cada situación. Albert Ellis da un paso más y asegura que estas expresiones internas de una persona (en lo que consiste realmente el pen­sar) no sólo controlan la conducta de esa perso­na, sino también sus sentimientos. El modo en que una persona enjuicia un suceso determinado (aquello es terrible, esto es estupendo, etc.) de­termina el modo con que tal persona reaccionará emocionalmente ante tal suceso. Por ejemplo, si un allegado nuestro a quien queremos (llamémos­le A) se muere, uno de nosotros (llamémosle B) se apena profundamente. ¿Qué es lo que causa dicha pena? La respuesta normal y corriente será: «Naturalmente, la muerte de A ha hecho desdi­chado a B.» Supongamos que A ha muerto, pero B despreciaba a A. Ahora tendremos que un mismo acontecimiento (la muerte de A) produce una reacción de sentimientos positivos, simplemente porque B asigna un valor diferente (formula en su mente un juicio diferente) a tal suceso. En otras palabras, no es el suceso el que controla al sentimiento, sino el valor que la mente atribuye al suceso. Ellis llama a esto la Teoría A-B-C de la emoción: A (lo que le sucede a uno) no controla a C (lo que uno siente), sino que B (lo que uno piensa de A) es en realidad lo que tiene la respon­sabilidad directa de C (lo que uno siente).

Aun cuando estos argumentos quedan en pie, existe suficiente evidencia psicológica para man­tener el siguiente tercer aserto que voy a sentar: la manera de pensar de una persona tiene mucho que ver con lo que dicha persona hace y con el modo como se siente.

La Biblia, que es la norma definitiva del cre­yente, está a favor de los psicólogos que enfatizan la importancia del pensamiento. «Cual es su pen­samiento (del avaro) en su corazón, tal es él» (Prov. 23:7). En Romanos 12:2, Pablo nos exhorta a no conformarnos a este siglo (que es una falsa realidad), sino a transformarnos por medio de la renovación de nuestro entendimiento. Nótese que ello implica: 1) que es posible creer, en la zona mental, en una realidad falsa; 2) que existe una realidad verdadera a la que debe ajustarse nuestra mentalidad; 3) si estoy dispuesto a or­denar mi vida correctamente en la presencia de Dios, es necesario que piense pensamientos correctos. En Efesios 4:17, escribe Pablo: «Esto, pues, digo y requiero en el Señor: que ya no andéis como los otros gentiles, que andan en la vanidad de su mente», y añade en el versículo 18 que el entendimiento de dichos gentiles está entenebrecido. Un pensar en falso conduce a un andar en falso (conducta y sentimientos). La Es­critura abunda en referencias a la importancia que tiene el pensar correcto (V. Fil. 4:8). Es, pues, evidente que lo que pensamos tiene una tremen­da importancia.

Voy a resumir lo dicho hasta ahora, pero voy a cambiar el orden de los puntos en otro más lógico:

  1. Lo que pienso tiene una influencia decisiva en lo que hago y siento.
  2. Existe una realidad verdadera, de la que debo percatarme (pensar en ella, estar con­vencido, creer) y a la que debo conformar mi conducta, si he de disfrutar de un sen­timiento de bienestar personal y de una vida eficiente.
  3. Es posible que uno crea algo que es falso y que, por tanto, se comporte y sienta de tal modo que el resultado de todo ello sea el no encontrar satisfacción para sus nece­sidades.

El tema de este capítulo puede definirse en una sola frase compuesta: Los problemas personales comienzan con una creencia errónea, la cual con­duce a comportamientos y sentimientos que nos privan de satisfacer nuestras más profundas ne­cesidades personales. Fíjense en la tentación a Eva. Dios había dicho que un determinado com­portamiento quedaba prohibido. Imaginémonos un círculo y llamémosle el mundo que Dios había proyectado para Eva. El comer del árbol prohibi­do era un acto fuera de dicho círculo. Lo esencial de la tentación de Satanás consistió en animar a Eva a decirse a sí misma cosas falsas, a creer algo falso: «Mis necesidades personales pueden encon­trar una mayor satisfacción y yo seré una perso­na más importante si me salgo fuera del círculo de Dios.» Antes ya de comer del árbol prohibido estaría naturalmente resentida de los límites del círculo, porque ya pensaba que sus necesidades podían ser mejor satisfechas fuera del círculo. Así fue como experimentó el problema del resen­timiento. Tan pronto como se salió del círculo de la obediencia (a lo que le condujo su erróneo pensar) ofendió las normas de un Dios santo que le había exigido obediencia, y así experimentó el problema de la culpabilidad.

Los problemas de resentimiento, culpabilidad y angustia parecen ser los tres desordenes básicos que subyacen a todos los problemas personales; y los tres existen simplemente porque concebimos pensamientos incorrectos (ver el diagrama 1 en la página siguiente). Comenzamos por pensar que lo que Dios ha provisto para nosotros no es lo mejor, ya se trate de unos padres ásperos, de una esposa frígida, de un marido sin afecto, de una en­fermedad física o de cualquier otra cosa. Estamos resentidos de lo que Dios nos ha dado. Cuando desobedecemos a Dios a fin de obtener lo que El ha prohibido (divorciarse de una esposa desagra­dable), estamos en una situación de culpa. Cuando todo marcha en nuestra vida por nuestros propios caminos y, para ser felices, dependemos de esos caminos, nos preocupa el que las cosas puedan tomar un sesgo diferente el día de mañana, y eso nos produce ansiedad. Y todo ello tiene como base unas convicciones equivocadas acerca del mejor modo de satisfacer nuestras necesidades personales. Creemos que, para ser felices, debemos organizar nuestra vida de una determinada forma, necesitamos ciertas cosas y estamos deci­didos a obtenerlas como sea. Y así fallamos en confiar que nuestro amoroso e infinito Dios sa­tisfará nuestras necesidades.

La tarea inicial del consejero bíblico consiste en percatarse de las básicas necesidades perso­nales de la gente (importancia personal y segu­ridad) y en descubrir los falsos conceptos acerca del modo como dichas necesidades deben ser sa­tisfechas; esos falsos conceptos que han originado una conducta pecaminosa (el problema de la cul­pabilidad) o unos sentimientos pecaminosos (re­sentimiento o ansiedad). La personalidad humana no puede marchar sobre ruedas, mientras le aco­sen los sentimientos de culpa, de resentimiento o de ansiedad. Para deshacerse definitivamente.

Las tres raíces de los problemas emocionales

de esos problemas, deben ser puestos en claro y corregidos a tiempo esos procesos erróneos del pensar que ocasionaron el problema, procesos mentales que obedecían a un falso punto de vista acerca del modo de satisfacer las necesidades per­sonales. Y el poder llevar esto a cabo es la parte primordial de la tarea de un consejero.

El círculo representa el mundo en que vivimos. A mí me gusta B (por ejemplo, el dinero), pero dependo de tenerlo para satisfacer mis necesida­des. Como no está en mi mano el asegurar que tendré B mañana, me sobreviene la ansiedad. Abo­rrezco a 2 (por ejemplo, un marido que no me quiere) y me niego a aceptarlo como una provi­sión amorosa de Dios, porque abrigo la convic­ción equivocada de que necesito otra cosa para sentirme como algo valioso. Por eso, me invade el resentimiento. Me convenzo de que necesito a Y (por ejemplo, otra mujer) y me salgo fuera del círculo de lo que Dios ha provisto, a fin de conseguirla. Entonces soy culpable. La base para la curación está en aprender a estar satisfecho dentro del círculo que Dios me ha asignado.

17. Telarañas

Quitando telarañas

Hasta ahora he desarrollado el concepto de que la gente tiene sus necesidades y he analizado unos cuantos conceptos básicos acerca del pensar. Mi propósito en el presente capítulo es investigar cómo puede un consejero, pertrechado con dichas ideas fundamentales, comprender la enrevesada lista de problemas que se le presentan a diario en su despacho.

Viene una madre lamentándose: «Yo quiero a mi hija, pero pierdo la paciencia con ella. Se pone a veces tan insoportable que le pego fuerte en mis accesos de cólera. Ya sé que eso está mal. Ya me lo ha dicho mi pastor y ha insistido en que cese de hacerlo. Pero continúo haciéndolo, a pesar de saber que es algo terrible.» Un consejero bíblico se diría a sí mismo, mientras escucha a esta desconcertada madre: «Se ve que tiene una profunda necesidad de considerarse a sí misma como algo valioso. A fin de satisfacer dicha ne­cesidad, tiene que satisfacer las dos necesidades subordinadas a la primera, que son la importan­cia personal y la seguridad. No hay duda de que tiene un falso concepto acerca del modo de sa­tisfacer tales necesidades; está dependiendo de bases falsas. Ya lo veo, pero, ¿qué debo hacer ahora?» El objetivo del presente capítulo es re­llenar la no pequeña brecha que media entre los principios básicos y el problema concreto. Para llenar tal brecha es preciso analizar antes el de­sarrollo de la primera infancia. Frente al hechizo del momento presente, que podría hacernos ver la investigación de tal desarrollo histórico como algo tan innecesario (y, algunas veces, casi tan largo) como los cuarenta años del errabundo pe­regrinar por el desierto, el investigar los componentes genéticos de los problemas personales po­dría también parecer contrario a las normas bí­blicas. La mayoría de la gente está completamente desilusionada con la tradicional terapia de esos largos viajes de vuelta a la infancia, para escu­driñar las inconscientes fijaciones infantiles que contienen la clave de nuestros problemas de adul­tos. Behavioristas, gestaltistas, terapeutas del rea­lismo, rogerianos, existencialistas, mowrerianos y demás consejeros de esta laya, han objetado con­vincentemente al psicoanálisis ortodoxo que, sin un estudio detallado del contenido histórico (que se presupone cargado de emociones negativas, re­primidas en el inconsciente), no pueden tener lu­gar en una persona cambios de importancia. La Escritura insiste en la liberadora verdad de que no somos esclavos de nuestro pasado, sino de Cristo, quien nos ha liberado de la esclavitud de una naturaleza pecaminosa. El Señor posee un poder maravilloso para revolucionar nuestras vidas. El tomó a un individuo tan impetuoso y agresivo como Pedro y lo transformó (sin escu­driñar su infancia, que sepamos) en el tipo pater­nal, todavía lanzado, pero bien armado ahora de paciencia, que sus dos epístolas nos muestran. (Quizás sea más exacto decir que le cambió el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, y de allí en adelante. (Nota del traductor).

 El apóstol Juan sufrió también una notable trans­formación: siendo un hombre vengativo (Lc. 9:54), excluyente (Lc. 9:49) y ambicioso (Mt. 20:21), fue transformado en el tierno apóstol del amor. El tiempo que pasó con Jesús cambió su personalidad. La lista de tipos de conducta pe­caminosa registrados en 1Cor. 6:9, 10; es larga y deprimente. Pablo añade: «Y esto erais algunos», en tiempo pasado. Aquellas gentes habían cam­biado. ¿Cómo? Allegándose al Salvador y echando mano del poder de Su Espíritu para llegar a ser conformes a la imagen del Hijo de Dios. Podría­mos presentar innumerables testimonios de ma­ridos borrachos, mentirosos, estafadores, coléri­cos, etc., como prueba de la realidad del grandioso poder de Dios para cambiar profundamente a las personas.

El consejero bíblico debe acometer su tarea pro­fundamente convencido de estas apasionantes ver­dades. Pero necesita algo más. Necesita compren­der con precisión cuál es el problema que está impidiendo a su cliente el experimentar el trans­formante poder de Dios. Sabe que la transforma­ción se realiza mediante la renovación de la men­te, a fuerza de pensar ideas exactas, basadas en la realidad de Dios. Necesitará conocer con exac­titud cuál es el proceso mental del cliente que le está creando el problema. Y a fin de conocer lo que el cliente piensa de momento, le ayudará mucho el comprender cómo aprende la gente a pensar de una manera determinada acerca del modo como sus necesidades pueden verse satis­fechas. La Historia cobra su importancia cuando contribuye a que comprendamos el presente o, más exactamente, el actual pensar erróneo que late tras el comportamiento o los sentimientos de un determinado problema.

En los primeros años de su vida, los niños adquieren una impresión general acerca del mun­do, particularmente del mundo de las personas que les rodean. Unas les parecen amables; otras, dañosas; unas les quieren, otras no les hacen caso. Conforme comienzan a hablar, las primeras im­presiones generales e inarticuladas comienzan a revestirse de palabras y a desarrollar pensamien­tos o convicciones. Perciben el mundo de un modo más bien global e indiferenciado. Ven a todas las personas como revestidas de unas cualidades si­milares a las de los adultos que más relevancia tienen en su vida infantil. Es en este mundillo de personas, conforme El lo percibe, donde el niño que va creciendo tiene que aprender algún modo de satisfacer sus profundas necesidades de importancia y seguridad personales. Proverbios 22:15 enseña que la necedad está ligada en el corazón del muchacho. Es natural que los niños anden buscando los modos de satisfacer sus ne­cesidades sin tener en cuenta a Dios. En esto consiste la necedad, pues no existen tales modos; pero los niños carecen de sensatez. No hay nin­guno que busque a Dios, ni los de usted ni los míos. Los niños toman como una verdad la men­tira de Satanás a Eva de que «tú puedes satisfacer tus necesidades según tus caprichos; decide tú misma el curso de tus acciones; mira por ti misma; si deseas ser dichosa, insiste en tener las cosas del mundo que a ti te plazcan». El pecado original está produciendo su efecto mortífero en las mentes de los niños desde el momento en que nacen. El comportamiento de los niños traiciona su modo de pensar: «Me quedaré satisfecho si me dan una zurra cada vez que yo grite.» Con­forme el niño comienza a andar y luego es ya un escolar, su mente va ideando cuál es el mejor método para satisfacer su necesidad de tenerse a sí mismo como persona importante: «Si tengo la más primorosa bicicleta del barrio, si consigo que mamá se fije en mí más que en mi hermano, si gano en el juego de damas, etc.» Parece ser que, conforme el tiempo va pasando, cada per­sona va desarrollando una creencia general que se convierte en la actividad rectora de todo su comportamiento. Adler llama a esto una ficción rectora, un sentido erróneo acerca del mejor modo de compensar el sentimiento de inferiori­dad, una falsa creencia que influye decisivamente en lo que se hace o se deja de hacer. Tim La Haye ha escrito un interesante estudio sobre los diver­sos temperamentos, resucitando la idea hipocrática de que cada uno tiene un estilo personal relativamente fijo. La mayoría de los padres es­tarán de acuerdo en que, a pesar de la semejanza en el procedimiento de educar a sus hijos, cada uno desarrolla una personalidad única, profun­damente individualizada. Sin entrar en discusio­nes acerca del porcentaje de importancia que co­rresponde a la herencia y a la educación, me atrevería a decir que los diversos estilos de per­sonalidad se explican, en parte, cuando se com­prende: 1) el modo cómo un niño percibe su mundo; 2) cuál piensa él que es el mejor modo de maniobrar en este mundo para conseguir las satisfacciones que necesita. Una simple experien­cia de un penoso trauma puede enseñar a un niño susceptible que «la gente hace daño o perjudica». El mejor modo de desenvolverse en un mundo lleno de gente dañosa es andarse con precaución. Como resultado de no tener jamás una relación cálida y abierta con otras personas, dicho sujeto nunca podrá experimentar el gozo alentador de una relación interpersonal de mutua solicitud e intimidad. Quizás es éste uno de los géneros de trasfondo que produce el tipo de individuo mal­humorado, ensimismado y melancólico que des­cribe La Haye.

Los dos puntos críticos que es necesario enten­der son: primero, que cada uno de nosotros tien­de a percibir inconscientemente a la gente (al menos al mundillo de la gente más próximo a no­sotros) de un modo más bien estereotipado, según lo aprendimos en la niñez; segundo, que seguimos manteniendo una convicción básica acerca del módulo de conducta que nos parece más adecuado para satisfacer nuestras necesidades dentro del mundo que nos rodea. En la medida en que dicha convicción sea errónea, tendremos problemas en nuestra vida.

Para ilustrar este pensamiento, vamos a volver al caso de la madre que pierde el control sobre su hija. Antes de que traspase el umbral de su despacho, ya sabe el consejero bíblico que ella tiene profundas necesidades personales que pro­bablemente no están debidamente satisfechas (son muy pocas las personas que vienen a un consejero a decirle lo felices que son), y que, por tanto, debe de estar actuando conforme a falsos presu­puestos acerca del modo adecuado de satisfacer dichas necesidades. Unas simples y directas pre­guntas que se le ocurran al consejero al primer golpe de vista pueden servir para revelar la per­tinente información que seguirá después. La ma­dre era un tipo de mujer fría, sin afecto y poco expansiva. El padre era D. Neutral y raras veces aparecía por casa. De estos pocos factores podría sacarse con bastante probabilidad la conclusión de que el mundo de su niñez poseía pocos atrac­tivos.

La posterior lista de preguntas habría de hacer­se respecto a los módulos de conducta que un niño o niña con un entorno de tales característi­cas, podría creer que eran los más eficientes para satisfacer sus necesidades. Conforme iba crecien­do, podría descubrirse que las únicas cosas por las que pudo atraer la atención de otras personas eran su habilidad para organizar con éxito las actividades de un club o un guateque con los amigos o, a lo más, para estudiar de lo lindo a fin de conseguir buenas notas. Así es cómo llega a la siguiente conclusión: «Me voy a considerar a mí misma como persona importante si puedo arreglármelas para organizar cosas, porque lo único que me ha merecido alguna atención por parte de mis padres ha sido la habilidad en organizar algo.» Más tarde se casa, aferrándose todavía a su falsa presuposición. Quizá se unirá a un hom­bre más bien dócil, al que cree que podrá manejar a su gusto. Durante algún tiempo, parece tener éxito en su vida matrimonial y se siente relati­vamente segura, aunque, sin un amor incondicio­nal al Señor que pueda llenar su corazón, se en­contrará a sí misma bajo una constante presión para continuar demostrando sus habilidades a fin de mantener su sentimiento de seguridad. Luego viene al mundo su hija. El bebé se encuentra a gusto en brazos de su madre, tiene para ella (su base de aprovisionamiento) más sonrisas que para ninguna otra persona y la madre se siente estu­pendamente competente en su nuevo papel y fe­lizmente segura.

Tan pronto como pasan unos pocos años, la madre se percata más y más del desconcertante comportamiento de su hija, la cual no es tan obediente como debiera, ni se comporta en mu­chas cosas como sería el deseo de su madre. Qui­zás el padre se limita a comentar negativa e im­prudentemente que la hija parece escapar a todo control o critica cosas que hace la madre. Enton­ces la madre se ve amenazada y reacciona con una especie de pánico, de frustración, etc., casi de histeria. Lo que se halla en juego es la nece­sidad de seguridad que la madre siente. Cada caso de mala conducta por parte de la hija se con­vierte a los ojos de la madre en un reto a su competencia y, como quiera que su seguridad esté ligada a su sentimiento de competencia, sus más profundas necesidades personales quedan también implicadas. Todo esto le ocurre a causa de un concepto erróneo e insensato sobre el modo de obtener su seguridad personal. Por eso redobla sus esfuerzos por controlar a su hija. Resulta fá­cil el predecir que la hija opondrá más y más re­sistencia a esa mayor presión, hasta resultar cada vez más difícil de controlar. La madre empieza a salirse de sus casillas y a sufrir accesos de his­teria, precisamente lo contrario de la mujer tran­quila y competente que se había propuesto ser. Al sentirse frustrada, se enfurece contra el obs­táculo que se opone a la realización de sus deseos, es decir, contra su ingobernable hija; y así es cómo se desarrolla el problema.

Mowrer habla de la «paradoja neurótica». ¿Por qué se comporta la gente de unas maneras que son obviamente ineficaces para producir los resul­tados que se desea obtener? Creo que la respues­ta es clara: porque está creyendo una mentira, una errónea suposición acerca del modo de sa­tisfacer sus necesidades, y se comportan en con­secuencia con tal suposición. Como su estabilidad psicológica (que depende del sentimiento de la propia importancia) está en juego, siguen to­zudamente manteniendo su falsa creencia. Pero, al ser erróneo su pensar, su conducta no puede conducirles a la satisfacción de su necesidad.

¿Qué es lo que el consejero bíblico podría de­cir a esta madre frustrada? «Usted necesita sen­tirse segura. Usted ha aprendido que el modo de sentirse segura es poder manejar las cosas efi­cientemente, desplegando así su competencia y ganándose el reconocimiento de los demás. En pri­mer lugar, esta creencia es simplemente incorrec­ta, según veremos más tarde. En segundo lugar, su creencia carece de eficacia, pues le lleva a es­forzarse sin éxito por controlar a su hija. Ahora bien, ¿qué necesidades está usted tratando de sa­tisfacer cuando corrige o amonesta a su hija? ¿Las de su hija o las de usted misma? Sin duda, las de usted. Por eso su hija se siente manipula­da por usted, y así es en efecto, pues se percata de que usted quiere que sea buena, no por el bien de ella, sino por quedar usted satisfecha. Y eso contribuye a que ella se sienta insegura. Y está ahora aprendiendo a compensar su inseguridad a base de luchar contra usted, para no verse arras­trada a una situación familiar en la que ella queda reducida a la condición de un mero objeto, en vez de ser una persona. ¿Se da usted cuenta, por tan­to, de que el actuar según su creencia resulta sim­plemente ineficaz para hacer que su hija le obe­dezca por fin? Pero todavía nos queda un proble­ma por resolver: si el método que usted emplea para satisfacer su necesidad de seguridad carece de eficacia, ¿qué método habría de emplear? La respuesta depende de la primera observación que le hice: que su creencia es simplemente incorrec­ta. La seguridad no se alcanza por el mero he­cho de tener éxito en controlar a una persona.»

Al llegar a este punto de la discusión, debe procederse a persuadirle de la necesidad real de un amor incondicional, presentando a renglón segui­do el evangelio del amor en Jesucristo. Debo aña­dir que está muy bien el darle al cliente una lec­ción acerca de lo que es un error o una equivo­cación. Sin embargo, una mini-conferencia pre­senta dos peligros: (1) que el cliente no preste atención a lo que usted le diga y se distraiga en otros pensamientos; (2) que el oírle la verdad a otra persona no tiene tanta eficacia como el ver la verdad por sí mismo. A veces, el método socrá­tico de conducir al cliente a que saque él mismo las correctas conclusiones es más efectivo. Las cuestiones de técnica necesitan ser discutidas a fondo en otra oportunidad.

Hay una gama tan variada de creencias inco­rrectas como personas hay en este mundo. Con todo, la formulación básica no varía: «Yo creo que me sentiré seguro y persona importante si…». Cuando el consejero consiga el final de la frase, tendrá una explicación del problema concreto del cliente.

Permítaseme poner otro ejemplo de lo enreda­das que están muchas marañas con el ovillo de unas creencias erróneas. (Los detalles están sufi­cientemente alterados para impedir una identifi­cación. Esté seguro el lector de que no me estoy refiriendo a nadie que él pueda pensar). Un joven de treinta y tres años me consultó acerca del serio problema que suponía ser un mentiroso crónico. Desde un punto de vista bíblico, debo llamar a la mentira pecado, no simplemente un síntoma de enfermedad mental del que mi paciente no sea responsable. No se sigue de esto que el aconsejar vaya a convertirse en un mero reprender el pe­cado y exhortar a la honestidad, aunque, por su­puesto, ambos elementos deben incluirse en cual­quier intento de aconsejar basado en la Escritura. Resulta interesante el notar que el apóstol Pablo, justamente antes de exhortarnos a vestirnos del nuevo hombre y a desechar la mentira (Ef. 4:24, 25), habla de la necesidad de renovarnos en el es­píritu de nuestra mente. El consejero bíblico ne­cesita meterse dentro de la mente de su cliente, para determinar qué clase de pensamiento es el que le está creando el problema. Si usted tiene una personalidad lo bastante fuerte y agresiva, quizá sea capaz de reprender el vicio con el sufi­ciente impacto como para producir un marcado descenso en el hábito de mentir. Pero con eso, no habrá resuelto usted el problema. La creencia errónea no habrá cambiado.

Un breve relato obtenido del cliente incluía la siguiente información pertinente: él era el más joven de los cinco hermanos, su padre era la figu­ra dominante del hogar, pero él no recordaba ninguna interrelación cálida con su padre. La madre era una persona tranquila y dulce, amaba a su hijo tiernamente. Quizás mimaba al más joven un poco más de la cuenta, viendo en él a su niño «especial». Los afanes perfeccionis­tas de su padre (y la severa disciplina en cual­quier caso de imperfección), combinados con la actitud de la madre de que «mi Juanito no come­terá ninguna falta», le introducían en un mundo donde el reconocimiento y la aprobación depen­dían de una conducta intachable. Si cometía pifia, su padre le castigaba en un acceso de ira y frustración; y si su madre le veía comportarse mal (de una manera demasiado obvia como para po­der echarle a otro las culpas), la desilusión que ella sufría era notoria y penosa. Así fue como se forjó su convicción básica: «Mis éxitos dependen de mi perfección. Cuando no me encuentre per­fecto, podré mantener mi sentido de suficiencia no admitiendo mi imperfección, y así no incurriré en un rechazo airado o en una mirada de triste desilusión.»

A causa de su errónea convicción, este joven experimentaba ahora el problema de la culpabili­dad. Se sentía obligado a mentir para proteger su suficiencia, y el mentir cae fuera del círculo que Dios ha programado para nuestras vidas. También le embargaba el problema del resentimiento, en especial contra sí mismo por no hallarse perfec­to. En lugar de aceptarse a sí mismo como un pe­cador quien, a pesar de sus pecados, es querido por un Dios lleno de misericordia y de amor, ha­bía llegado a odiar profundamente toda señal de imperfección, porque ello representaba una ame­naza contra su suficiencia. La ansiedad también era un problema para él. Se sabía imperfecto y estaba resentido de ello; se veía culpable de men­tir con el fin de ocultar su comportamiento reprensible. Siempre estaba temeroso de que se le sorprendiera in fraganti, lo cual le proporcionaba un desasosiego profundo y angustioso. Nótese cómo una convicción errónea e insensata había creado las tres raíces de los problemas persona­les: la culpabilidad, la ansiedad y el resenti­miento.

Esta forma de análisis no pretende reducir las dimensiones nefastas del pecado, provocando sim­patía hacia un pecador indebidamente educado. Más bien constituye un intento de clarificar mejor todos los aspectos del pecado, investigando bajo la cresta del iceberg —la mentira—, para ver la hondura de su base, una convicción incorrecta y pecaminosa. La fase diagnóstica del proceso cura­tivo, dentro del arte de aconsejar, está llamada a descubrir las falsas creencias que sirven de base a un módulo pecaminoso de comportamiento. El tratamiento propiamente dicho incluye el inculcar creencias correctas, el exhortar a conducirse de acuerdo con dichas creencias, y el mostrar cuá­les son los sentimientos de felicidad que una con­ducta correcta produce.

Apéndice al capítulo anterior

Permítaseme ahora describir en forma breve, esquemática, otros tres casos más, para su estu­dio. Lea usted la presentación del problema, las presuposiciones y la historia. Luego, antes de leer la raíz del problema y las observaciones, vea si puede completar la frase para cada paciente: «Me veré a mí mismo como algo valioso si…» Trate de encontrar una base para el resentimiento, la an­siedad, o la culpabilidad.

APresentación del problema: Un conflicto conyugal; la comunicación se ha venido abajo.

Presupuesto: El marido no es cariñoso y la es­posa no es sumisa, porque ninguno de los dos cree que las normas bíblicas les conducirían a realizarse. Cada uno trata de algún modo de sa­tisfacer sus respectivas necesidades mediante una conducta hostil, fría. El núcleo del problema re­side en un pensar equivocado.

Historia: Esposa: criada por un padre alcohó­lico y por una madre dominante. Nunca supo lo que es estar segura de un amor paternal cons­tante: él prometía mucho y daba poco.

Marido: Criado por un padre estricto y extre­madamente áspero y por una madre débil y ex­tremadamente dócil. Recuerda haber sido azotado severamente (por cosas fútiles) enfrente de sus hermanitos. Se juró a sí mismo: «No me dejaré controlar por nadie mientras viva.»

Raíz del problema:

Esposa: CREENCIA EQUIVOCADA: Necesito que se muestre el afecto cariñoso que nunca he tenido. Si mi marido no hace nada por mí, ello indica que no me quiere y, por tanto, que no tengo ningún valor para él.

RESUMIENDO: Ligada emocionalmente a su padre, a causa de su ojeriza contra él. Trata de resarcirse al presente del problema, encadenán­dose al pasado por medio del resentimiento. Se resiente de la menor indelicadeza por parte del marido, pues eso le hace sentirse amenazada, de acuerdo con su modo de pensar, en sus más pro­fundas necesidades personales.

Marido: CREENCIA EQUIVOCADA: Sólo pue­do considerarme como un hombre (independiente, importante, etc.), si no me someto a los requeri­mientos de nadie.

ANSIEDAD: Miedo de ser dominado.

RESENTIMIENTO: Contra su padre por azo­tarle y contra su mujer por tratar de dominarle (exigiéndole un besito, etcétera).

Ambos experimentaban sentimientos de culpa­bilidad por conducirse de acuerdo con sus peca­minosas opiniones. Ella continuaba ejerciendo una presión creciente y sintiéndose frustrada en sus manipulaciones. El resistía a los requerimien­tos de ella retirándose airado; a veces, llegó a co­meter adulterio para demostrarse a sí mismo que ella no le dominaba.

Cada conversación se convertía en un intento de cambiar al otro, para satisfacer las necesida­des propias: «Tú debías ser más amable conmi­go»; «Tú no deberías tratar de dominarme.»

Observaciones:

  1. Una solución no cristiana podría  ofrecer algún alivio; el marido podría ver que el ser ama­ble con su mujer no significaba ser dominado, sino más bien una opción madura y responsable. A la mujer se le podría hacer ver que la frialdad del marido no indicaba un rechazo, sino una mera reacción por satisfacer sus propias necesidades. Si ella cambiase su actitud (no exigiendo demasiado), él se sentiría aliviado y presto a ser amable.
  2. Si este proceder consiguiera su efecto, to­davía quedaría por resolver el fondo del proble­ma: ella estaría aún dependiendo de él en cuanto a su propia seguridad, y él seguiría resistiéndo­se a someterse a ninguna autoridad. Las menta­lidades equivocadas de ambos continuarían ocasionando trastornos siempre que uno de los dos no se saliese con la suya.

Caso BPresentación del problema: Rebeldía de un adolescente: un chico de diecisiete años, siempre en pugna con sus padres, quiere marchar­se de casa, dejar la escuela, conseguir un oficio y adquirir un piso. Ni las razones ni las intima­ciones han servido para nada.

Presupuestos: Se trata de un chico que lucha por aparecer importante por medio de esta conducta pecaminosa (desobediente) a causa de su mentalidad equivocada.

Historia: Su padre es un hombre competente, cariñoso y verdadero cabeza de familia; la madre es amable, apacible y bondadosa. Ambos, siempre pendientes del joven (el menor de cuatro herma­nos). Han intervenido en todas las decisiones que él ha tenido que tomar. El joven se entregó al Señor a los doce años, «con fervor» de neófito, desde entonces hasta poco después de haber cum­plido los dieciséis. Su rebeldía ha crecido gra­dualmente en los últimos catorce meses hasta lle­gar a las proporciones actuales.

Raíz del problema: CREENCIA ERRÓNEA: A fin de adquirir impor­tancia y respeto hacia mí mismo, necesito ser yo mismo, lo cual implica el tomar yo mis propias decisiones, en vez de seguir a papá como un corderito.

RESENTIMIENTO: Contra mi padre por brindarme tantos consejos (aunque buenos).

CULPABILIDAD: Una conducta pecaminosa con relación a sus padres. Ha tratado varias veces de cambiar, pero se enfada cada vez que su padre le da algún consejo (es una amenaza contra la importancia que él pretende).

La conducta de este chico era totalmente con­secuente con su mentalidad. Obrando en contra de lo que su padre sugería, lograba su objetivo de asegurar su importancia personal.

Observaciones: El aceptar a sus padres como agentes de Dios para conducirle a llevar una vida con sentido, exigía un criterio diferente acerca de la propia importancia: nuestra importancia se basa en cumplir la voluntad de Dios.

Caso C. Presentación del problema: Depresión: Dice una chica de veintitrés años: «Me odio a mí misma; mi tipo, mi personalidad, todo». Ha ma­nifestado pensamientos de suicidio.

Presupuestos: No me siente querida como ella es. Se ha encerrado en una depresión insociable, con algo de agitación y una vida superficial e indo­lente; por tanto, es menester preguntarse si sus síntomas son realmente un esfuerzo para llamar la atención o son más bien una mental reacción de desesperación frente a un sentimiento de ine­vitable menosprecio de sí misma.

Nótese respecto del suicidio: Cuando un pa­ciente está agitado y todavía disgustado, no lo da todo por perdido. El intento de suicidio, si llega a efectuarse, sería con toda probabilidad un gesto para manipular a los demás.

Cuando el paciente está simplemente «tranqui­lo», dispuesto a cooperar (según parece), el ries­go es mucho mayor, porque tal conducta refleja una actitud de carencia de toda esperanza. Esta clase de gente necesita con toda urgencia el men­saje bíblico de la esperanza (1Cor. 10:13).

Historia: «Fea como un coco» desde su naci­miento: problemas de piel, dentadura, ojos, tipo, pelo. Dos hermanitas, normalmente atractivas. El sentirse rechazada por los de su edad (comenta­rios, chistes, etc.) le ha llevado a la conclusión de que es inaceptable. La genuina aceptación por parte de sus padres aparece a sus ojos como algo forzado, insincero. Se ha deslizado gradualmente por la pendiente de la depresión hasta lo profun­do. No hay signos de que se libre de ella, confor­me esperaban sus padres.

Raíz del problema: FALSA CREENCIA: A fin de ser aceptada por alguien, necesito ser más agraciada. Sólo me sen­tiré segura cuando se me acepte por mis propios merecimientos. Como desmerezco tanto, nunca me sentiré segura. No abrigo esperanza alguna de sa­tisfacer mi necesidad: soy personalmente un ca­dáver.

RESENTIMIENTO: Contra compañeros y com­pañeras por rechazarla; contra sus padres por su cariño «forzado»; sobre todo, contra su propio físico, aprendió pronto a odiarse a sí misma.

Observaciones:

1. Si prescindimos del cristianismo, el afán humanista de animar a una persona a que se acepte a sí misma, es como meras palabras que se lleva el viento. «Tú estás tan bien como cual­quier otra». —No tanto como para ser aceptada—. «Lo exterior no importa, la belleza interior es la que cuenta». —Será muy buena la idea, pero no sirve para cambiar el hecho real de que un exte­rior desdichado produce en los demás una reac­ción penosa.

2. Sólo el reconocimiento de que un Dios amo­roso lo controla todo, puede proporcionar seguridad. El cristianismo provee una base razonable para decir «¡Gracias!», a pesar de todos los as­pectos negativos, pues produce una genuina acep­tación de sí mismo.

18. Modos/Mentas

Responsabilizando al cliente. ¿De qué?

Desde hace pocos años, el factor unificante en­tre los diversos métodos de aplicar el arte de aconsejar ha sido un marcado énfasis en la res­ponsabilidad personal. Guillermo Glasser dedica el capítulo primero de su Terapia de la Realidad a repudiar el concepto freudiano del determinismo. Enseña Freud que la gente actúa impulsada ineludiblemente por fuerzas psíquicas interiores, puestas en marcha por las experiencias de la pri­mera infancia. Por consiguiente, está muy pues­to en razón, según Freud, el hablar de la aflicción de una enfermedad mental como de un desorden psíquico del que el paciente no es en manera algu­na responsable. La tarea del terapeuta consiste en aceptar comprensivamente su conducta inade­cuada como el resultado fatal de unas fuerzas que escapan al control del paciente, y en suministrar nuevas influencias que contrarresten los malos efectos de las antiguas. El producto natural de este modo de pensar es la negación de toda res­ponsabilidad personal en el comportamiento. Sinner es igualmente (y, a veces, más explícito) tan absolutamente determinista como Freud, pero en lugar de transferir a los impulsos internos la responsabilidad de la persona, sitúa en el medio ambiente exterior la fuente de todo control. En cualquiera de los dos casos, el ser humano queda despojado de su dignidad como persona que posee una autodecisión y, de esta manera, no pue­de lógicamente hacérsele responsable de su con­ducta.

Como reacción contra este modo de pensar, Glaser clama, al frente de unos pocos psicólogos seculares, por una renovada conciencia de la im­portancia que posee la responsabilidad personal. La de hacerse al paciente responsable de lo que hace. Señálensele alternativas, ayúdesele a valo­rar sus relativos méritos, y luego se le ha de car­gar con la responsabilidad de escoger el camino que ineludiblemente debe seguir. Dígale a una esposa regañona que cese de regañar; y a un marido criticón, que cese de criticar; dígale a un neurótico miedoso, que no siga dejándose do­minar por sus temores y que haga lo que tiene miedo de hacer.

Los cristianos que han enfatizado el aspecto de la responsabilidad, necesitan estar alerta con­tra un serio, aunque sutil, peligro que tal modo de pensar comporta. Enfatizar la responsabili­dad de una esposa regañona para que hable apa­ciblemente y se comporte con amabilidad, puede fácilmente promover un esfuerzo apoyado en el poder de la carne: «Tengo que dejar de regañar. Voy a intentar firmemente esta semana ser la esposa agradable que Dios quiere que yo sea.» Algunos creyentes sugerirían que, en lugar de es­forzarse tan duramente, debería decir: «Vamos a dejar que Dios lo haga». ¿Quiere esto decir que no hay lugar para un esfuerzo de nuestra parte? En este caso, habremos vuelto a una situación de irresponsabilidad. Si no puedo frenar mi len­gua con mi propia fuerza, entonces quizás no soy responsable por no intentarlo. Con todo, la ma­yoría de los cristianos, aunque están de acuerdo en que el ser humano no puede ayudarse a sí mismo, sostienen sin embargo que es responsa­ble de lo que hace. A fin de resolver este aparente dilema, necesitamos determinar con precisión la esfera de la responsabilidad. Los consejeros bíbli­cos deben tener a sus pacientes como responsa­bles únicamente de aquello que pueden contro­lar. Lo contrario equivaldría a provocar el de­sánimo.

Reanudemos el hilo del capítulo anterior. Ya se le ha mostrado al cliente en qué consisten sus necesidades. Sus equivocadas opiniones sobre el modo de satisfacer tales necesidades han sido cui­dadosamente trazadas desde su comienzo hasta su forma actual. Ya le ha sido presentada la res­puesta correcta al interrogante de fundamental importancia: «¿Sobre qué base puedo yo consi­derarme legítimamente como algo valioso, impor­tante y seguro a un mismo tiempo?» (Véanse los capítulos 4 y 5). El cliente ha recibido ayuda para percatarse de que su pecaminoso módulo de con­ducta y sus problemas emocionales, tenían su punto de partida en su equivocado modo de pensar. Se le ha propuesto con toda precisión el cur­so de acción consecuente con un correcto pensar y destinado a promover una correcta interrelación con su ambiente.

¿Cuál es el próximo paso en el arte de aconse­jar? Al llegar a este punto, ¿se le debería decir al cliente que es responsable para comportarse de acuerdo con la voluntad de Dios y que, por ser cristiano (suponiendo que realmente lo sea), tiene a mano todo el poder que para ello necesi­ta, por medio del Espíritu Santo que mora en él? ¿Deberían formularse objetivos, precisar se­ñalamientos, bosquejar los pasos a seguir? En Efesios 4, Pablo nos intima a renovarnos en el espíritu de nuestra mente y vestirnos del nuevo hombre; en otras palabras, a clarificar nuestro modo de pensar y, tras ello, remodelar nuestra conducta. El debido orden parece, pues, ser: pensar correctamente, después vivir correctamen­te. Con todo, en mi experiencia de consejero, me ha ocurrido el observar cómo una persona se daba cuenta de sus equivocadas creencias, las sustituía conscientemente por otras correctas y después fra­casaba en sus esfuerzos, a no dudar sinceros, por vivir una vida transformada. Algo estaba fallando. El paso que se echa de menos entre el pensar co­rrecto y el correcto actuar llega a encontrarse cuando comprendemos la esfera primordial de la responsabilidad humana.

La Escritura entera nos enseña que la vida, en este mundo manchado por el pecado, siempre va precedida de la muerte:

«De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto (una vida trans­formada)» (Jn. 12:24).

«Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nue­va. Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección» (Rom. 6:4, 5).

«Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él» (Rom. 6:6:8).

«Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Se­ñor nuestro» (Rom. 6:11).

El orden es claro y consecuente: primero la muerte, después la vida. En cierto sentido, cuando Cristo murió, yo morí. Por consiguiente, puedo vivir así como él vive, con la deuda del pecado ya pagada. Resulta interesante el observar que la primera exhortación de la epístola a los Romanos se encuentra en 6:11: «Consideraos también vo­sotros muertos al pecado»; es decir, tenedlo por cosa cierta. Mas en el versículo 12, Pablo parece decir que, una vez que nos consideremos a noso­tros mismos como realmente muertos, completa­remos esto escogiendo no pecar. Aquí está la base de la responsabilidad del cristiano (y pienso que también el elemento central para superar la ten­tación). Si me veo confrontado con una forma pecaminosa de pensar: «Mi importancia necesita ser reconocida por los demás») y, como conse­cuencia de ello, me veo inclinado a obrar peca­minosamente, debo morir experimentalmente a tal forma pecaminosa, de la misma manera que ya estoy muerto a ella posicionalmente. Debo ha­cer que sea una realidad actual en mi experiencia inmediata lo que Dios dice que es verdad: Estoy muerto al pecado. En otras palabras, debo identificarme con Cristo en Su muerte, haciendo con el pecado exactamente lo mismo que él hizo res­pecto al pecado. Tanto el Padre como el Hijo, durante la realización de la obra de la Cruz, gri­taron contra el pecado un rotundo no. El Padre volvió la espalda a Su Hijo amado, cuando Jesús fue hecho pecado por mí. Cristo se sometió libre­mente a la voluntad de Su Padre, al permitir que los soldados lo clavaran en la Cruz, pues estaba de acuerdo con el Padre en que el pecado debe ser castigado. Al quedar colgado en la Cruz, estaba proveyendo la base para gritarle al pecado un eterno no.

Dios me hace responsable para gritarle, en mi vida, al pecado un no igualmente rotundo. Ha­blando en plata, cuando quiera que me enfrente con la posibilidad de rendirme al pecado, debo decidir que no lo haré, porque yo rechazo el pe­cado como lo rechaza Dios. Esa es mi primordial responsabilidad dentro de una vida ya transfor­mada: querer no pecar de forma existencial, mo­mento a momento, cuando el aguijón está ahí, y luego apelar a la vida de Cristo como recurso para superar la tentación. El acto presente de re­sistir comportará a menudo lo que yo experimen­to en mí mismo como un esfuerzo por apretar los dientes. Seré consciente de estar como luchan­do por oponerme a la fuerza de una marejada. Me encontraré nadando contra la corriente y mis bra­zos sentirán la fatiga. La victoria depende prime­ramente de una decisión de no pecar, de nadar contra la corriente y, en segundo lugar, de creer que el poder de Dios es suficiente para poder re­sistir a la marea de los instintos y de los senti­mientos interiores que parecen insuperables.

Una vez entendido esto, el consejero bíblico dis­cutirá la actitud del cliente respecto al pecado ya reconocido en sus pensamientos y acciones. Es asombrosa la despreocupación con que tantas per­sonas reaccionan frente a un pecado personal re­conocido como tal. Si en el fondo de nuestros sinceros y conscientes esfuerzos por cambiar nues­tra conducta nos estamos realmente diciéndonos a nosotros mismos: «Ya sé que no debería pecar; pienso que sería mejor intentar el no volverlo a cometer», entonces nunca habrá un cambio per­manente. Como no ha habido experiencia de muer­te, tampoco puede haber experiencia de vida. Otra actitud muy corriente es: «Ya sé que obro mal, pero también él obra mal. Mi pecado no es más grave que el suyo»; o quizá: «De seguro que esto es pecado, pero ¿qué otra cosa se puede esperar? ¡Fíjese por lo que estoy pasando! ¿Podría usted pasar por esto sin resentimiento y sin sentirse desgraciado?» Sea cual sea la actitud que se adop­te, no podrá darse la experiencia de una vida ple­na en Cristo, una vida de victoria y conversión, a menos que se profiera un decisivo no en el mo­mento de la tentación y se escoja actualmente el morir a las malas formas de vida.

El vestirse del hombre nuevo requiere el haber­se despojado antes del hombre viejo, profiriendo con todas nuestras fuerzas un decisivo y delibe­rado no al pecado. Y después debemos continuar diciendo no, cada día, a lo largo de toda nuestra vida, en cada momento de nuestra vida. (Por su­puesto que algunas veces fallaremos y diremos sí al pecado. La maravilla de la Cruz está en su infinita eficacia para restaurar en mí la comunión con el Señor, tantas veces cuantas pueda yo caer en el pecado.)

Después que el consejero haya hecho ver la equi­vocada mentalidad y haya mostrado cuál es el correcto pensar, el próximo paso comportará la decisión por parte del cliente de despojarse de la práctica del pecado y revestirse de la práctica de la justicia. Si no se da este paso, las exhorta­ciones a cambiar de vida sólo producirán resul­tados superficiales y temporales.

Voy a poner una comparación. Hace algunos meses me hallaba yo volando de Detroit a Ft. Lauderdale.  Cuando se sirvió la comida, inmediata­mente vi el cremoso pastelito de chocolate al fon­do del lado izquierdo de mi bandeja. Me apresuré a tragar la tibia, y más o menos gustosa comida, en la espera de los epicúreos goces que tenía frente a mí. Cuando ya estaba listo para el pastel, advertí con pesadumbre que había vaciado mi taza de café. Yo soy uno de esos cuyo placer en comer postres de dulce está inmensamente acre­centado con los sorbos de un buen café, caliente y aromático. Imagínense mi dilema. La azafata estaba ocupada y parecía ser que yo tendría que esperar quizá diez minutos hasta poder obtener más café. Un espacio como de treinta centímetros separaba mi boca del pastel y yo sabía que debía esperar. Mis pensamientos estaban bien claros: tendría mayor placer si esperaba diez minutos; me había aconsejado a mí mismo hasta el punto de percatarme de mi necesidad (un mero placer sensorial); me di cuenta de lo incorrecto del pen­sar que mi necesidad podría ser satisfecha de un modo mejor si me comía inmediatamente el pas­tel.

El siguiente paso en mi método de aconsejarme a mí mismo era responsabilizarme a mí mismo para no comer. Así que comencé a revisar mentalmente la situación. «Larry —me dije—, real­mente debes esperar. Es el mejor modo de satis­facer tu necesidad. Debes ser capaz de esperar sólo diez minutos. Tú sabes que es lo mejor. Tus pensamientos están en orden. Así que ¡espera!» Como quiera que yo estuviera totalmente convencido de mis argumentos, me sentí desazonado al notar que mi mano agarraba el tenedor y se movía de­prisa hacia el lado izquierdo, al fondo de la ban­deja. Mi consternación estaba mezclada con un placer culpable poco después, conforme saborea­ba el chocolate que me llenaba la boca. Al darme cuenta de que un solo mordisco había reducido el tamaño del pastel en un tercio, volví frenéti­camente a debatirme en mi interior: «Larry, le has dado un buen mordisco. Cierto que estaba bueno, pero no dispones de café que acreciente tu deseado placer. Imagínate el disfrute del café y espera, espera, espera.»

Armado de esta nueva resolución y sintiéndome totalmente confiado, noté de nuevo con alarma el movimiento de mi mano empuñando el tenedor. Tras el segundo tercio, se me ocurrió que mi de­rrota, más bien trivial, era semejante a la derrota de tantas personas que saben lo que es correcto, que quieren hacer lo correcto, y vienen a hacer lo que es incorrecto. No podía achacar mi de­rrota a falta de fuerza de voluntad. Si hubiese sido ésa la razón yo estaría destinado a una con­tinua derrota, puesto que no tenía idea de cómo aumentar cuantitativamente mi fuerza de volun­tad. Al reflexionar sobre mi dilema, advertí con asombro qué era lo que realmente me faltaba. Había comprendido mi necesidad, estaba pensan­do correctamente y quería de veras obrar correc­tamente, pero nunca había muerto al pastel diciéndole: «¡No!», mediante una decisión negativa firme, contundente, explícita y enfática. ¡En el fondo, estaba todavía acariciando la posibilidad de comérmelo!

Tras asegurarme de que nadie me observaba ni podía oírme, eché una rápida mirada al pastel y le dije con tranquilidad pero con la mayor fir­meza: «¡ No!» Fruto de esta victoria fue, pocos minutos después, un solo bocado de pastel, pre­cedido y seguido de sendos sorbos de café ca­liente.

La comparación será necia, pero el punto que trato de ilustrar es de una importancia vital. An­tes de embarcarse en un programa de cambio de conducta es preciso asegurar una firme decisión de cambiar, basada en un claro voto contra el pecado. Para expresar toda esta materia de un modo sencillo y en un lenguaje que nos es más familiar, diré que el arrepentimiento, una decisión deliberada de darse la vuelta («conversión»), basada en un cambio de mentalidad, debe prece­der al cambio de conducta. No hace falta decir, tratándose de consejeros cristianos, que es parte integrante de mi rechazo enfático del pecado la confesión específica de todo pecado conocido, he­cha ante la parte ofendida: siempre delante del Señor y a menudo ante una persona en concreto contra la que se cometió el pecado. Aunque su­pongo que se tiene conciencia de la necesidad de la confesión, quizás algunos consejeros podrían pasar por alto algo que es obvio. El procedimiento bíblico para un cambio o conversión es claro: confesión y arrepentimiento. Primeramente, es preciso que uno se reconozca pecador ante la Cruz de Cristo, que pida perdón y una comunión re­cuperada. Después, debe darse la espalda al pecado con toda decisión, arrepentirse de él, resol­verse valientemente a rechazarlo como estilo de vida y decirle para siempre: «¡No!» Y, a partir de entonces, ocuparse en la salvación mediante la práctica de la justicia, escogiendo el caminar en las obras buenas a las que hemos sido desti­nados.

Haga usted responsable a su cliente; ¿de qué? De que ha de confesar su pecado, de un propósito firme y deliberado de convertirse de él y, tras esto, de que ha de poner en práctica una nueva conducta, creyendo que el Espíritu Santo que mora en él le suministrará toda la fuerza que ne­cesite. Las consecuencias son vitales. Ahora ya podemos añadir un importante detalle al esquema del método de aconsejar, presentado en el ca­pítulo 4. Lo hacemos de la forma siguiente:

DESCUBRIR EL PROBLEMA 

1.                                Descubrir los sentimientos negativos (pecaminosos).

2.                                Descubrir una conducta negativa y (pecaminoa).

3.                                Descubrir la mentalidad erronea (pecaminosa insensata).

REALIZAR EL CAMBIO MEDIANTE LA ENSEÑANZA 

4.                                Enseñar a pensar correctamente.

5.                                Insistir en la confesión y en el arrepentimiento.

6.                                Programar una conducta correcta.

7.                                Disfrutar de sentimientos que satisfagan. 

Permítaseme ilustrar brevemente la importan­cia de una decisión de no pecar. Un creyente ca­sado estaba plagado de fuertes impulsos homo­sexuales. Cada tres o cuatro semanas, el impulso llegaba a ser tan fuerte que el hombre se rendía y se entregaba a prácticas homosexuales. Los esfuerzos de psiquíatras seculares habían consegui­do trazar el desarrollo de esta aberración sexual, pero, como ocurre con mucha frecuencia, la com­prensión del caso no produjo ningún cambio. El individuo se limitó a comprenderse mejor a sí mismo, mientras continuaba buscando un cóm­plice homosexual cada tres semanas. Los consejos pastorales habían incluido una fuerte denuncia de su conducta como pecaminosa, recordándole que el Espíritu Santo le ofrecía todo el poder que necesitaba para resistir a la tentación; a las oraciones y a las exhortaciones a abandonar tal conducta siguió la imposición de la disciplina por parte de la iglesia. Nada pudo valerle. Mi paciente refería que se sentía animado después de una reunión de oración con los ancianos y no volvía a sentir aquel impulso durante algunas semanas, pero luego le resurgía el impulso con acrecida intensidad. Trató de aplicar aquello de «¡Vamos a dejarlo en las manos de Dios!», pero sus im­pulsos le arrastraban hacia su cómplice homo­sexual. Si intentaba resistir por sí mismo a la tentación, mientras reiteraba su firme confianza en que el poder viene de Dios, los impulsos supe­raban a sus fuerzas y volvía a sucumbir. ¿Por qué no le suministraba Dios la fuerza que necesitaba? ¿Qué es lo que estaba funcionando mal?

Mientras hablaba con él, llegué a ver con cla­ridad que el hombre trataba de conseguir la vic­toria a base de uno de estos dos recursos: de que se le proporcionase una mayor fuerza para resis­tir al deseo. Ninguna de las dos opciones depen­día de él en modo alguno. No era responsable de nada. En el fondo de sus fracasos había más bien una voz interior, con que se expresaba pasi­vamente: «Señor, realmente yo no quiero pecar. Ayúdame» Una discusión posterior con él, me indicó que todo el estilo de su vida entera era, más que otra cosa, pasivo. Pocas veces se había atrevido a tomar el toro por los cuernos Yo le hice notar que su responsabilidad consistía en una decisión firme y valiente de no pecar. Debía hacerla en aquel mismo instante y en el momen­to en que llegase la tentación. Y luego, confiar que Dios obraría en él tanto el querer como el hacer de Su buena voluntad El poder del Espí­ritu Santo se expandió en su interior, tan pronto como se decidió firmemente a escoger el andar en el camino de Dios. Allí estaba en abundancia la fuerza para resistir. La victoria dependió de su toma de responsabilidad por lo que él podía controlar: tomar una clara decisión de obedecer a Dios no pecando.

Los modos y metas del arte de aconsejar

LOS MODOS

Me impresiona el hecho de que Pablo parece siempre exhortar, más bien que ordenar y man­dar. El Nuevo Testamento está lleno de claras normas: No cometáis adulterio, no mintáis, so­brellevad los unos las cargas de los otros, no murmuréis, etc. Es típico de Pablo el exhortar­nos a que nos amoldemos a la forma de Cristo, descrita en dichas instrucciones. En su discurso de despedida a los ancianos de Efeso, Pablo ha­bla de amonestar con lágrimas a cada uno. Nun­ca se tiene la impresión de que Pablo ordenase ásperamente a las personas a comportarse. Al­gunos de los recientes libros sobre el arte de aconsejar han llegado a ser leídos bajo la impre­sión de que estimulaban el uso de métodos fríos e impersonales: «Mire usted. Esto es lo que dice la Biblia. Si a usted le parece bien, estupendo.

Verá qué bien le va. Si no le gusta, allá se las componga usted; haga lo que le dé la gana.»

C. S. Lewis, en un libro El Peso de Gloria, dice que no hay que considerar a ningún hombre como a un mero ser mortal. Si pudiéramos ver ahora mismo en el estado de su destino eterno a la más insignificante de las personas, o nos estremeceríamos de espanto ante la personifica­ción de una desolada maldad, o caeríamos de ro­dillas para venerar a alguien revestido de la her­mosura de su parecido con Cristo. Cuando miro a la gente como a seres maravillosos, aunque caídos, mi actitud cambia de un «lo toma o lo deja», a un «estoy anhelando que lo tome; el gozo que está a disposición de usted es el destino para el que Dios le ha creado». Aunque un consejero bíblico debe siempre hacer responsable a la gente y no debe buscar componendas con los princi­pios de la Escritura, su modo de tratar a las personas, aunque a menudo deba ser firme y ta­jante, nunca habrá de ser áspero, cínico, sarcástico ni indiferente, sino que ha de caracterizarse por el tierno amor de un Sumo Sacerdote que puede compadecerse de nuestras debilidades. Cuando una persona no quiere andar por el ca­mino de Dios, sino que insiste en depender de su resentimiento, su autocompasión u otra cual­quiera de las formas de vida pecaminosas, el consejero debe confrontarle directamente con la ver­dad de un modo firme y tajante, pero también tierno y cálido. Si no responde como uno querría, habría de decirle al cliente cuánto lo siente y que está dispuesto a recibirle de nuevo cuando él esté decidido a arreglar sus cosas con Dios.

La gente que tiene problemas está sufriendo. Cuando el sufrimiento es el resultado directo de la obediencia a Dios (como fue el caso de la ago­nía de Jesús en Getsemaní), lo adecuado es ayu­dar amorosamente. Cuando el sufrimiento es real­mente una rebeldía contra las circunstancias dis­puestas por Dios, entonces es necesaria una con­frontación amorosa.

Las metas

Los psicoterapeutas solían insistir en que los valores no tenían lugar alguno en su profesión. Durante muchos años, se dio por supuesto que el arte profesional de aconsejar era una tarea tan científica como pueda serlo la de un dentis­ta o un cirujano. Pocos creyentes insistirían en que su dentista compartiese sus creencias evan­gélicas y fundamentalistas. La mayoría de ellos se inclinaría naturalmente a escoger un dentista muy competente, por agnóstico que fuese, más bien que a uno del montón, por muy cristiano que pareciese. Si el arte de aconsejar es una téc­nica enteramente regulada por los principios científicos, ¿por qué habrían de preocuparse los creyentes por encontrar un consejero que sea cristiano? El comportamiento de dicho señor se­ría, poco más o menos, el mismo que el de un consejero no cristiano.

El paralelismo entre la odontología y el arte de aconsejar se viene abajo tan pronto como se consideran las metas respectivas de ambas ramas del saber. Ambas profesiones tratan de diagnos­ticar desviaciones de las normas de salud, y de restaurar al paciente de acuerdo con dichas nor­mas con el mayor acierto posible. Por consiguien­te, la pregunta esencial viene a ser la siguiente: ¿Qué es salud? Poca discrepancia habría entre un grupo de dentistas cristianos y no cristianos en definir la salud bucal.

Y cualquier diferencia que pudiera existir entre ambos grupos, ciertamente que no tendría nada que ver con la teología. Pero un psicólogo cris­tiano y otro no cristiano podrían tener muchas mayores dificultades en encontrar un punto de acuerdo sobre la definición de una personalidad sana. El considerar sana o no sana a una persona depende en gran manera del sistema de valores que sostenga el que diagnostica. Para un conseje­ro secular, un reajuste sano en problemas con­yugales podría encontrarse por medio del divor­cio. Para un consejero bíblico, permanecer con una esposa siempre desagradable podría ser el test de su obediencia a Dios y el medio de me­jorar el propio carácter. Los consejeros secula­res podrían tratar de encontrar un ajuste en un estilo homosexual de vida procurando aminorar el sentimiento de culpabilidad y promoviendo la aceptación de sí mismo como uno es, mientras que un consejero bíblico habría de insistir en que se reconociese que la actividad homosexual es pecado y en que se hiciese un propósito firme de abandonar tal inmoralidad. Podría mencionar­se que incluso los terapeutas cristianos pierden a veces de vista el objetivo del parecerse a Cris­to y están curando un pecado mientras incitan a cometer otro.

En cierta ocasión, escuché a un psiquiatra cre­yente referir el éxito que tuvo en el tratamiento de un homosexual. Un plan de masturbación rea­lizada mirando a una revista típica de «playboys» (técnica corriente entre los terapeutas behavioristas) había aumentado su inclinación hacia el sexo opuesto hasta el punto de que, siendo el paciente soltero, comenzó a acostarse con su no­via. Su curación me da la impresión de que no resulta más afortunada que el enseñar a un atra­cador de bancos las técnicas astutas de un esta­fador.

Recientemente tuve que aconsejar a una señora casada con un individuo agresivo que procuraba asegurar su condición de cabeza de familia. Un psicólogo secular le había informado de que su marido era, sin duda alguna, un chauvinista que necesitaba poner al día sus puntos de vista sobre el matrimonio. Aunque estaba claro que el hom­bre empleaba su virilidad como un arma de do­minio conyugal, yo no tuve inconveniente en apo­yar su papel de cabeza de familia, por más que me viese obligado a condenar su anti-bíblica fal­ta de afecto. Exhorté a la mujer a que se some­tiera a él aceptándole tal cual él era, sugerencia diametralmente opuesta al punto de vista de mi colega acerca de los derechos de la mujer. Habla­mos de la necesidad de seguridad que ella bus­caba y de cómo la obediencia a Dios (quien exige sumisión) era la ruta para llegar a la realización personal. La salud personal, según el aludido con­sejero secular, comportaba la afirmación de sí mismo; en cambio, para el consejero bíblico, ne­cesariamente incluía la negación de sí mismo y una sumisión motivada, no por la debilidad o el miedo, sino por una amorosa confianza en el Señor.

Como quiera que el objetivo del arte de acon­sejar depende específicamente del sistema de valo­res que uno mantenga, y por existir en nuestra sociedad un sector considerable que profesa la ética cristiana evangélica, resulta obvio que un sistema bíblico de aconsejar ocupa un lugar nece­sario en el mundo de los contactos profesionales relacionados con el arte de aconsejar. El cristiano tiene un objetivo primordial en su vida: ase­mejarse a Cristo. Dios ha empeñado su palabra en su deseo de reproducir en cada uno de nos­otros la imagen de Su Hijo, y nosotros tenemos ahora el privilegio de poder cooperar con él en la consecución de tal objetivo.

Un consejero bíblico nunca debe excusar una conducta o unas actividades irreligiosas. El re­sentimiento, la autocompasión, la inmoralidad, la envidia, el descontento, el afán materialista de competición, la sensualidad, el orgullo, la menti­ra y la ansiedad son cosas, todas ellas, contrarias a la imagen de Cristo. El objetivo del consejero bíblico consiste en ayudar a una persona a cam­biar de dirección y procurar parecerse a Cristo. El obstáculo principal en este proceso hacia la madurez, es la incredulidad o, precisando mejor, las falsas creencias, pues ello evidencia que allí existe un problema que se transparenta en emo­ciones y conductas negativas, destructivas. Sería menester escribir otro volumen sobre las actua­les técnicas de cambiar las creencias y promover sentimientos y comportamientos «sanos». No es suficiente con decir que el Espíritu Santo nos guiará. Si el consejero emplea como un sucedá­neo la supuesta dirección del Espíritu Santo en lugar del mucho pensar y el proceder con caute­la, el resultado de sus consejos será invariable­mente una chapucería. El propósito del presente libro es sentar las bases teóricas para una inicia­ción consistentemente bíblica en el arte de acon­sejar, y proporcionar una base firme para refle­xionar mucho y proceder con cautela. Oro al Se­ñor, con la esperanza de que pueda servir como un estimulante provechoso para equipar a los terapeutas y consejeros cristianos a participar en la tarea apasionante de presentar completo en Cristo a cada ser humano, y espero también que tal vez pueda aclarar un poco el papel de la igle­sia local de dar una respuesta satisfactoria a las necesidades más profundas de la persona humana.

19. Expresiones 1

El perdón

Psicoterapia para aprender a vivir

 

por Prof. Dr. Sergio Andrés Pérez Barrero

Aprender a vivir es una compleja tarea que toma toda la vida y no siempre se logra el resultado deseado.

    Son muchos los factores que contribuyen a ello, como la pérdida de figuras significativas en edades tempranas de la vida, una niñez desdichada en un medio familiar caótico, matizado por maltrato infantil, abuso sexual o psicológico, abandono; el padecimiento de enfermedades mentales graves que deterioran el juicio, las emociones y la conducta; determinadas enfermedades físicas que comprometen la calidad de vida de quienes las sufren, por invalidez, discapacidad o el dolor que traen consigo, entre otros.

     Además de estas contingencias, otras razones conspiran contra el propósito de aprender a vivir, entre las que se encuentran: la utilización constante de comportamientos ineficaces para una adaptación creativa; el autoengaño en sus diversas formas de presentación como la justificación de las conductas desadaptativas; la complacencia por lo logrado, teniendo metas acuciantes por cumplir; la magnificación de problemas que no son tales y minimizar los recursos propios, por sólo citar algunos ejemplos.

     Vivir en la inmediatez, como algunos individuos que no son capaces de posponer las gratificaciones para poder alcanzar otros objetivos más importantes a mediano o largo plazo —patrón de comportamiento muy identificado entre los dependientes del alcohol, las drogas, los fármacos u otras sustancias—, también conduce a una mala vida, así como la presencia de pensamientos suicidas, la tentativa de autoeliminación y el suicidio consumado.

     Enseñar a vivir a otros constituye, sin lugar a dudas, un arduo y complejo proceso participativo, en el que el protagonismo fundamental le pertenece al sujeto que lo intenta y cuyos resultados afectarán, para bien o para mal, a él mismo y a sus familiares.

     Psicoterapia para aprender a vivir es un esfuerzo más en este sentido, en su lectura usted encontrará una serie de expresiones escritas con la exactitud con que fueron manifestadas por una gran cantidad de personas atendidas por mí durante un cuarto de siglo de práctica profesional ininterrumpida, ellas reflejan mecanismos reactivo-adaptativos que conspiran contra el crecimiento personal de quienes las pronuncian, como: las encargadas de justificar un comportamiento anormal; las de defensa para culpar a otros de lo que les ocurre por su propia manera de comportarse e impiden la introspección; las que obstaculizan alcanzar el autoconocimiento; las que hacen más difícil la solución de las dificultades… Podrá hallar también consejos útiles para enfrentar problemas universales como son las relaciones paterno-filiales, las matrimoniales, el mal hábito de fumar, el consumo de drogas en la adolescencia, el logro del autocontrol, las formas de enfrentamiento al estrés, etcétera.

     Además, consideramos oportuno tratar aspectos relacionados con la prevención del suicidio, para lo cual incluimos varias técnicas de entrevistas y algunas formas de enfrentamiento y manejo de las personas con pensamientos suicidas que hayan intentado contra su vida, y de los familiares del fallecido por este medio.

     Para aprender a vivir fue escrita esta psicoterapia. Ojalá usted logre ese propósito.

Expresiones engañosas 1

DOCTOR, MI VIDA NO TIENE SENTIDO 

      Cada vez que escucho esta expresión no dejo de sobrecogerme a pesar de la experiencia acumulada y de todo lo aprendido durante mis años de trabajo. Y es que cuando la vida carece de sentido, el próximo paso para una cantidad no despreciable de seres humanos que así se expresan, es la autodestrucción, ya sea por suicidio o mediante formas de vida insanas.

      Una existencia sin sentido no tiene calidad. Es por ello que el ser humano debe empeñarse en encontrar la vía por la cual dirigir sus energías hacia el logro de una trascendencia social cuyo resultado sea la satisfacción personal. Claro está, el sentido de la vida no es algo común para todos los individuos, es personal, porque lo que me lo da a mí no lo dará a mi pareja o a mis hijos. Luego, lo primero que usted debe hacer para dar sentido a su vida, es preguntarse cuál es su mejor atributo, su mejor cualidad, en qué aspecto es realmente bueno. Y de eso no es difícil darse cuenta. Muchas personas a lo mejor lo buscan porque es buen conversador, o sabe arreglar bien los cabellos, o explicar bien las cosas para que otros la entiendan, o sabe de mecánica o de computación, o hace unos dulces de guayaba exquisitos, o cose muy bien, o escribe a máquina de manera impecable…

      Una vez que descubra ese atributo, dedíquele una parte de su tiempo para buscar la mayor perfección, y hágalo de manera consciente, no como un pasatiempo, sino como una obligación: usted le está dedicando a ese atributo una parte de su tiempo porque ello le dará un sentido a su existencia y su deber es perfeccionarlo al máximo. Si sabe arreglar los cabellos, debe tratar de llegar a ser un estilista, estar al tanto de lo que se hace en otros lugares dentro y fuera de su país, de la última moda; y si no desea ponerse metas tan ambiciosas, pues al menos debe conocer qué están haciendo los peluqueros de su ciudad o pueblo, y tratar de hacerlo, al menos igual, si no lo puede hacer mejor que ellos. Recuerde que esas personas tienen dos manos y un cerebro lo mismo que usted. Lo demás es la dedicación personal y el amor con que haga lo suyo. Cuando empiece a notar que arreglar los cabellos a las personas dejó de ser un trabajo y ya es otra cosa, no ajena a sí mismo, sino que es parte suya como lo puede ser un lunar o las canas, entonces, estará en el momento adecuado para empezar a dedicarle todo el tiempo de su vida, pues le está brindando un sentido a su existencia.

      Otras veces no hay que descubrirse atributo alguno, ni competir con nadie. Simplemente mire a su alrededor y trate de encontrar la persona más necesitada de usted, por ejemplo, su abuela, su pequeño hijo, su esposa enferma, su esposo con una gran cantidad de responsabilidades, etc. Dedíquese a mejorar la calidad de vida de ellos y eso también mejorará la suya.

      Dicho incentivo en ocasiones se puede encontrar en su propia tragedia. He conocido madres que han perdido un hijo por suicidio y se han consagrado a ayudar a otras madres y familiares con una experiencia similar y ello le ha complacido. También hay padres que han tenido un hijo con Síndrome Down (mongolismo) y se han entregado a su educación en todos los sentidos, sumando en ese empeño a quienes tienen hijos portadores de la misma enfermedad. Otros llegaron a darle un sentido a sus vidas, en la búsqueda de las causas de la enfermedad de su hijo, hasta ese momento desconocidas para la ciencia.

      Al parecer, para algunos no hay nada que los entusiasme, y en esos momentos tal vez un animal afectivo pueda lograrlo. Hemos encontrado en nuestra práctica profesional sujetos que viven solos, sin pareja ni hijos, muy tristes, y junto con el tratamiento psicofarmacológico, se les ha sugerido criar un animal de compañía al cual brindar afecto y atención y así han encontrado una razón para vivir.

      Como puede darse cuenta, siempre habrá alguien o algo, incluso cuando usted considere que no, que abra un nuevo horizonte para su vida.

QUIERO OLVIDAR Y NO PUEDO

      Esto es frecuentísimo en personas que han estado envueltas en algún acontecimiento doloroso: pérdida de seres queridos, o de una relación amorosa, situación laboral frustrante, etcétera.

      Esta expresión pudiera parecer adecuada, porque es muy lógico para esa persona querer olvidar el acontecimiento causante de ese dolor moral. Para ella esto es normal. Y ahí radica precisamente lo anormal de la expresión.

      El ser humano olvida cuando está enfermo del cerebro de manera irreversible o de forma reversible a causa de una enfermedad local del propio órgano o de las sustancias que a él llegan. Es lo que sucede en los ancianos dementes o arterioescleróticos cuya memoria de fijación está deteriorada, conservándose en cierta medida la memoria de evocación, es decir, la que le permite recordar hechos pasados. Al avanzar la enfermedad, esta memoria también sufre un deterioro significativo.

      El ser humano olvida aquellos estímulos que no fueron capaces de dejar una huella en el cerebro para ser evocada. Un ejemplo de ello es que nadie seguramente puede memorizar las vestimentas de todas las personas con las que se tropezó durante el día de hoy; o el color de los ojos de quien nos pasó por delante en la tercera calle de nuestro recorrido. No recordamos tales hechos porque no les prestamos la debida atención, pues no eran de nuestro interés y por tanto, los estímulos no dejaron huella alguna. Sería agotador para el cerebro almacenar toda la información recibida sin discriminación.

      Ahora bien, cuando un estímulo, un hecho, es lo suficientemente significativo, usted no lo puede ni lo podrá olvidar nunca más. A no ser que comience a padecer una enfermedad cerebral de las que hice referencia: no se le olvida nunca mientras esté sano su cerebro el nacimiento de un hijo, aunque ya no sienta los dolores de parto; no se le olvida su primer amor, aunque ella o él hicieran sus respectivas vidas; no se le olvida su primer maestro, aunque hoy esté fallecido; no se le olvida cuando se divorció, aunque ya el malestar de ese momento no existe; no se le puede olvidar el fallecimiento de su ser querido, aunque se sonría, ría a carcajadas o haga bromas hoy que han transcurrido varios años de ese suceso doloroso.

      La única forma que existe de no recordar algo es que nunca hubiera ocurrido en nuestras vidas. Por tanto, la estrategia no es querer olvidar lo sucedido sino recordarlo de otro modo. ¿Por qué es menester evocar los sufrimientos de mi ser querido antes de fallecer y no sus buenas cualidades, su carácter, su forma de ser conmigo, los años pasados juntos?

      ¿Por qué rememorar tristemente a la pareja que perdí y no complacerme por haberla tenido? Por tanto, no se empeñe en olvidar lo que es inolvidable. Recuérdelo de una diferente manera y el tiempo también le ayudará.

LO QUE ÉL TIENE ES PROPIO DE LA VEJEZ

      Esta afirmación me hace pensar que para un buen número de personas esa etapa de la vida llamada vejez, tercera o cuarta edad, ancianidad y otras denominaciones, es un gran saco en el que todo cabe o es una tierra de nadie donde todo está permitido y todo es “normal”. Y eso es un grave error.

      No pretendo dar una explicación de lo que es una vejez normal, pero sí quiero reflexionar sobre una condición muy frecuente en esta etapa y que si no se detecta a tiempo y se trata adecuadamente trae enorme sufrimiento a quien la padece, a sus familiares y puede, si alcanza una intensidad grave, terminar con la vida del anciano. Y esa condición mórbida, común y mal diagnosticada y peor tratada, es la depresión.

      La depresión en el anciano puede tener diversas formas de presentación y no es mi interés brindar una clasificación académica de este trastorno, sino proporcionar una guía para que cualquier persona pueda pensar en esta posibilidad ante un anciano con los síntomas a los que me referiré. Paso a describirlos:

I. Depresión que se presenta como el envejecimiento normal.


     En este caso el anciano muestra disminución del interés por las cosas que habitualmente lo despertaban, de la vitalidad, de la voluntad; tendencia a revivir el pasado, pérdida de peso, trastornos del sueño, algunas quejas por falta de memoria, tiende al aislamiento y permanece la mayor parte del tiempo en su habitación. (Para muchos este cuadro es propio de la vejez y no una depresión tratable.)

II. Depresión que se presenta como envejecimiento anormal.


     En el anciano aparecen diversos grados de desorientación en lugar, en tiempo y con respecto a sí mismo y a los demás: confunde a las personas conocidas, es incapaz de reconocer lugares; aparece deterioro de sus habilidades y costumbres, relajación esfinteriana, esto es, se orina y defeca sin control alguno, trastornos de la marcha que hacen pensar en una enfermedad cerebrovascular, trastornos de conducta como negarse a ingerir alimentos, etc. (Para muchos este cuadro es propio de una demencia con carácter irreversible y no una depresión tratable.)

III. Depresión que se presenta como una enfermedad física, somática u orgánica.


     El anciano se queja de múltiples síntomas físicos, como dolores de espalda, en las piernas, en el pecho, cefaleas. Puede quejarse también de molestias digestivas como digestión lenta, acidez, plenitud estomacal sin haber ingerido alimentos que lo justifiquen; tiende a tomar laxantes, antiácidos y otros medicamentos para sus molestias gastrointestinales; refiere pérdida de la sensación del gusto, falta de apetito y disminución del peso, problemas cardiovasculares como palpitaciones, opresión, falta de aire, etcétera. (Para muchos este cuadro es propio de alguna enfermedad del cuerpo y no una depresión tratable.)

      Como se evidencia, no es conveniente atribuir cualquier síntoma del anciano a su vejez, a los achaques de la misma, a una demencia o a una enfermedad física, pues puede ser la manifestación de una depresión tratable y, por tanto, puede el anciano recuperar su vitalidad y el resto de las funciones comprometidas. Si no se diagnostica adecuadamente, se puede hacer crónica y en el peor de los casos, termina su vida con el suicidio.

MI HIJO TIENE UN CARÁCTER FUERTE

      Es una locución muy utilizada por aquellas madres que se quejan del comportamiento de sus hijos, calificados de poseer un carácter fuerte; fuertes, así a secas, por el hecho de ser impulsivos, dominantes, incapaces de posponer sus deseos o gratificaciones, caprichosos. Todo tiene que ser como ellos quieren en el momento que lo desean. Y por estos rasgos del carácter se les atribuye la supuesta fortaleza.

      Y estas personas, evidentemente, no tienen un carácter fuerte, sino todo lo contrario, muy débil, pues son presas de sus emociones, de sus impulsos, de sus caprichos. El carácter débil es excitable, tornadizo, manipulable, provocable, con facilidad se le saca de sus casillas. También puede ser pasivo, dependiente, timorato, poco tolerante a las frustraciones, impresionable, sugestionable, emocionable, dubitativo, etc. El carácter fuerte, por el contrario, es aquel que cuenta con diversas posibilidades adaptativas, hace en cada momento lo debido, es capaz de inhibir sus impulsos, si la situación lo requiere, es dueño de sí y no una víctima de sus emociones, no es violento en sus manifestaciones de ira, reconoce sus limitaciones y su fortaleza, y tiene en cuenta las opiniones de los demás aun cuando no muestren puntos de coincidencia con las suyas.

      Las personas de carácter débil reaccionan desproporcionadamente a los estímulos. Si se les ofende, pueden tener crisis de llanto desconsolado, desmayarse, irles encima al ofensor, salir corriendo del lugar en que se encuentran, realizar un acto suicida. Las personas de carácter débil tratan de demostrar que no lo son mediante rasgos del carácter que esconden esa debilidad entre los que se puede encontrar el autoritarismo, la violencia. Ellos quieren tener autoridad pero no saben cómo obtenerla sin ser autoritarios, violentos, dominantes, caprichosos, tercos.

      Las personas de carácter fuerte, frente a una ofensa no se dejan provocar, meditan sus posibles consecuencias, valoran las diversas respuestas a la misma y eligen la más adecuada, la que, por lo general, evita males mayores. Ellos no necesitan demostrar su autoridad la cual emana de su propio comportamiento, de su serenidad al enfrentar situaciones complejas, de su sabiduría; de su manera de dirigirse a los demás con respeto, independientemente de quien se trate; de sus actitudes ante el estudio, el trabajo, la familia y la sociedad.

      Muchas veces se confunden las cosas y se dice que Fulano o Mengana tienen tremenda personalidad porque son personas vistosas, altas, fuertes, bien parecidas, bien vestidas y otra serie de aspectos exteriores. Eso no es tener personalidad, sino tener determinada figura. Por otra parte, el que es bajito, gordito y feo y no sabe vestirse, también tiene una personalidad, pues todos los seres humanos la tenemos, ya sea normal o con trastorno. Un sujeto puede ser alto, fuerte, buen mozo y vestirse muy bien y, sin embargo, ser portador de una personalidad histérica, paranoide, obsesiva o de otro tipo, todas clasificables como anómalas. Otro sujeto, gordito, feo, que no se sepa vestir adecuadamente, puede ser un brillante científico, amante esposo, buen padre, buen vecino y tener un ajuste psicosocial adecuado, en otras palabras, ser poseedor de una personalidad normal aunque su aspecto externo no sea atractivo como el del ejemplo precedente.

      Luego, la manifestación que nos ocupa debiera ser, a partir de esta lectura: “Mi hijo tiene un carácter débil”.

 

Psicoterapia para aprender a vivir por Prof. Dr. Sergio Andrés Pérez BarreroEn este material se incluyen expresiones y consejos extraidos de la experiencia profesional del autor, con el objetivo de servir de ayuda a personas que pasan por dificultades vitales.

 

20. Expresiones 2

Rompiendo con el pasado 

YO LE HE DICHO MIL VECES QUE SE PREOCUPE POR ELLA

Esta expresión, al parecer, envía un mensaje positivo, pues preocuparse por uno es bueno. Y también brinda la imagen de que a quien se le está diciendo no se preocupa por ella misma, y por eso la otra persona se lo ha repetido en infinidad de ocasiones. Nada más lejos de la verdad.

      Quien la pronuncia generalmente es alguien no preocupado por sí mismo y en la responsabilidad familiar que tiene (la madre o el padre) considera que cumple su papel pidiéndole a sus hijos que se preocupen por sus vidas, cuando él no ha sabido hacerlo. Esto es una falta de respeto doble, a sí y a los hijos.

      Y sucede que la conducta de las figuras significativas, como son los padres, los maestros, los dirigentes o jefes, tiende a servir de modelo imitable. Si no se preocupa por usted es risible pedirle preocupación a su descendencia cuando ese no es el mensaje que le transmite su proceder cotidiano.

      Pero hay más, ese llamado de atención encierra el famoso mensaje de “Haz lo que yo digo y no lo que yo hago”, que es inmoral, pues exigimos para los demás lo que no consideramos para nosotros. Y cuando son los hijos quienes escuchan esto, conocedores de sus padres, el efecto es muy desagradable pues quieren hacerles creer algo negado por su propia experiencia.

      No le pida a sus hijos que se preocupen por ellos. Preocúpese por usted. Tenga en cuenta que es la persona más importante de su familia, porque si usted no funciona bien, ello será una preocupación para sus seres queridos, pues no podrán funcionar como cuando todo se desarrolla normalmente. Preocúpese de su salud física y mental, para que ellos lo imiten. Preocúpese de sí mismo y podrá llamarles la atención en el momento en que descuiden este aspecto y lo más significativo, tendrá toda la autoridad moral para hacerlo.

      Si no lo hace de forma sana, sus seres queridos tendrán muy pocas posibilidades de ocuparse de ellos porque la mayor parte del tiempo lo tendrán que dedicar a los problemas de usted. Evite, pues, reclamar atención sin necesidad, mecanismo utilizado con mucha frecuencia por personas con una ilimitada necesidad de afecto. Ellas les piden a sus seres queridos que se preocupen por sí mismos y cuando éstos se disponen a hacerlo, le surgen al aconsejante problemas, como una descomposición estomacal repentina, una migraña insoportable, un incremento de la presión arterial no comprobada, o muy cercana a las cifras habituales, un malestar impreciso, en fin, cualquier queja que evitará a los demás realizar sus planes. En fin, les piden que se preocupen por sus vidas, pero en realidad no los dejan hacerlo.

DOCTOR, YO LE IBA A EXPLICAR LO QUE A ÉL LE OCURRE PORQUE ÉL NO SE SABE EXPRESAR

      Así exponen con frecuencia quienes hacen todo lo posible por llevar la voz cantante en el consultorio y la entrevista es el momento idóneo para plantear sus juicios sobre lo que está experimentando su ser querido. No dudo del valor de las opiniones de los familiares, que ayudan, como información complementaria, a conformar un juicio mucho más cercano a la realidad. Mientras más fuentes de información se tengan, más conoceremos al sujeto que recaba nuestra ayuda.

      Ahora bien, a veces sucede que determinados familiares, por lo general muy vinculados afectivamente al necesitado de ayuda, comienzan a darnos todos los detalles, sin siquiera permitirnos intercambiar unas palabras iniciales con el paciente. Si logramos conocer el nombre del que se supone deba recibir la consulta y le hacemos una pregunta, como por ejemplo: “¿Dónde trabajas, José?”, el pobre José es interrumpido por el familiar, quien responde: “Él trabaja como ascensorista, pero hace tres días que no asiste a su trabajo”. Y así sucesivamente. Y cuando le aclara que usted desea escuchar a José, que la consulta es de José, que quien está necesitado de ayuda es José, entonces hacen el consabido pronunciamiento. Y claro, José no se expresa no porque no sepa, sino porque no se lo permiten. Y nunca aprenderá mientras tenga alguien con una necesidad desmedida de protagonismo y de autoridad aberrante.

      Estos familiares son muy susceptibles, se duelen con facilidad y se sienten maltratados cuando se les pide hacer silencio, fundamental para el ejercicio médico de entrevistar al enfermo que sufre. Algunos persisten en sus propósitos de ser voceros de su representado y no queda otra alternativa que pedirles de favor dejarnos a solas con el paciente. Éstos, por suerte, son los menos.

      Cuando usted quiere que alguien aprenda a expresarse, lo más lógico es permitirle que lo haga por sí solo. Al principio no lo hará bien, más tarde lo hará menos mal, y finalmente será capaz de tener una comunicación fluida. El ensayo y el error y la corrección del error y el nuevo ensayo, facilitan un adecuado aprendizaje. Y ese aprendizaje debe facilitarse desde épocas tempranas de la vida, permitiendo a los hijos describir sus dolencias, invitándolos a expresar sus criterios, pidiéndoles su opinión sobre determinados asuntos con el objetivo de lograr desarrollar su capacidad de comunicación.

EL MEJOR PSIQUIATRA ES UNO MISMO

      Así dicen personas que sufren con la pretensión de enfrentar su pesar, o sus allegados para estimularlas. Sin embargo, es una de las expresiones más peligrosas que he escuchado, pues su repercusión en la salud mental del falso psiquiatra puede traer males mayores.

      En primer lugar, revela niveles nada despreciables de autosuficiencia en quienes la pronuncian, pues ser psiquiatra significa haber logrado vencer, tras años de estudios universitarios, unos contenidos científicos que conforman el cuerpo de conocimientos de esa especialidad médica, además de un mínimo de aptitudes para lograrlo. No es posible asumir dicho papel sin una preparación previa.

      Detrás de ella se esconde un real temor a los psiquiatras, a la psiquiatría y por añadidura a la enfermedad mental, un intento de evitar el contacto con este profesional ya que si “el mejor psiquiatra es uno mismo”, no hay necesidad alguna de ir a uno de verdad. Este miedo encubierto denota no estar en su sano juicio o una escasa cultura médica.

      Pretende, además, minimizar la ayuda que estos profesionales pueden ofrecer en pro del restablecimiento de su salud. En mi opinión, usted no puede y no debe ser su psiquiatra aunque lo fuera, pues un psiquiatra no debe ni puede ser su propio terapeuta. Y digo más, no debe serlo ni siquiera de sus allegados, pues la proximidad afectiva distorsionaría sus decisiones.

      Llama la atención que a nadie se le ocurre decir “el mejor cirujano es uno mismo”, “el mejor cardiólogo es uno mismo”, “el mejor neurólogo es uno mismo”, etc. No se trata de especialidades más respetadas que la psiquiatría ni de mayor complejidad, pero sí de un desconocimiento mayor de ella, considerada por muchos una especialidad para atender a los “locos”.

      Por tanto, en la medida en que una persona posponga el momento de asistir al psiquiatra tendrá mayor tiempo de sufrimiento, más tiempo de evolución de la enfermedad que lo aqueja, mayor demora en la implantación de un tratamiento efectivo y puede llegar a convertirse en un padecimiento crónico por no tomar una medida oportuna. El mejor psiquiatra no es usted. Es aquel que usted elija y en el cual deposite su confianza.

TODOS NO TENEMOS LOS MISMOS PROBLEMAS

      Aquí puede encerrarse un mensaje válido de carácter universal, pero es también un mecanismo defensivo utilizado por aquellas personas a quienes se les señala que las actitudes que han adoptado para resolver alguna situación, pueden demandar otras maneras más eficaces de afrontamiento. Entonces dejan entrever que han actuado bien pero sus problemas son mayores que los de los demás o son incomparables.

      Somos seres humanos diferentes y realmente todos no tenemos los mismos problemas. Pero éstos pueden ser clasificados en diversas categorías y ya no son tan disímiles, como por ejemplo: escolares, laborales, amorosos, familiares, paterno-filiales, con las figuras representativas de autoridad, de salud física, de salud mental, de vivienda, económicos y un largo etcétera. En este sentido, cada categoría de ellos puede ser subclasificado en otros tantos: los escolares tratarían las cuestiones relacionadas con el rendimiento académico, con la asistencia y puntualidad, con la relación alumno-profesor, etc. Y estas subcategorías podrían ser analizadas por partes, de manera que el problema escolar con el rendimiento académico consiste en dificultades con las matemáticas, específicamente la sustracción. Y aún se puede continuar la especificación, refiriéndose a cuál tipo de dificultad en la sustracción presenta el estudiante. Y al final, veremos que este inconveniente lo tienen muchos otros estudiantes de diferentes grados o incluso de la misma aula. A pesar de tratarse de alumnos diferentes los problemas son similares.

      ¿En qué consiste la defensa en esta expresión? Simplemente, se detiene en la diversidad de ellos que es la parte conflictiva de la situación y no hace referencia a las soluciones efectivas para esas supuestas dificultades, lo cual sería la parte positiva. Por tanto, si tratamos de ser lo más justos posible, la sentencia pudiera ser: “Todos no tenemos los mismos problemas, pero sí muy similares de solucionar”, o bien “Todos los problemas, por muy disímiles que parezcan, tienen su solución”. (Es necesario aclarar que cuando me refiero a una solución, incluyo dentro de esta categoría la aceptación como forma de enfrentamiento a los asuntos insolubles, por ejemplo: la muerte de un ser querido o la espera paciente cuando se trata de algunos cuya solución no se consigue a corto o mediano plazo.)

      Y si usted se detiene en los problemas con una actitud contemplativa o los utiliza para que lo aplasten o para justificar su inmovilismo, no sólo se está defendiendo, sino que está participando activamente en su mantenimiento y por tanto en su malestar. No se defienda al considerar los suyos como únicos, múltiples, insolubles, difíciles. Luche contra ellos y piense en quienes los han tenido iguales o mayores que los de usted. Piense que otros en parecidas circunstancias han encontrado soluciones adecuadas, incluso con menos recursos y apoyo. La cuestión no radica en la cantidad de problemas sino en la diversidad de mecanismos satisfactorios para enfrentarlos, en la capacidad para asumir las complejidades de la vida, superarlas y utilizarlas a su favor.

 

YO NO TENGO NADA

      Ésta es una de las expresiones más importantes que puede oír un psiquiatra en su práctica profesional. Cuando se escucha por primera vez, se percibe una sensación extraña de incomprensión y discreto temor, pero después de años de experiencia, reconocemos en ella un elemento más para el diagnóstico de una enfermedad psiquiátrica grave. Y siempre que el psiquiatra se enfrenta a enfermos mentales graves, experimenta una sensación similar.
Cuando una persona refiere que no tiene nada, pudiera ser que, efectivamente, no presente o le aqueje malestar alguno, por lo general esta respuesta se obtiene al realizar un examen médico masivo y como parte de él, el facultativo pregunta si padece o ha padecido enfermedades o tiene determinados síntomas.

      En otras ocasiones, es la respuesta rebelde u obstruccionista de quien, aunque no padece una enfermedad mental grave, ha tenido algunas conductas interpretadas por los familiares como no habituales. Casi siempre responden así los adolescentes, al asumir posiciones en contra de los familiares que los han obligado a asistir a la consulta del psiquiatra y de esa manera exponen su desacuerdo. En estos casos, una relación empática, no agresiva, respetuosa con el adolescente, puede romper la barrera en la comunicación y lograr que se manifieste abiertamente y permita ser ayudado.

      Sin embargo, como apuntábamos en el primer párrafo, puede ser pronunciada por sujetos con grave compromiso de su salud mental, de tal magnitud, que les impide conservar su sentido crítico y no se dan cuenta de lo que les está ocurriendo.

      Pero lo curioso es que este tipo de enfermo dice que no tiene nada porque para él sus alteraciones, por muy anormales que parezcan, son expresión de sus realidades. Y aunque piense que lo quieren envenenar, que lo persiguen, que existe un complot para matarlo, que lo están dirigiendo por control remoto y que le controlan sus afectos, sus pensamientos y su conducta por telepatía, todo esto no se debe a enfermedad mental alguna.

     Simplemente lo quieren matar, lo persiguen y lo están controlando.

      Los familiares tienen la costumbre de “seguirle la corriente”, lo cual es un error pues lo sumerge más aún en su mundo caótico. Si bien no es juicioso tratar de corregir lo absurdo de sus pensamientos mediante el razonamiento lógico, el expresar desacuerdo con lo que él manifiesta en forma firme pero respetuosa, es la conducta adecuada para estos casos.

      También hemos escuchado esto en individuos que a pesar de no sentirse emocionalmente bien, consideran que al decir sus malestares a otros, están dando muestras de poca masculinidad, de imperfección, de vulnerabilidad. Otras veces, se trata de sujetos a los que el miedo al psiquiatra, o su rechazo a este tipo de profesionales, les inhibe la capacidad de expresar sus síntomas.

      Si en alguna oportunidad usted lo oye de alguno de sus familiares, amigos o vecinos, tenga en cuenta estas posibilidades y de seguro podrá brindarles una ayuda oportuna.

DOCTOR, EL PROBLEMA ES QUE YO NO SÉ DECIR QUE NO

      Acostumbran a decir esto personas que acuden a la consulta con manifestaciones de neurastenia, es decir, cansancio físico y mental, dificultades para concentrarse, lo cual les acarrea trastornos de la memoria de diversos grados, cefalea suboccipital referida como un “peso en el cerebro”, somnolencia diurna e insomnio nocturno, disminución de la productividad del trabajo y desarreglos en la esfera sexual. Estos trastornos que afectan diversas esferas de la vida del individuo son consecuencia en la mayoría de las ocasiones de la manera en que enfrenta su vida.

      La persona que “no sabe decir que no” es un sujeto con magníficos atributos personales: puntual, disciplinado, cumplidor, confiable, obediente, permeable a la crítica y a la presión del grupo, etc. Además, también goza del respeto y la consideración de los compañeros de trabajo, de familiares y amigos.

      Entre sus características se encuentra la incapacidad para evitar que sobre sí mismo se multipliquen las responsabilidades y obligaciones. Y no sabe evitar nuevas tareas impuestas, a pesar de tener muchas más que el resto de sus compañeros. Así, es jefe del colectivo de estudio o de trabajo, además de monitor de varias asignaturas o dirigente sindical; con cargos en alguna organización de vecinos, política, fraternal o religiosa; con una familia a la que atiende de forma esmerada. En otras palabras: “el hombre orquesta”.

      Pero, como su vida se diluye entre incontables obligaciones, cada una de las cuales le demanda determinada cantidad de energía física y mental y la mayor parte de su tiempo, él, que no sabe decir que no, comienza a agotarse y a pensar que tiene alguna enfermedad física, generalmente anemia o hepatitis, causante de su decaimiento y la somnolencia durante el día, hasta que, después de un chequeo de rutina en el cual los exámenes habituales arrojan resultados negativos, es enviado a la consulta de psiquiatría.

      Y uno de los primeros consejos a este tipo de personas es el deber de aprender a decir No, como mecanismo defensivo para evitar el exceso de responsabilidades y tareas. Este recurso le permitirá hacer un uso más racional de sus potencialidades, conservar su capacidad laboral, conocer sus limitaciones por las experiencias pasadas, etc. Y lo más importante, evitar las manifestaciones neurasténicas.

      Decir No le dejará brindar una oportunidad a otro individuo para desarrollar sus capacidades, demostrar sus habilidades y contribuir al buen funcionamiento del colectivo de estudios o de trabajo.

      Decir No le protegerá contra quienes no desean tener responsabilidad alguna ni tampoco desean asumir una actitud de compañerismo hacia aquel que está atiborrado de obligaciones.

      Hay situaciones en las que no se puede decir No; otras en las que no se debe decir No; algunas en las que no es prudente o no conviene decir No. Pero hay un gran número de oportunidades en las que sí podrá decir claramente No y esa negativa no le ocasionará problema alguno.

      Por último, usted ha dicho casi siempre Sí. Por una vez que diga No, el mundo no se detendrá. Y mañana, el sol volverá a brillar para todos.

Psicoterapia para aprender a vivir por Prof. Dr. Sergio Andrés Pérez BarreroEn este material se incluyen expresiones y consejos extraidos de la experiencia profesional del autor, con el objetivo de servir de ayuda a personas que pasan por dificultades vitales.

21. Expresiones 3

La violencia domética 

YO NO TENGO SUERTE

Muchas personas con dificultades en sus vidas, con frecuencia dicen algo semejante. Es una declaración negativa pues quien lo dice se priva de algo positivo. Sería como si dijera: “Yo no tengo inteligencia”, “yo no tengo valor”, “yo no tengo bondad, honor, etc.”. Es además pesimista, pues no tener suerte es sinónimo de ser un fracasado. Es, pues, un pensamiento negativo. Por tanto, usted no tiene suerte no porque no la tenga, sino porque piensa que no la tiene.

      Detrás de esta expresión se esconde también una forma “mágica” de pensar. Si las cosas salen bien es por la buena suerte y si salen mal es por la mala suerte que tenemos. Todo depende de ella. Niega la posibilidad a la persona de influir en su futuro, en que las cosas le salgan bien, regular o mal, lo deja todo a la suerte. Quienes piensan así no ven la participación que tienen en que su vida cambie.

      ¿Por qué no se tiene suerte? Porque se hacen muchas cosas impropias: si no le fue bien en el matrimonio, puede haber elegido la pareja inadecuada, no la conoció suficiente antes de formalizar la relación, no modificó determinados rasgos de su carácter que entorpecen la convivencia en pareja, etc. Entonces se divorcia y encuentra (para usted) el hombre ideal o la mujer de sus sueños, pero con el inconveniente de tener compromiso. Ahora se lamenta de su mala suerte y decide rehacer su vida con alguien que lo necesite y comienza otra relación con una persona a la cual usted le lleva veinte años y que efectivamente le necesita, pero… por un tiempo.
Y así, irá de fracaso en fracaso, echándole la culpa de su falta de previsión a la mala suerte. Por favor, no culpe a la suerte de su incorrecta manera de actuar. 
¡Su mala suerte es usted!

YO SÉ QUE VOY A TENER PROBLEMAS. YO SÉ QUE ESO NO VA A FUNCIONAR

      Hay personas que suponen ser capaces de pronosticar las cosas que les van a suceder y de la forma en que éstas ocurrirán. Y al final, efectivamente, ellas tuvieron los problemas anunciados y las cosas funcionaron como habían pensado.

      Al analizar con detenimiento tal manifestación, nos damos cuenta de que el pronóstico no se debe a facultades extraordinarias de clarividencia, o a una bola de cristal por la cual pudieran ver hacia el futuro, sino porque se propusieron tener los problemas o que las cosas no funcionaran. Quizás esto le parezca descabellado pero no lo es. A veces las personas se predisponen, piensan que algo les va a suceder y comienzan a comportarse de una manera que les lleva de la mano a que les ocurra lo anunciado. Igual sucede, aunque con saldos favorables, cuando nos preparamos de modo positivo para enfrentar una situación dada. Por tanto, esa disposición previa asumida puede influir muchísimo en los resultados obtenidos.

      Si usted piensa que va a fracasar ante una evaluación de competencia, comienza a devaluar sus potencialidades, su estado anímico se modifica negativamente, su atención fluctuará del aquí-ahora hasta el futuro momento del fracaso y por tanto no tendrá posibilidades de lograr una buena preparación, pues su rendimiento se ha afectado por esa disposición anímica derrotista. Llegado el momento, usted fracasará tal y como lo había pensado.

      Por el contrario, si piensa que va a salir bien en un examen, eso lo condicionará anímicamente para que se sienta confiado, seguro de sí, dispuesto a estudiar con responsabilidad las horas necesarias, se planificará autoevaluaciones, confrontará con otros compañeros, aclarará las dudas y tomará cuantas medidas puedan garantizar el resultado exitoso que se ha propuesto.

      A esto se llama hoy tener “pensamientos positivos” y se ha comprobado que éstos no sólo mejoran el ánimo sino también la salud física. La repercusión de los acontecimientos vitales estresantes sobre la función inmunitaria es uno de los campos investigativos más apasionantes en la actualidad y se sabe que las situaciones negativas se asocian a una depresión del sistema inmunológico con disminución de la resistencia a las enfermedades.

      Le invito entonces a eliminar esa predisposición negativa y sustituirla por una disposición positiva para obtener resultados favorables en lo que se proponga.

ES QUE YO SOY ASÍ

      Con ese decir “es que yo soy así” se cierran las posibilidades al diálogo, la confrontación, el análisis. Efectivamente, si es así significa que los demás tienen que aceptar sus consecuencias: si usted se disgusta y comienza a destruir lo que está a su alcance, debe soportarse por el mero hecho de usted ser así; si ingiere bebidas alcohólicas y se comporta de una forma grosera, debemos soportarlo porque usted es así; y si por ello se ausentó del trabajo, sus compañeros, sus jefes, tienen el deber de soportarlo, tolerarlo, justificarlo porque usted es así.

      Que usted sea de esa manera es un problema enteramente suyo, pero quienes le rodean no tienen que pagar las consecuencias de su mal proceder. Si por eso justifica sus actos, en ningún momento será una excusa válida para los demás.

      Decir así es un mecanismo defensivo muy conformista, pasivo-agresivo, justificativo de lo mal hecho, de resistencia al cambio, egoísta, etcétera. Contrarrestarlo no es una tarea fácil, pues en cada interpretación, análisis o confrontación la persona puede defenderse mediante dicha afirmación.

      A veces puede traer algún cambio de actitudes preguntar a estas personas qué ventajas les ha traído en su vida personal, familiar, laboral y social esa manera de ser y qué desventajas les ha traído en esas mismas esferas de la vida dicho comportamiento. Si tienen un mínimo de autocrítica es posible que ese análisis biográfico pueda llevarles a algún cambio.

      Si usted es de los que utiliza esta manifestación, por favor suprímala por todos los inconvenientes que puede traerle en su vida y le propongo trazarse la meta de no seguir siendo de esa manera para lo cual puede ser de utilidad preguntarse ¿Qué debo hacer para no ser así?

¿POR QUÉ YO SOY ASÍ, DOCTOR? EXPLÍQUEME

      Las personas están muy interesadas en saber el porqué de las cosas lo cual es muy lógico y necesario, pues sin esa sana curiosidad es imposible el desarrollo de la ciencia y la técnica y de la propia humanidad. Pero a veces este interés es un mecanismo defensivo empleado por algunos seres humanos para posponer su necesario cambio.
Suponga que usted es así porque sus padres se divorciaron cuando era un niño. O porque sus padres peleaban. O porque su padre ingería bebidas alcohólicas y maltrataba a su madre. En definitiva, usted puede ser como es por cualquiera de las razones frecuentes en las personas que sufren.

      Ahora, ¿qué otro valor, que no sea histórico o biográfico, tiene esa información? ¿Podemos volver atrás el tiempo y evitar el divorcio, que el padre no ingiriera bebidas alcohólicas y no maltratara a la madre o que no se pelearan? Eso no tiene solución porque el tiempo es unidireccional, va del pasado pasando por el presente hacia el futuro. Incluso, sin recurrir a un hecho significativo la supuesta explicación recuerda aquello de “¿quién fue primero, el huevo o la gallina?”

      Esa pregunta ¿por qué yo soy así?, lejos de reflejar un genuino interés en encontrar las causas para modificar la forma de ser, si ello fuera posible, refleja una pasiva curiosidad, es para evitar preguntarse: “¿Doctor, qué debo hacer para dejar de ser así?”, que sí sugiere una actitud participativa, una invitación a la acción.

      Aunque estoy de acuerdo con que cualquier persona haga esta u otra interrogación que estime conveniente, sugiero no olvidar la que le he propuesto, pues le dará la posibilidad de escuchar aquellas cuestiones que pueden facilitar su crecimiento emocional, trazar un plan de acción para cambiar y otras opciones para dejar de ser de la manera que usted no desea. Y es de extrema importancia saber utilizar la información obtenida de ella.

      ¿Por qué yo soy así?, como ya dije, no le servirá para volver al pasado, pero sí para evitar cometer los mismos errores que sus padres cometieron en su crianza. Si sus padres le maltrataron, no maltrate usted a sus hijos. Si sus padres se divorciaron, trate de ser estable en su relación matrimonial, si su padre era alcohólico y vejaba a su madre, trate de ingerir bebidas alcohólicas con responsabilidad, evite embriagarse y respete siempre a su pareja.
Sólo de esa manera es útil esta información pues hace realidad la sentencia del filósofo español: “Los que no conocen su pasado están condenados a repetirlo”.

NO SOPORTO ESTAR SOLO

      Así se escucha decir a personas que al parecer tienen una necesidad excesiva de estar acompañadas. Digo al parecer porque eso no es lo más relevante en ellas. Su problema no consiste en sus deseos de estar en compañía de otros sino en su incapacidad para permanecer con ellas mismas. Literalmente hablando, estas personas no se soportan a sí mismas porque no han aprendido a disfrutarse. Y es por eso que no toleran estar solas.

      Cuando uno ha aprendido a estar solo, disfruta de esos momentos de soledad. Siempre tiene algo útil que hacer, algo o alguien en quien pensar, alguna forma creativa de emplear el tiempo cuando la única compañía es uno mismo. Hay quienes, aun junto a sus seres queridos, necesitan, en determinados momentos, estar solos, aunque sea por breves períodos de tiempo. Y lo logran sin que por ello se afecte la comunicación ni el clima emocional de la familia.

      ¿Cuántas cosas puede hacer una persona cuando está a solas? Muchas. Por ejemplo, puede decorar la casa de manera diferente, preparar una comida especial, leer un buen libro, hacer ejercicios físicos, de relajación, oír música, cuidar del jardín, sembrar alguna nueva planta, arreglar y ordenar el armario, sus gavetas, hacer una limpieza general, descansar, meditar, dormir.

      Sin embargo, quienes no se soportan cuando están a solas no tienen una rutina cotidiana establecida, hacen las cosas sin deseos, desmotivados, como si fuera un castigo, sin creatividad alguna. Están aburridos, a pesar de que quizás haya muchas cosas por hacer o, por el contrario, las hacen con tal rapidez que en breve tiempo han terminado y vuelven a quedar ociosos, supuestamente, y esa inactividad artificial les genera malestar, ansiedad, tedio, estados anímicos desfavorables los cuales conspiran contra su bienestar. En otras palabras, no saben planificar qué hacer cuando están a solas para no sentir soledad.

      El ser humano está necesitado de compañía. Es una condición humana. Así como también lo es su individualidad, su privacidad. Por tanto, las relaciones con otras personas son imprescindibles y la soledad también para lograr una personalidad armónica.

ESO NO ES NORMAL – ESO ES NORMAL

      Estas expresiones seguramente las ha escuchado, por separado, desde luego. Sin embargo, las he unificado con toda intención para llevar a su mente que lo anormal y lo normal son valoraciones relativas, es decir, lo normal en una situación dada, puede constituirse en una anormalidad en otra.

      Reírse es algo normal y por demás muy saludable sobre todo en una fiesta o en un grupo de amigos que cuentan chistes; pero lo mismo, en un velorio, delante de los familiares de un moribundo, además de ser una grosera falta de respeto y de sensibilidad humana, es una conducta muy anormal. Aquí lo anormal no es el hecho de reírse, sino el contexto en el cual se ríe.

      Pongamos otro ejemplo: usted tiene un demente en su hogar, que puede ser un tío, su padre, su madre o un hermano. Desde que el proceso demencial se hizo evidente su vida cambió de forma radical. Ya no puede salir a distraerse como antes, ya no puede dormir profundamente, tiene que estar pendiente de lo que él o ella está haciendo, lo que se lleva a la boca, lo que toca, tiene que bañarlo como si fuera un niño pequeño, etc. El demente, por su propio proceso, hará sus necesidades fisiológicas sin aviso previo, en la cama, en el sillón donde permanezca sentado, en sus propios pantalones o faldas. Y tendrá que asearlo, que soportar insultos, gritos, agresiones… y es en esos momentos en los que usted puede desear la muerte a su ser querido, por toda la rabia acumulada debida al vuelco que su vida ha sufrido. Ese tipo de pensamiento, como es lógico, le hace sentir muy culpable, pues le está deseando la muerte a su tío, su padre, su madre, su hermano.

      Debe saber que esos pensamientos son… normales. Le repito. Esos pensamientos de muerte hacia estos seres queridos son normales, porque ni los ha dejado de amar, ni realmente les desea la muerte, ni tiene impulsos criminales ni nada por el estilo. Ocurre que no es una enfermera entrenada en el manejo de pacientes portadores de demencia, la cual, además de cursar estudios, sólo permanece una parte del tiempo con el enfermo y después es relevada por otra y ésta por aquélla. En otras oportunidades, estos enfermos son llevados a instituciones especializadas donde son atendidos por un personal ejercitado en estos menesteres.

      Usted está agotándose mentalmente, por el cansancio físico y la depresión por ver a su ser querido en ese estado y es en el contexto de esa situación agobiante que surge ese aparente pensamiento anormal. Si deseara todos los minutos de todas las horas de todos los días la muerte a su familiar entonces fuera una anormalidad, y ésta no estaría dada por la idea en sí, sino por la elevada frecuencia con que la piensa.

      Otras veces las anormalidades son permitidas y pasan como algo normal para muchas personas. Fumar daña la salud y es una conducta anormal que denota una habituación al tabaco, conocida por tabaquismo. Pero, mucha gente lo hace y lo considera como algo “normal”. Ser homosexual es algo normal y sin embargo criterios machistas y sexistas lo consideran una desviación de la normalidad, una aberración, una degeneración.

      Como se puede evidenciar “eso no es normal”, “eso es normal” es un par dialéctico que no debe ser separado.

Psicoterapia para aprender a vivir por Prof. Dr. Sergio Andrés Pérez Barrero. En este material se incluyen expresiones y consejos extraidos de la experiencia profesional del autor, con el objetivo de servir de ayuda a personas que pasan por dificultades vitales.

22. Expresiones 4

El abuso sexual 

DOCTOR, YO NO TENGO PROBLEMAS DESDE QUE ESTOY TOMANDO LA PASTILLITA DE LA ALEGRÍA

Dicen esto muchas personas que se autoadministran trifluoperazina de un miligramo, la persiguen, literalmente hablando, en cuantas farmacias se les ocurre visitar; cuando no logran conseguirla, compran la trifluoperazina de cinco miligramos, la dividen en cuatro partes y se empiezan a tomar un cuarto de esa tableta varias veces al día.
No existe ninguna pastilla de la alegría. La alegría es un estado anímico que expresa satisfacción, bienestar, complacencia y es el resultado de una complejísima interacción de diversos factores personales, psicológicos, situacionales, metabólicos, biológicos, etc. Este complejo proceso no puede ser motivado por una tableta, a la que atribuyen esta propiedad por tener discreto efecto euforizante, es decir, una sensación de bienestar o mejor dicho, de falso bienestar, o falsa alegría, que es, por definición psicopatológica, el concepto de euforia. El eufórico no está alegre. La euforia es la alegría sin motivo, no es contagiosa, el observador no encuentra motivos para ese estado, parece artificial, como si fuera fingida. Este tipo de medicamentos puede ocasionar esa falsa sensación de alegría, de bienestar. Pero, este efecto pasajero puede traer otros males. Paso a enunciarlos.

El primer mal que este tratamiento le puede originar es poner su alegría en función de una tableta, en función de algo externo a usted.

El segundo problema es desarrollar una dependencia psicológica de ella, la cual vendrá a constituirse en una especie de muleta sin la que no sabrá caminar por la vida.

El tercer problema le vendrá poco a poco, en la medida en que lleve más tiempo ingiriendo el medicamento sin necesidad real, o con ella pero no indicado por un facultativo encargado de ajustar las dosis y determinar el tiempo durante el cual lo requerirá.

     Estos efectos a largo plazo se deben a que la trifluoperazina está incluida entre los psicofármacos calificados como neurolépticos, los cuales pueden producir determinados efectos secundarios, y los más relevantes son los llamados síndromes extrapiramidales, con las siguientes manifestaciones clínicas:

Distonías agudas: Estas alteraciones se observan con mucha frecuencia en los jóvenes y consisten en incremento del tono muscular (hipertonía), contracciones dolorosas de los músculos, calambres, dificultades para tragar, falta de aire si se comprometen los músculos de la respiración, protrusión de la lengua, tortícolis y crisis oculógiras, es decir, movimientos giratorios involuntarios de los ojos, como si se les fueran hacia arriba y hacia atrás. Pueden presentarse con sólo ingerir una tableta del fármaco.

Parkinsonismo: El consumidor comienza a presentar rigidez en el cuerpo, inexpresividad en el rostro, temblor, disminución de la flexibilidad de los brazos al caminar, tendencia a asumir una postura encorvada y salivación profusa, que sale por las comisuras labiales. Generalmente aparece durante el primer mes.

Acatisia: Este síntoma consiste en una inquietud insoportable en los miembros inferiores, conocido como el “síndrome de los pies inquietos”, pues el sujeto tiene que estar en constante movimiento, lo cual le impide permanecer sentado o acostado.

Discinesia tardía: Aparece en el 5 % de las personas que están expuestas a los neurolépticos cada año y en los individuos que llevan diez años consumiendo estas moléculas (tabletas), la incidencia puede llegar hasta el 50 %. Este cuadro clínico es muy incapacitante por tratarse de movimientos coreicos, atetoides, mioclónicos de carácter anormal que afectan diversos territorios como la cara, la boca, las extremidades. La persona con una discinesia tardía mantiene movimientos masticatorios que recuerdan los que se realizan cuando se tiene un bombón en la boca, saca la lengua rítmicamente o puede proyectarla contra las mejillas. Este cuadro se recupera con dificultad.
Al conocer estas complicaciones, que no son todas ni mucho menos, podrá evaluar con mayor rigor científico si “la pastillita de la alegría” es tan inofensiva como creía.

MI TÍA ME REGALÓ UNAS AMITRIPTILINAS Y ES LO QUE ESTOY TOMANDO

      Es seguro que usted ha escuchado esta declaración, por lo general, a personas aquejadas de síntomas psiquiátricos menores, pero con una necesidad exagerada de automedicarse con lo primero que se les ofrece. Y esta conducta es en extremo peligrosa. Veamos por qué.

      La automedicación es una actitud negativa hacia las enfermedades, que consiste precisamente en la autoadministración de tratamientos farmacológicos, sin tener conocimientos para ello y sin haber sido orientados por facultativo alguno.

      En el caso de los psicofármacos, la autoadministración es muy frecuente, como si estos medicamentos no tuvieran tantos inconvenientes como los utilizados en otras especialidades médicas. A muy pocas personas se les ocurriría ponerse una penicilina rapilenta dos veces al día durante varios meses, o tomar una tableta de cloranfenicol cada seis horas por un año. Y esto no sucede muy a menudo porque consideran que los antibióticos mal utilizados pueden perjudicar la salud. Y el error consiste en no pensar lo mismo de los psicofármacos.

      Para que se tenga una idea, los antidepresivos tricíclicos, entre los que se encuentran la imipramina y la amitriptilina, no deben ser administrados a personas alérgicas a ellos, a los que padecen de glaucoma agudo de ángulo estrecho, a los que presentan infarto agudo del miocardio o tienen aumento de volumen de la próstata, así como tampoco a los individuos con trastornos del ritmo cardíaco, las llamadas arritmias. Pero hay más, estos medicamentos tienen una serie de efectos colaterales, como son convulsiones, hipertensión, episodios psicóticos o lo que es igual, locura, pesadillas, temblores, incoordinación motora y tics.

      Por si fuera poco, ellos, cuando se suprimen por una u otra causa, pueden ocasionar el llamado Síndrome de Discontinuación, consistente en cinco agrupaciones de síntomas: distrés somático general, alteraciones del sueño, acatisia o parkinsonismo, activación conductual y arritmias cardíacas. Esto se traduce en lo siguiente: el sujeto experimenta desvanecimientos, vértigos, trastornos del equilibrio y la marcha, pesadillas, inquietud en las piernas que no le permiten estar tranquilo en un solo lugar, rigidez facial con incremento de la salivación, marcha a pequeños pasos; sensación de quemazón, de shock eléctrico, de aleteo cardiovascular; ansiedad, agitación, crisis de llanto, irritabilidad, palpitaciones y taquicardia. Este Síndrome de Discontinuación también se puede acompañar de fatiga, tos, coriza, escalofríos y manifestaciones de un estado gripal.

      Como ve, no son pocos los inconvenientes que traen estos fármacos que algunas personas utilizan para situaciones en las que no son médicamente indicados, como aumentar de peso, evitar los dolores de dientes, contrarrestar el insomnio, calmar el nerviosismo, etcétera.

      Mi consejo es que no se automedique. Usted puede convertirse en el mejor amigo de su salud o también, si no actúa de una manera responsable, en su propio verdugo.

ESO NO ESTÁ EN MÍ; YO NO QUISIERA SER ASÍ; ANTES YO NO ERA ASÍ Y ¿USTED CREE QUE YO QUIERO ESTAR ASÍ?

      Muy a propósito he unificado estas expresiones pues todas son dichas, una detrás de otra y en ese orden por numerosas personas a las que he tratado y todas constituyen, por separado y en su conjunto, mecanismos defensivos de quienes las pronuncian. Pasemos a su análisis.

      “Eso no está en mí” es utilizada cuando se quiere justificar algo que se ha hecho o se ha dejado de hacer y en lo cual el sujeto no quiere verse involucrado, responsabilizado. Si eso no está en él muy poco puede hacer por evitar lo ocurrido. Entonces es cuando se impone la pregunta: ¿En quién está si no es en usted?, con la finalidad de hacer consciente al individuo que efectivamente él es el responsable de lo sucedido. Acto seguido, pronuncia la siguiente para justificar lo hecho (de nuevo) y también por no darse cuenta de ser él el máximo protagonista: “Yo no quisiera ser así”, a pesar de que hace todo lo posible por ser de esa manera que no desea. Se impone la siguiente pregunta: ¿Quién le obliga a usted a ser así? Es evidente, nadie le obliga. Es así porque lo desea. Si yo no deseo ser impaciente, me llamo a la calma, intento mejorar mi capacidad de espera, trato de caminar y hablar despacio.

      Cuando la persona irremediablemente llega a la conclusión de que sí está en él y hace cosas para estar así, surge la tercera justificación, como las anteriores y que lleva a la inercia: “Antes yo no era así”. Es el rejuego para no darse cuenta de quién es en estos momentos, en el aquí-ahora; con ella el sujeto se refugia en el pasado para no enfrentar el presente de cara al futuro, trata de vivir de las glorias pasadas, en fin, tiene el llamado “Síndrome de Yo soy aquel” (yo era el que…, yo fui quien…); es como esconderse en una cueva para no enfrentarse consigo mismo.

      Si se le hace consciente de lo que está tratando de hacer, surge, como un dardo dirigido en su contra, la siguiente expresión, más justificativa que las anteriores: “¿Usted cree que yo quisiera estar así?” Mediante esta agresividad hacia el terapeuta la persona intenta poner fin al análisis de las actitudes, pues se supone que ninguna persona desee sentirse mal. Eso es parcialmente cierto. Se supone. Y la suposición, entre otros significados, es la opinión que no está fundada en pruebas positivas. Pongamos un ejemplo, un paciente dice: “Todas las mañanas me levanto con tos y falta de aire. Me tomo una taza de café y me fumo el primer cigarro de los treinta diarios que consumo. He padecido de bronconeumonías a repetición a pesar de los consejos médicos de dejar ese mal hábito”. Aquí se puede preguntar: ¿Realmente desea no tener falta de aire y bronconeumonías a repetición? Si deseara no padecerlos dejaría de fumar de inmediato. (El ejemplo, a título personal, fue cierto. Desde hace más de tres años no fumo.) Por tanto, antes yo deseaba, consciente o no, ser así, padecer bronconeumonías, tener falta de aire y tos y en definitiva, suicidarme palmo a palmo, cigarro a cigarro.

      Evite decir estas cosas y evite que sean dichas por sus seres queridos.

      Eso sí está en usted, usted desea ser así, usted ahora es así y usted desea estar como está.

YO ESTOY ASÍ POR LA CRIANZA QUE ME DIERON

      Una justificación muy socorrida por quienes, siendo adultos, pretenden responsabilizar a otros de su manera de comportarse, en este caso, a los padres.

      Si bien es cierto que una niñez caótica puede influir en la formación del sujeto, no sólo es la familia la que contribuye a la conformación de la personalidad sino también el medio escolar, laboral y social. Pero de manera fundamental es el propio sujeto quien, consciente y deliberadamente puede contribuir a que su propia formación sea buena, regular o mala. Todos hemos estado rodeados de cosas que no nos pertenecen. La mayoría de las personas respeta la propiedad de otros, pero existe una minoría que se apropia de lo ajeno porque lo desea y no inhibe tales deseos.

      Muchas adolescentes y jóvenes en cualquier parte del mundo tienen carencias materiales de todo tipo y lógicos deseos de poseer ropas, zapatos, cosméticos, perfumes, etc. La mayor parte de ellas trata de trabajar decorosamente para ir obteniendo poco a poco y muchas veces no en la medida de sus deseos, esas cosas materiales a las que hago referencia. Otras, por el contrario, se prostituyen para lograr esos mismos objetivos.
Como se evidencia, los seres humanos pueden tener igualdad de oportunidades para hacer las cosas bien hechas y para hacerlas mal. ¿Por qué un grupo de personas se inclina por esta última opción y después pretende culpar a otros de lo que ellos como adultos hacen?

      Se puede tener una niñez muy infeliz con carencias de todo tipo y eso influir de manera negativa en la forma de ser. Pero, ¿eso es un fatalismo que debe arrastrar toda la vida? Pienso que no. La verdadera enfermedad mental grave que invalida al ser humano que la padece en sus proyecciones vitales, hasta hoy, no se considera causada por determinado tipo de crianza. Si usted tiene una predisposición a padecer una enfermedad mental grave, puede padecerla aunque se haya criado en un hogar armónico. Si usted no tiene esa predisposición, saldrá relativamente ileso tras haber pasado una infancia en un clima emocional familiar inadecuado.

      Nadie le deseó una niñez infeliz ni le eligieron sus padres. Nadie tiene la culpa de esa niñez, usted tampoco. Y ya eso no tiene solución pues no lo podemos volver a criar como hubiera querido.

      Lo importante es el presente y el futuro y lo que esté haciendo ahora que es un adulto por vivir de forma creativa.

Psicoterapia para aprender a vivir por Prof. Dr. Sergio Andrés Pérez Barrero. En este material se incluyen expresiones y consejos extraidos de la experiencia profesional del autor, con el objetivo de servir de ayuda a personas que pasan por dificultades vitales.

23. Expresiones 5

El Noviazgo

YO NO ME PUEDO DISGUSTAR. YO NO ME PUEDO MOLESTAR

 No hay expresión más absurda e irreal que ésta.

      Comenzaría por preguntar: ¿Quién es esa persona para no disgustarse ni molestarse, si la inmensa mayoría de los seres humanos en alguna ocasión tenemos que pasar por esa experiencia?

      Cuando alguien pronuncia esto, además de engañarse a sí mismo, intenta manipular a los demás a su favor, haciéndoles creer algo que es imposible de lograr, pues si lo fuera, de seguro todos lo intentarían. Si llega a conseguirlo, la familia funcionará de modo anormal a partir de ese momento y el sujeto se convertirá en el foco de atención, no precisamente por ser el más ecuánime, sino por ser el más frágil, el más vulnerable.

      Si usted no se puede disgustar o molestar, eso significa que no podrá recibir noticias desagradables, no podrán contradecirle sus opiniones por muy descabelladas que fueran, no se le podrá llamar la atención por algo inadecuado que haya hecho, los demás tendrán que hacer las cosas que a usted le gustan, como a usted le gustan y en el momento que usted precise, las opiniones y criterios de los demás serán las que usted desea escuchar y no otras, en fin, que todos a su alrededor harán en cada momento lo que a usted no le disguste ni le moleste. Todo lo anterior, ¿no es impensable?, ¿no es una locura? ¿En qué lugar del planeta usted va a vivir donde nunca se disguste ni moleste? Quizás en una isla desierta, en la cual tenga todas sus necesidades resueltas, y eso también es una locura pensarlo.

      Sería más provechoso y más realista que aprendiera a tener disgustos y molestias, a reaccionar de una manera adecuada a eventos vitales desagradables. De esta forma estaría más preparado para vivir, sería una persona más normal y todo le pudiera ir mejor a usted y su familia.

      Para ello es necesario que intente reaccionar frente a cada disgusto o problema de una manera diferente a la última vez, más ecuánime, más dueño de sí, sin dejarse provocar ni dar rienda suelta a la parte fea de su carácter, que es la que le hace pronunciar la expresión de marras.

LA GENTE NO ME ENTIENDE

      Así se manifiestan “los incomprendidos”. A este tipo de personas nadie los entiende ni los comprende. Hablan sobre la incomprensión de sus familiares, de sus compañeros de estudio o de trabajo, de sus amistades, en fin, de cuantas personas se relacionan con ellos. En muchas ocasiones en mis consultas me los he tropezado y me dicen: “Doctor, usted no me entiende” y les he contestado “Eso es muy cierto. Yo no le entiendo y soy psiquiatra y me pagan para entender a las personas. Esa es mi profesión y me cuesta un enorme trabajo llegar a comprenderle del todo. ¿Se imagina qué pudiera pasar con aquellas personas que no son psiquiatras como es el caso de sus familiares, compañeros y amigos? ¿No será que para usted comprenderle y entenderle es ponerse de acuerdo con usted, es pensar como usted aunque estemos en desacuerdo y pensemos de manera diferente?”

      Estas personas “incomprendidas” al parecer no se han preguntado: ¿No será que soy yo el que no se deja comprender? Es muy difícil que ellas se hagan esta pregunta, pues les resulta más fácil asumir el papel de incomprendidas que el de incomprensibles. Ellas no desean darse cuenta de que si son incomprendidas por los familiares, los compañeros de estudio o de trabajo, los amigos, el factor común a todos son ellas mismas. Puede ocurrir que la familia sea poco comprensiva, pero, ¿también son poco comprensivos los amigos y los compañeros de trabajo? Demasiada casualidad. En la generalidad de las ocasiones se autotitulan así porque sus criterios, opiniones, conductas, son impropias en el contexto en que se manifiestan, no son todo lo realistas que debieran ser, no guardan la coherencia que la situación requiere.

      Pongamos por ejemplo que yo diga que mi familia no me entiende porque no me dejan escribir estas conferencias con la tranquilidad deseada. Esto pudiera parecer cierto y constituir una lógica demanda. Pero yo no le he dicho todavía que mi compañera trabaja al igual que yo y nuestro hijo apenas tiene cinco años y a este último personaje le importan poco por no decir que no le importan en lo absoluto estas conferencias ni otras. A él, como niño normal, le interesa por sobre todas las cosas jugar. Y hay que jugar con él. Pero además, hay que cooperar en las tareas hogareñas, compartir los quehaceres domésticos que, además de aliviar la carga a la mujer, es una buena manera de demostrar afecto y consideración a la pareja.

      Por tanto, si yo quiero hacer estas conferencias cuando mi hijo me demanda que juegue con él o mi esposa me pide que compre el pan y la leche, soy yo quien no entiende las necesidades de ninguno de los dos. Pero si yo juego con él, coopero con ella y decido sentarme a escribir cuando el niño duerme y mi esposa estudie o descanse, los habré comprendido y no tendré motivos para decir que no me entienden.

ME DAN DESEOS DE ACABAR

      Esta declaración es frecuente en consultas de psiquiatría y de psicología; o en cualquier otro lugar, pero siempre dicha por personas cuyo comportamiento, en ocasiones como esas, tiene manifestaciones muy primitivas y es la agresividad mal canalizada uno de sus rasgos prominentes.

      Cuando se les pregunta con qué desean acabar, ellas contestan: “con todo, con el que se me ponga delante”. Y esto recuerda a ciertos animales, que por motivos baladíes arremeten contra todo. Pensemos en las corridas de toros, cuando ellos salen del cepo a una velocidad considerable, embisten a los picadores, a los caballos, y al torero mostrarles el capote, un simple y sencillo pedazo de tela roja, con la agresividad salvaje propia de esa raza de toros, acometen contra la tela que se mueve y no precisamente contra quien la está moviendo, por suerte, claro está.

      Muy similar a este comportamiento es el de las personas que tienen “deseos de acabar”. A veces de los deseos pasan a la acción y maltratan a los hijos, les pegan con violencia inusitada, otras veces la emprenden contra los objetos y rompen platos, vasos, su propia ropa. En ocasiones, esa agresividad la toman contra la pareja y la ofenden de palabras, la humillan y pueden llegar a la agresión física, desde las lesiones sin peligro para la vida, hasta las que provocan la muerte en el peor de los casos.

      Una parte de ellas dirige la agresividad contra sí y manifiestan cosas impensadas, en un momento y lugar inadecuados, sobre personas significativas, o bien se autolesionan intentando contra su propia vida.

      El mero hecho de desear acabar no es en sí el problema mayor, sino que se convierte en tal cuando se quiere acabar con algo o alguien que no debiéramos acabar.

      Si realmente tiene estos deseos, yo le sugiero acabar con aquellas cosas que deben terminar de una vez por todas: Usted puede acabar con la desconsideración, las malas costumbres, la descortesía, la incomprensión, la deshonestidad, la discriminación, el desconocimiento, la parcialidad, la chapucería, la ingratitud, el irrespeto, la irresponsabilidad, la imprudencia, la deslealtad, la insuficiencia, el desorden, la indisciplina, la desconfianza infundada, el descontento, la infelicidad, la impaciencia, la irreflexión, el pesimismo, el descuido, la enemistad, la intolerancia, la antipatía y también puede acabar con la queja inútil que prostituye el carácter y no conduce a otro sitio que no sea la desmoralización personal.

      Fíjese, pues, cómo esa expresión, habitualmente improductiva, dañina y que impide adaptarse, se puede en la práctica ir transformando en productiva, adaptativa, creativa, en fin, muy útil para contribuir a su crecimiento personal.

SIEMPRE ESTOY APURADO

      ¿Cuántas veces usted habrá oído esto? Seguramente muchas y quizás lo haya dicho en alguna oportunidad. Así es, hay personas que siempre están apuradas, como si el tiempo no les fuera a alcanzar para hacer lo que se proponen o como si todo lo que hicieran fuera una obligación.

      Se levantan temprano, desayunan rápido, a veces de pie o caminando, salen rápido de sus casas para sus respectivos trabajos, caminan rápido, terminan su labor y salen disparadas para sus casas, se ponen a hacer los quehaceres rápidamente para terminarlos rápido y así hacen todos los días hasta que comienzan a sentir, a darse cuenta de que “siempre están apuradas”.

      Estas personas en todo momento tienen los dientes apretados, se quejan de dolores en las piernas, el cuello y la espalda debido a la tensión muscular. También pueden tener dolores de cabeza por la misma razón.

      ¿Qué se pudiera hacer para evitar estar siempre apurado? Lo primero es percatarse de que se está de prisa, es decir, hacerlo consciente. Una vez ocurrido esto, todo será más fácil.

     Hay determinadas situaciones en las que necesariamente hay urgencia. Por ejemplo, en las mañanas para llegar puntual a la fábrica, oficina, escuela, en fin, al lugar donde trabajamos o estudiamos, con lo que podemos evitar problemas adicionales. Realizar bien las funciones laborales o estudiantiles, docentes o asistenciales, de servicios o productivas, es otro paso imprescindible para contrarrestar la sensación de apremio.

      Una vez terminada la jornada laboral sería prudente no retirarse de inmediato al hogar. Es recomendable permanecer aunque sean cinco minutos sentado, tranquilo, relajado, con los ojos cerrados en el propio puesto de trabajo, en el vestidor, en el salón de espera, para tratar de “dejar ahí” parte de las tensiones laborales, o se puede emplear ese tiempo en ejercicios de relajación y respiratorios.

      Al ir hacia el hogar no debe hacerlo de prisa. Si el trayecto lo hace caminando, puede desviarse de la ruta habitual, entrar a las tiendas aunque sólo vea lo que se está ofertando, llegue a hacer una breve visita a casa de algún conocido, sólo para saber de él o ella, o simplemente camine lo más despacio posible, disfrute de su propio andar. Puede sentarse en algún parque a leer algún artículo del periódico preferido. Todo lo descrito llevará quizás diez, veinte o treinta minutos más de lo habitual, pero el beneficio del autocontrol los requiere.

      Si el trayecto lo hace en ómnibus, una variante pudiera ser, si no es excesiva la distancia por recorrer, abandonarlo una parada antes o después de la que le pertenece y hacer lo descrito en párrafos precedentes. Si el trayecto lo realiza en un automóvil privado, se deben evitar aquellas carreteras de mayor tráfico, aunque eso implique unos minutos de demora hacia el destino.

      Al llegar al hogar, tampoco es recomendable entrar inmediatamente. Pueden utilizarse otros cinco o diez minutos sentado en el umbral de su puerta, en los bancos de la entrada, en el parque de enfrente. Al entrar a casa es una buena opción ponerse a hacer lo más perentorio, lo más necesario. Y trate de tener un pensamiento económico que ponga todo en función de usted y no al revés. Fregar la vajilla es importante, pero si lo necesita, decansar es más importante aún. Mantener la casa limpia es importante, pero dormir lo es más si tiene sueño. Lavar la ropa es importante, pero comer lo es más si tiene mucho apetito. En fin, su casa y lo que en ella usted tiene que hacer son importantes, pero usted es mucho más importante que todas esas cosas juntas.

      Al sentarse, no olvide tratar de poner los glúteos, es decir, las nalgas, lo más cercanas al borde del asiento, tirar las piernas hacia adelante, entreabrirlas ligeramente, descolgar los brazos a ambos lados del cuerpo y dejar caer la cabeza sobre el pecho o recostarla del asiento hasta lograr una posición lo más cómoda posible. Otra variante de esta posición es apoyar los brazos semiflexionados en los muslos como hacen los cocheros. Entonces, cierre los ojos y piense en un cielo azul, una pradera verde, un mar azul claro en calma, lo cual contribuirá a su relajación.

      Por último, oblíguese a esperar, a caminar despacio, a hablar despacio, leer despacio, en definitiva, a andar despacio en este camino que se llama vida.

EL ESTÓMAGO ME SALTA Y NO ME DEJA VIVIR

      Así dicen las personas que acuden a la consulta con este síntoma de ansiedad, y para algunos el más molesto. Sin embargo, es necesario informarle varios aspectos del funcionamiento del cuerpo humano que le proporcionarán alivio cuando aparezca esta sensación.

      Primero, es conveniente saber que el estómago no salta, nunca ha saltado ni saltará. Los movimientos propios de este órgano no se traducen de esta manera sino de otras, entre las que sobresalen las contracciones sufridas cuando tenemos hambre, las cuales pueden ser muy dolorosas.

      El llamado “salto del estómago” no ocurre precisamente en él, sino por detrás del mismo y se trata del latido imprescindible de la aorta abdominal, el vaso sanguíneo más grueso del organismo encargado del transporte de la sangre proveniente del corazón hacia el resto del cuerpo. Por tanto, ese salto, es la manifestación palpable de que usted está vivo. Cuando ese latido deje de molestarle, de sentirse, de producirse, es porque usted también ha dejado de molestarse, de sentir, de ser productivo, en fin, habrá dejado de existir como ser viviente. Tendrá esa impresión durante toda la vida, hasta que muera, pues es una condición inherente a la vida. Sin salto de estómago no hay, nunca habrá vida.

      La diferencia entre su salto de estómago y el mío, es que usted centra su atención en él y yo no le presto atención al mío, que usted lo ha hecho consciente y yo no me doy cuenta de su existencia. En esto tiene mucho que ver la dirección de nuestra atención: usted la tiene dirigida hacia su cuerpo, en vez de dirigirla hacia el medio externo, el ambiente, fuera de sí. La atención debe ser utilizada en la relación con el mundo y no en la autobservación enfermiza de nosotros mismos. La atención es para saber por ejemplo si el cielo está gris o azul, si hace sol o es de noche, si en el periódico se habla de determinado acontecimiento interesante, si en el televisor se exhibirá un ciclo de un famoso director de cine, si el hijo de la vecina terminó sus estudios, si hay un salidero en la tubería del agua, si mi hija ya me supera en estatura, si mi pareja luce mejor con esa ropa. En fin, la atención sirve para darnos cuenta de lo bello y lo feo alrededor nuestro.

      La atención centrada hacia sí mismo constituye un síntoma de diversas enfermedades psiquiátricas entre las que se encuentran los trastornos depresivos y las hipocondrias y estados afines. Esto quiere decir que si usted está muy preocupado por su cuerpo sería prudente hacer una visita a este tipo de profesional. Pero también es posible determinada enfermedad física que está dándole molestias y reclama su atención. En este caso consulte a su médico de familia.

      Ahora bien, saber dirigir la atención hacia uno mismo, puede resultar un ejercicio muy estimulante cuando la utilizamos para lograr un estado de relajación, de paz interna. Ello no es difícil de alcanzar y en el presente texto encontrará algunas sugerencias de cómo hacerlo.

Psicoterapia para aprender a vivir por Prof. Dr. Sergio Andrés Pérez BarreroEn este material se incluyen expresiones y consejos extraidos de la experiencia profesional del autor, con el objetivo de servir de ayuda a personas que pasan por dificultades vitales.

24. Expresiones 6

El matrimonio 

DOCTOR, TENGO LAS DEFENSAS BAJAS

Para muchas personas esta es la forma de transmitir a su médico algún problema sexual. También pueden decir que están “impotentes”, que tienen problemas con “la naturaleza”, que están hechos “unos niños chiquitos”, “que no son hombres”, etcétera.

      No pretendo dar una visión científica del asunto, para lo cual otros profesionales están mucho mejor preparados, pero sí algunas reflexiones como ayuda a estas personas con una supuesta “impotencia”.

      Todo hombre con dificultad en su funcionamiento sexual habitual lo primero que debe hacer es ponerse el calzoncillo cuando esto ocurra, pues “el horno no está para galleticas” según el refrán. Ese funcionamiento desfavorable no es un signo de enfermedad sexual por sí solo. Fue el aviso para saber que no era el momento adecuado para tener relaciones sexuales. Y lamentablemente, la mayoría de los hombres no hacen utilización de esa prenda interior en ese instante, sino que se empeñan en “hacer el papel de hombre” (¿?), y tratan de “quedar bien” (¿?) con la pareja, lo intentan en múltiples ocasiones y cada una de ellas se convierte en otro fracaso, pues la preocupación bloquea el propio rendimiento.

      Si usted vuelve a presentar dificultades con la erección al tener relaciones con su pareja, revise su forma de vivir. El exceso de trabajo, las preocupaciones, la falta de distracción, el consumo de cigarros y alcohol, las condiciones en que se realiza el acto sexual, entre otros factores, pueden conspirar contra el buen desenvolvimiento de ambos. Muchos cometen el gravísimo error de buscar otra pareja para comprobar si con esa no fracasan. Los que actúan así no saben el daño que se hacen y le hacen a la pareja habitual. Este tipo de hombre demuestra un profundo desconocimiento sexual, probablemente el que lo lleva a una disfunción, es decir, a una enfermedad del funcionamiento sexual, sin descartar la posibilidad de una ETS (enfermedad de transmisión sexual como la gonorrea, la sífilis o el SIDA).

      Si falla en alguna otra oportunidad, pregúntese: “¿Quién soy yo para no fracasar en la relación sexual?”. Muchos hombres tienen complejo de computadoras, incapaces de cometer errores en esto y esos son los más sorprendidos cuando sucede, pues olvidan que dicha función corporal es como el apetito, el sueño u otra que no tienen siempre el mismo comportamiento y ello no significa enfermedad. Usted no ingiere todos los días las mismas cucharadas de alimento, ni duerme la misma cantidad de minutos. A veces no tiene apetito y no se obliga a comer. A veces no tiene sueño y no se obliga a dormir. Entonces, ¿por qué se obliga a tener relaciones sexuales?
Es importantísimo cuando se tiene esta dificultad, continuar haciendo su vida normal porque muchos se detienen en el síntoma y ello empeora el pronóstico. Le sugiero distracción: pasee con su pareja, emplee el tiempo libre en algo útil, haga ejercicios, cultive alguna planta, críe un animal de compañía o peces, coleccione sellos o monedas, lea poemas o novelas, según su preferencia. Pero no se dedique las veinticuatro horas del día a pensar en su pene, pues usted es más que eso.

      Si a pesar de todo continúan los problemas funcionales, que le impiden llevar una vida emocionalmente feliz, le sugiero dirigirse con su pareja a un psicólogo o un psiquiatra de su área de salud, los que de seguro buscarán una solución.

      Por último, instrúyase en lo referente al sexo. En cualquiera de nuestras bibliotecas hay folletos y libros al respecto, y pueden contribuir a que tenga una vida sexual más plena.

QUIERO DORMIR Y NO PUEDO

      Los trastornos del hábito de sueño son de los motivos más frecuentes de consulta en la práctica médica. Todo el que ha pasado una noche de insomnio no lo puede ocultar porque se le nota en el rostro, en los ojos, en los bostezos, en la somnolencia, y en la disminución del rendimiento productivo, por sólo mencionar ciertos signos.

     agamos algunas reflexiones en torno al tema.

1. Debe imaginar que el sueño es como un pájaro, poco menos que imposible de atrapar con las manos pues sale volando. Luego, si usted intenta tal cosa pierde su tiempo.
2. A la cama se va cuando se tiene sueño y si no ha sentido esa sensación lo mejor que puede hacer es no acostarse aún.
3. Si luego de dormirse se despierta y le cuesta trabajo conciliar el sueño de nuevo, lo aconsejable es salir de la cama para evitar el círculo vicioso que se establece al querer dormir, no lograrlo, cambiar con frecuencia de posición para acomodarse y poder conciliarlo, no conseguirlo, optar por otra posición en apariencia más adecuada y así hasta el amanecer. Usted no ha analizado que cuando uno desea permanecer despierto y el sueño lo invade: moverse y cambiar de posición es lo mejor. Entonces, para dormir está haciendo justamente lo contrario.
4. Si no está durmiendo bien debe prescindir de todos aquellos factores agravantes de su trastorno como son tomar café, té, bebidas alcohólicas, fumar tabaco o cigarros, evitar actividades que requieren acción muscular excesiva o moderada, y muy importante, eliminar las siestas o el permanecer acostado en la cama durante el día aunque no duerma, pues le restará horas de sueño.
5. Establezca una rutina antes de ir a dormir, trajines que le sirvan de señales preparatorias para este acto.
6. Evite por todos los medios la automedicación, pues las medicinas utilizadas para facilitar el sueño pueden deteriorarlo y complicar más aún las cosas. Tampoco es recomendable el consejo erróneo que dan algunos de tomarse uno o dos tragos antes de dormir para conciliar el sueño, porque con esta receta al pasar los años tendrá además del insomnio otro inconveniente mucho más grave: el alcoholismo.
7. No use la cama para resolver problemas ni realizar planificaciones de lo que se debe hacer al siguiente día, porque esto también contribuirá a mantenerlo despierto.
8. No utilice las relaciones sexuales para autoprovocarse el sueño, pues además de no ser éste el verdadero sentido de las mismas, puede llevarle a una disfunción sexual.

      Y si con las medidas anteriores no logra dormir, le sugiero mantenerse despierto la mayor cantidad de horas posible. Usted creerá que se trata de una broma, o un absurdo mandar a mantenerse despierto a quien desea dormir. Se trata de un tipo de orientación denominada paradójica, es decir, opuesta o contraria a la opinión común y al sentir general de las personas, la cual es utilizada para modificar determinados síntomas. Con dicha técnica se han obtenido buenos resultados no sólo en los trastornos del sueño, sino en algunos trastornos depresivos.

      Le aseguro que con esta técnica sólo le ocurrirá lo que usted desea: DORMIR.

MI ESPOSO ME MALTRATA, INCLUSO ME HA PEGADO

     Esto, por desgracia, no lo escuchamos tan poco como deseamos. La violencia doméstica existe en no pocos de nuestros hogares, sea verbal o física y es la mujer en la mayoría de las ocasiones la que lleva la peor parte.

     Detrás de estas palabras hay diversas cuestiones que merecen ser analizadas. En primer lugar, una mujer que se respete difícilmente será objeto de maltrato alguno en las relaciones conyugales ni en ninguna otra situación cotidiana. Una mujer decidida a que se le respete, infunde, a mi juicio, más temor que cualquier hombre. En segundo lugar, ¿quién la maltrata? Le maltrata el hombre elegido con libertad y con el cual muchas veces continúa a pesar de ese referido maltrato. En tercer lugar, esta persona se queja diciendo que “incluso le ha pegado”. Amigo lector o amiga lectora, sepa usted que todo hombre que le pega a una mujer una vez, lo seguirá haciendo después, si se le tolera o perdona. Esto es una realidad. Y en la expresión analizada se deduce no sólo el maltrato, sino la recurrencia a otra forma mucho más peligrosa, degradante, inhumana y, más que todo, poco viril en su relación, la violencia física. Sin embargo, en este caso, esa relación continuó de forma anormal, la cual no sólo es dañina para los cónyuges, sino también para los hijos.

     Si se trata de hijas, se les está enseñando a soportar vejaciones, insultos, golpes, y por el modelo de relación matrimonial, es posible que eviten el casamiento porque el ejemplo recibido es infeliz.

     Si se trata de hijos, se pueden convertir, como su padre, en abusadores habituales de sus parejas, pues si el padre le pegaba a la madre y ella lo toleraba, “¿por qué no pegarle a mi pareja, si no es mejor que mi madre y ella lo permitía?” Y este razonamiento, además de convertirlos en sádicos, les ocasionará una inestabilidad matrimonial, sin dudas, porque no todas las mujeres soportan ni permiten que sus maridos las maltraten.

     Luego, por el bien suyo, de su matrimonio y de sus hijos, en fin, de la familia, evite por todos los medios, pronunciar algo semejante en su vida.

ÉL NO ME DEJA…

     Lamentablemente, tal manifestación aún se escucha en nuestro medio, a pesar de todos los esfuerzos que se han venido realizando a favor de la plena igualdad de la mujer.

     En “Él no me deja…” los puntos suspensivos pueden ser sustituidos por disímiles actividades, como por ejemplo: trabajar, pasear, cortar el cabello, poner determinada pieza de vestir, maquillar de una forma específica, visitar algunos lugares, hablar con ciertas personas, etcétera.

     Quienes utilizan esta expresión, deben entender que aunque se dice “Él no me…”, en realidad debiera ser “Yo permito que él no me…”, pues conscientes y muy a gusto, toleran, permiten, acceden, desean, ser tratadas con este tipo de imposiciones que las limitan. Otras, las menos, permiten este tipo de limitaciones sin una conciencia cabal de los perjuicios ocasionados en su desarrollo personal; pero repito, la mayoría de ellas participa conscientemente de estas conductas anómalas en su relación matrimonial: si el esposo no la deja trabajar es porque a ella le hace sentir bien no tener obligaciones laborales, si el esposo no la lleva a distraer es porque a ella le gusta quedarse en la casa y asumir el papel de víctima o de mártir, si el esposo la maltrata verbal o físicamente y no responde, tiene evidentes rasgos masoquistas en el carácter.

     Quizás usted considere que para ganar a veces hay que perder y si la esposa no cede, el matrimonio puede entrar en conflicto y disolverse. Todos esos argumentos son buenas justificaciones para asumir un papel pasivo en las relaciones conyugales.

     Si la mujer no trabaja tiene que depender económicamente de su pareja, y se cumplirá el principio administrativo “el que paga manda”. Si ella permite que él no comparta las distracciones, puede ocasionarle síntomas neurasténicos, como el cansancio físico y mental, irritabilidad, peso en el cerebro, disminución de la productividad, dificultades con la atención, la concentración y la memoria, poca o ninguna satisfacción sexual, los ruidos le resultarán insoportables y la llevará a pegarle a sus hijos, a no dejar que oigan música y ni siquiera que jueguen o le hablen.

     Al permitir a su esposo el maltrato físico o verbal, estará iniciando una relación sadomasoquista, es decir, cuando una persona siente placer en ocasionar dolor, sea físico o moral y la otra persona lo siente al recibirlos.
Pienso que es preferible modificar “Él no me…” por “Yo no permito que…”

PARA DARME EN LA CABEZA SE EMBORRACHA

     Esta desgraciada y poco feliz declaración la escuché de una joven, refiriéndose a su pareja. Pero no sólo el hecho de embriagarse, puede ser: dejar los estudios para “darle en la cabeza a los padres”, dejarse un embarazo para “darle en la cabeza a la pareja o a sus familiares” o cualquier otra situación en la que un individuo hace algo contra sí mismo, para atacar o castigar a otros.

     ¿Quién no se da cuenta de que estas personas no son capaces de manejar adecuadamente su hostilidad, su agresividad? Alguien normal puede verlo, excepto quien asume dichas actitudes, que no es, desde luego, una persona normal.

     En el ejemplo señalado, el marido se molestó con la esposa y para darle en la cabeza fue y se embriagó. ¿Quién es el perjudicado? Sin discusión él y no ella. Él no tuvo capacidad para arreglar con naturalidad ese disgusto y se autoagredió en contra de su salud. Este mecanismo evasivo puede repetirse y en un plazo corto de tiempo, esta persona llegará a convertirse en un bebedor problema o peor aún, en un alcohólico.

     La mujer que se deja el embarazo para, supuestamente, darle en la cabeza a la pareja o a sus familiares, traerá al mundo un hijo no deseado, con todos los inconvenientes que eso provoca.

     O aquel muchacho o muchacha que abandona los estudios, limitando en gran cuantía su futuro, embruteciéndose por agredir a los padres, maestros u otras personas.

     Antes de “darle en la cabeza a otro” piense en qué medida el perjudicado a corto, mediano o largo plazo será usted mismo y no quien ha pretendido agredir. Antes de atacar a otros, piense en buenas formas de solucionar el problema causante de ese estado anímico, para que no incurra en los errores mencionados.

Psicoterapia para aprender a vivir por Prof. Dr. Sergio Andrés Pérez BarreroEn este material se incluyen expresiones y consejos extraidos de la experiencia profesional del autor, con el objetivo de servir de ayuda a personas que pasan por dificultades vitales.

25. Expresiones 7

La familia 

PERO FULANO, QUE ES MÉDICO, TAMBIÉN ES UN ALCOHÓLICO

Esto o algo similar se puede escuchar a personas que tienen problemas relacionados con el alcohol.

    Generalmente están en la fase de no reconocimiento, pues no aceptan su condición de alcohólicos y emplean el mecanismo defensivo de elegir a otro sujeto, casi siempre de jerarquía y prestigio social que adolece de lo mismo, para ponerlo como ejemplo, con la intención de hacer llegar el siguiente mensaje: “Fulano, más inteligente que yo, más respetable que yo, más admirado que yo, hace lo mismo que yo. Por tanto no debe ser tan terrible, cuando él lo hace y sabe mejor las malas consecuencias que puede traer la ingestión de bebidas alcohólicas.”

     ¿Qué está haciendo con esta manera de comportarse este sujeto?

     Primero, no analiza que está padeciendo alcoholismo para dedicarse al “análisis del ausente”, maniobra defensiva muy dañina, que le impide la autobservación y el autoanálisis y desvía su atención.

     Una buena opción es decirle: “Fulano y usted tienen un problema muy similar, ambos padecen alcoholismo, ambos tienen que hacerse el firme propósito de no ingerir el primer trago. Como podrá notar, el alcoholismo es una enfermedad que no respeta profesión, nivel intelectual, sexo, estado conyugal, etc. Lo mismo puede ser alcohólico un médico, un artista, un campesino, un desocupado, una ama de casa, un sacerdote, un político, usted mismo, yo, en fin, cualquier persona, pues para llegar a padecerlo sólo se necesita ingerir el tóxico con frecuencia y en cantidades que lleven a la dependencia psicológica y física.”

     También persigue desplazar su problema y generalizarlo. Él no es el único alcohólico, pues otros, como el médico Fulano, también lo son. La defensa está permitida, siempre y cuando no nos quite la responsabilidad que nos atañe: usted es un alcohólico y debe dejar de serlo.

DOCTOR, USTED SABE LOS ESFUERZOS QUE YO HAGO PARA NO INGERIR BEBIDAS ALCOHÓLICAS

     Los alcohólicos inmersos en una recaída de su habituación, por lo general refieren así su problema ante el terapeuta.

     Lo primero que llama la atención en esta expresión es el dar por sentado, que el médico debiera saber, como parte de sus obligaciones, los esfuerzos hechos por estos enfermos por no ingerir el tóxico, lo cual, desde luego, no constituye en modo alguno una tarea médica sino una responsabilidad del paciente, en este caso, del alcohólico en cuestión, pues ambos tienen vidas independientes.

     Otro aspecto importante en ella es que el sujeto enfatiza en considerar válidos los esfuerzos realizados para no ingerir bebidas alcohólicas y no precisamente en el resultado de dichos esfuerzos, ya que sigue tomando licor. Como se evidencia, es un sutil mecanismo defensivo que utilizan determinados enfermos para no esforzarse más en la consecución de un objetivo.

     Este tipo de personas no se da cuenta de que ningún esfuerzo, por sí mismo, garantizará el resultado pretendido. Por ejemplo, usted puede llenar un camión con sus esfuerzos para cortar cañas y yo llenar otro con cañas sin tanto esfuerzo como el que usted hizo y al llevarlos a un central azucarero, seguro producirá más cantidad de azúcar mi camión de cañas que su camión de esfuerzos. En ocasiones, el “haber hecho esfuerzos” es un mecanismo defensivo que busca no ser juzgado con severidad al incumplir determinada tarea.

     Continuar ingiriendo bebidas alcohólicas a pesar de los esfuerzos, es el resultado de no habérselo propuesto en serio, o mejor dicho, no habérselo propuesto aún, lo cual es el primer paso para lograr la desintoxicación, deshabituación y rehabilitación de cualquier dependencia de sustancias, tabaco, alcohol o drogas.

     Debe desear en realidad abandonar el mal hábito. A punto de partida de esa decisión adulta, madura y responsable, todo es más fácil, sin tener que hacer tantos esfuerzos y usted podrá ir venciendo esa habituación con ayuda de los médicos de la familia, psicólogos, psiquiatras, su pareja e hijos y desde luego y principalmente, con su propia ayuda.

 

NO SÉ QUÉ HACER

     Una buena parte de nuestros pacientes, inmersos en una situación determinada, buscan hacer “algo” para salir de ella y ninguna de las opciones que han pensado les ha convencido plenamente, como para llevarla a la práctica. Y en este momento surge la expresión que nos ocupa.

     No saber qué hacer les agobia, pues desean, necesitan, hacer algo, sin darse cuenta de que aún no están preparados para ello. Piensan que este hacer algo siempre se refiere a la realización de un hecho medible, evidente, a favor o en contra, para terminar o para continuar, para irse o quedarse; sin embargo, no incluyen entre las cosas que también se pudieran hacer, el abstenerse de tomar una decisión.

     Por otra parte, hay que tener mucho cuidado con esta manifestación, pues a veces sirve de escudo para no tomar las decisiones que hay que tomar y no deseamos hacerlo. El desconocimiento es normal, por ejemplo, yo no sé muchas cosas que no tengo que saber y dentro de mi especialidad desconozco otras tantas, debido a la extensión temática y a que no todos los temas me motivan por igual. Eso nos puede pasar a todos.

     Al igual que es normal desconocer, hay que saber qué hacer cuando se es sancionado por reiteradas impuntualidades y ausencias al trabajo o centro de estudios; hay que saber qué hacer cuando su pareja mantiene una relación extramatrimonial, que cada día le ocupa más tiempo, mientras le roba el suyo; hay que saber qué hacer cuando su pareja le ha prometido por centésima vez dejar de ingerir bebidas alcohólicas y lo continúa haciendo, a pesar de las orientaciones médicas y sus consejos; hay que saber qué hacer cuando se están sacando malas notas en los exámenes y los maestros y profesores nos han alertado; hay que saber qué hacer cuando ya la pareja no desea continuar con usted, porque considera terminada la relación.

     Yo le puedo asegurar que todo el mundo sabe que para evitar una sanción laboral de cualquier tipo debe cumplirse con la jornada de forma eficiente; que cuando una relación extramatrimonial va ganando terreno, deben eliminarse las fisuras en el matrimonio y enmendarlas, antes de que se conviertan en grietas; que cuando su esposo le ha prometido tantas veces dejar las bebidas alcohólicas, es porque no tiene ningún interés en hacerlo y a usted le quedan tres opciones o alternativas: continuar brindándole ayuda y recabar atención médica, continuar soportando esta situación hasta que el propio tóxico se encargue de ponerle punto final, o terminar esa relación. Que para obtener buenos resultados académicos, debe dedicarle suficiente tiempo al estudio de los contenidos de las materias y tomar cuantas medidas se necesiten por garantizar un rendimiento adecuado (estudio diario, atención a clases, evacuación de dudas, estudio en colectivo, etc.); que cuando una mujer decide terminar una relación, lo más razonable es renunciar a ella.

     Como se evidencia, “no sé qué hacer” no necesariamente es una invitación a hacer algo. Puede ser el escudo para no hacer, porque puede resultar doloroso, algo que, por obligación, tenemos que hacer.

 

YO NO QUIERO VOLVERME LOCO

     En nuestra práctica profesional, al parecer, decir esto refleja una posibilidad de perder la razón, a la que ni usted ni yo desearíamos llegar. Hasta aquí es correcto.

     Pero por lo general es utilizada como justificación de actitudes asumidas o que se pretenden asumir, ante una situación determinada que demanda un esfuerzo mayor del empleado habitualmente.

     Con el pretexto de “no volverse loco” no se hace todo lo que en realidad se pudiera hacer por cumplir con las obligaciones contraídas, se evitan o evaden ciertas responsabilidades con las que, sin lugar a dudas, se puede cumplir. Y no se enfrentan aquellas que no se desean enfrentar.

     Pongamos por ejemplo un maestro de la enseñanza media, con varios años de experiencia y evaluaciones satisfactorias, que se queja de tener “muchas obligaciones en el presente curso escolar”, de “dedicarle casi todo el tiempo a la escuela”, de “las muchas reuniones, controles y papeles” y él ha pensado en renunciar como maestro porque no quiere volverse loco. Evidentemente este maestro no desea enfrentarse a las nuevas exigencias que su profesión le ha planteado como parte del desarrollo científico de la pedagogía.

     Si se tratara de otro maestro con antecedentes de evaluaciones deficientes que reflejaran un desempeño profesional limitado, el análisis sería diferente: ante estas nuevas demandas, se produciría un conflicto entre el rol que él debe desempeñar, esto es, el que hace todas las cosas antes dichas y su incapacidad para hacerlas, lo cual pudiera dar origen a síntomas psicopatológicos o síntomas físicos. En este hipotético caso, predominarían las quejas psicológicas o físicas y no precisamente la justificación de la mencionada expresión.

     La locura, como puede suponer, no es un estado que se adquiere por voluntad propia; eso sería una simulación. Pero no querer volverse loco tampoco se convierte en una garantía de no llegar a padecerla en alguna oportunidad.

 

SON COSAS QUE SE LE METEN A UNO

     Esto es pronunciado por quienes quieren justificar su falta de autocontrol ante determinadas situaciones, manifiestas en la realización de actos inadecuados.

     Si analizamos detenidamente lo dicho, las “cosas” a que se refiere el sujeto, son los actos antes mencionados, denominados así en general y no con el nombre específico del acto anormal, por ejemplo: romper objetos o la propia vestimenta, quemar la ropa, intentar el suicidio, agredir a seres queridos, irse del lugar en que se debe permanecer, prorrumpir en llanto, etcétera. Llamarlos de esa manera es otro mecanismo defensivo complementario de él, para no hacerse responsable de lo ocurrido. Si estas cosas “se le meten”, significa que provienen del exterior, pues sólo puede introducirse o meterse en algún lugar, algo que está fuera de él: le abordan, introducen, posesionan. Eso quiere decir que no hace cosas de forma voluntaria y consciente, ni porque lo desea, sino porque… “se le meten” (si no se le “metieran” de seguro no las hiciera…).

     Con este razonamiento justificativo persigue atenuar la culpa y el reproche de sus allegados, amigos, etc. Además de ser justificativa, tiene el inconveniente de entorpecer el cambio, el crecimiento personal, pues esas “cosas” son ajenas a él, son externas y no puede hacer absolutamente nada por modificarlas.

     Por último, el verbo utilizado, meter, también significa introducir, causar, ocasionar, pegar, enredarse en alguna cosa, atacar a uno, disputar con él, dominar. Es quizás en este sentido que lo utiliza, él reconoce que esas cosas son más fuertes y le dominan. Este razonamiento tampoco propicia el cambio, pues asume de antemano el papel de perdedor, de dominado, de víctima.

     Le sugiero llamar por su nombre a las cosas, no las deje huérfanas, pues tienen un padre y una madre, usted. Por otra parte, no le otorgue los poderes que no tienen. Un ejemplo sería decir: “Rompí los platos porque me puse bravo contigo por lo que me decías y no fui capaz de controlarme ni canalizar adecuadamente mi hostilidad”, o si quiere, más fácil: “Rompí los platos porque no he aprendido a controlarme”. Y le aseguro, ya eso será un paso de avance, pues, además de reconocer lo mal hecho, se lo atribuyó a usted.

 

YO MISMO RECONOZCO QUE…

     Hay personas que, en apariencia, reconocen sus faltas, sus rasgos anormales de carácter, sus conductas inadecuadas, hasta el más mínimo aspecto de su proceder anómalo, pero sólo eso, no les sirve para modificar su comportamiento, y a ese mecanismo se le conoce como intelectualización. Ésta puede llevar a cambios, pero en la mayoría se constituye en un mecanismo defensivo, hacia la contemplación idealista y no a la solución de los problemas.

     Reconocer un error no lo enmienda, sino cuando deja de cometerse. ¿De qué sirve saber lo mal que trata a su esposa e hijos si lo continúa haciendo? Es nada más un buen paso de avance en el autoconocimiento.
A veces, detrás de este mecanismo defensivo, se esconde una personalidad deseosa de que nos formemos una buena opinión de ella y además, como parte de esa buena opinión, pensemos que es “razonable”, “autocrítica”, “conocedora de sí misma”, “fácil de obtener cambios en su comportamiento” y esto no por necesidad es cierto y en ocasiones ese “vasto conocimiento y reconocimiento” de todo lo que le ocurre, es el más eficaz y también su peor mecanismo defensivo.

     Por tanto, si se dice “Yo mismo reconozco que…”, llámese la atención. Una antigua sentencia filosófica enunciaba: “Conócete a ti mismo”, y esto es de probada utilidad para poder adaptarse mejor a las circunstancias siempre cambiantes de la vida, saber sus puntos débiles, las limitaciones, las potencialidades con las que se cuenta, etc. Pero no es útil el pseudoconocimiento de uno mismo que no nos impulse a la modificación de lo modificable, para lograr una adaptabilidad más creativa al medio familiar, laboral o social.

     ¿Para qué usted quiere pasar por un sabihondo, si ello no le sirve para dejar de ser como es? ¿Por qué se refugia en su supuesto saber, si no sabe modificar el hacer? ¿Si yo reconozco que no hago las cosas como las debo hacer, por qué no modifico mi manera de hacerlas? 

Psicoterapia para aprender a vivir por Prof. Dr. Sergio Andrés Pérez BarreroEn este material se incluyen expresiones y consejos extraidos de la experiencia profesional del autor, con el objetivo de servir de ayuda a personas que pasan por dificultades vitales.

26. Expresiones 8

Criar hijos sanos 

TODOS LOS HIJOS SE QUIEREN IGUAL

Así dicen los padres y las madres para expresar que no tienen preferencia por hijo alguno. A primera vista, parece ser una manifestación justa y solidaria. Sin embargo, en ocasiones, es profundamente injusta y generadora de rivalidades y celos entre los hermanos.

     El afecto de los padres y las madres es como un medicamento, cuya actividad beneficiosa está enmarcada en la llamada “ventana terapéutica”, por debajo de dicho umbral, el medicamento no ejerce efecto alguno y por encima, ocasiona efectos indeseables. El desamor paterno es dañino y el exceso de demostraciones de afecto también lo es. ¿Cómo se puede querer igual a hijos que son diferentes? ¿Cómo se puede querer igual a hijos que se comportan de manera desigual? En mi práctica profesional he visto a hijos delinquir para lograr de los padres las demostraciones de afecto y el apoyo dado a otro hijo que previamente lo había hecho. He tratado adolescentes cuya tentativa de suicidio fue para obtener de los padres lo que otro hijo obtuvo al intentar matarse. He escuchado a hijos valiosos lamentarse de no haber recibido de los padres las atenciones recibidas por su hermano, un alcohólico deteriorado.

     Todos los hijos no debieran quererse por igual, sino según su comportamiento familiar y social. Si usted tiene un hijo bueno, afable, noble, cumplidor de sus obligaciones, respetuoso, en fin, con muy buenas condiciones humanas y tiene otro que es impulsivo, agresivo, tomador de bebidas alcohólicas, transgresor del orden establecido, etc., ¿cuál de los dos merece mayores demostraciones de afecto? Evidentemente el primero, cuya conducta responsable le está dando a los padres una prueba suprema de amor. Y el tratamiento diferenciado pudiera contribuir a que el otro, si lo desea, modifique sus actitudes, pues con él se le está enviando el siguiente mensaje: “Si haces las cosas como se debe, recibirás más afecto”.

     Sé que puede haber muchas personas que no coincidan con esta manera de pensar, pero no se trata de ponernos de acuerdo, sino de reflexionar sobre el afecto que merecen nuestros hijos y cómo ello puede influir en su bienestar.

YO VIVO PARA MIS HIJOS

     Esta declaración, escuchada a muchas personas, no cabe dudas de que es poco educativa.

     Los hijos son una responsabilidad social contraída por los padres de manera voluntaria. Pero usted y yo sabemos que no siempre sucede así, pues existen hijos no deseados o deseados unilateralmente, no planificados y en ocasiones utilizados como punta de lanza o gancho para atacar o atraer al otro cónyuge.

     En ciertas oportunidades los hijos se convierten en el centro de la vida de sus padres debido, no a las necesidades de aquellos, sino por las de estos últimos. Es decir, no es tanto lo que los hijos necesitan de los padres, sino lo que los padres necesitan de los hijos. Y es en esta situación cuando se puede escuchar con más frecuencia dicha expresión.

     Quienes la pronuncian, la cumplen literalmente, al pie de la letra, subordinando cualquier interés personal a los hijos. Si a los padres les hace falta alguna prenda de vestir y los hijos desean que se les compre alguna cosa, por muy inútil que parezca, ellos tomarán la decisión de renunciar a su proyecto para satisfacer el de los hijos.

     Si se trata de una madre soltera, con posibilidades de rehacer su vida, lograr su estabilidad emocional junto a un compañero idóneo, lo pospone “para no ponerle padrastro a los hijos” o porque ella no puede ser “más mujer que madre”. Estas posturas constituyen un grave error, pues se le transmite a la descendencia un mensaje distorsionado, una enseñanza equivocada, al subordinar constantemente los intereses de los progenitores a los de los hijos, obligándolos a despreocuparse de sus propios intereses.

     Si usted no se siente realizado como ser humano, es muy difícil que pueda hacer sentir realizados a los demás; si se olvida de sus necesidades, es paradójico querer enseñar a sus hijos que sean preocupados por ellos mismos. Si les enseña a limitarse la vida, cuando ellos sean padres y madres, también lo harán.

     Y lo peor es que habitualmente se cumple aquello de “los hijos crecen y se van”. Si ha vivido para ellos, cuando eso suceda, ¿para quién seguirá viviendo?

     Considero más adecuado sustituir la preposición “para” por “con” y el pronunciamiento quedaría así: “Yo vivo con mis hijos”, lo cual reflejaría mejor la realidad y cada cual estaría en su debido lugar.

NO LLORES, PONTE FUERTE

      Estas palabras se pronuncian con frecuencia en situaciones en las que no se debiera, por ejemplo, en los momentos de sufrimiento intenso al fallecer un ser querido. Y es cuando le pedimos a esta persona, por lo general muy allegada, que no llore, que se ponga fuerte, como si el llanto fuera un signo de mojigatería, debilidad, pusilanimidad o cobardía, y no una reacción muy normal y saludable en determinadas ocasiones y no debe ser reprimido. Al contrario, facilitarlo, permitirlo, es muy beneficioso para el que sufre. El familiar se siente triste por la pérdida y tiene necesidad de expresar su pesar mediante el llanto inconsolable, desahogarse. Estas palabras que nos ocupan, obligan al afligido a coartar y esconder sus sentimientos, como si nada hubiera sucedido, dicho de otro modo, se le invita a comportarse como una persona anormal, pues no debe llorar cuando la situación lo demanda.

     Reprimir a alguien sus emociones y sentimientos puede provocar el llamado “duelo patológico”, que es un duelo prolongado o que se presenta cuando no es tiempo para ello, hasta el surgimiento de una enfermedad física, porque “la pena que no se derrama en lágrimas hace llorar a otros órganos”.

     En ocasiones me han traído a la consulta una persona en duelo de pocos días de evolución porque llora sin consuelo, apenas come alimentos, sólo los caldos y muy poco, permanece acostada y no desea hablar con nadie, excepto cuando le hablan del fallecido. ¿Usted no cree que sería más juicioso traerlo a mi consulta si estuviera risueña, feliz, contentísima porque se le murió su ser querido? Obviamente sí.

     A veces el llanto nos parece “muy lógico” y hasta un rasgo “apropiado” del carácter; sin embargo, es en realidad anormal y debe ser objeto de contención. Pensemos, por ejemplo, en alguien a quien se le llama la atención y eso le provoca llanto, asimismo llora cuando se discrepa de sus puntos de vista; o tiene que ser evaluada por sus directivos y antes de iniciarla prorrumpe en llanto delante de ellos; o ante un tribunal examinador cuando no se está seguro de las respuestas. Todos estos llantos no son normales, pues las situaciones no lo ameritan; sin embargo, a estas personas que hacen de él una manera, muy efectiva a veces, de comunicarse, no se les sugiere asistir a una consulta de psiquiatría.

     Al igual que el niño recién nacido expresa a través del llanto sus necesidades, hay adultos que hacen lo mismo, y para ellos llorar es su manera de enfrentar la vida: lloran si tienen problemas con el esposo, si el hijo les dijo algo indebido, si despiden a un ser querido que va de viaje, ante un melodrama si van al cine. Son los clásicos llorones, a los que sí hay que decirles: “No llores, ponte fuerte”.

TIENES QUE PONER DE TU PARTE

     ¿Quién no ha oído esto alguna vez? ¿Cuántas veces muchos médicos, psiquiatras, psicólogos, enfermeras y hasta usted mismo, amigo lector, ha pronunciado estas palabras?

     A mi juicio, es una forma infeliz de suponer que la persona a la cual se le dice, no pone de su parte y el problema consiste en que todo el mundo siempre pone de su parte, pero unos, la parte que tienen que poner y otros no. Veamos un ejemplo esclarecedor:

     Usted ha perdido una relación valiosa y se siente triste, lloroso, pesimista, sin deseos de hacer cosa alguna, tampoco tiene apetito ni deseos de bañarse y no puede conciliar el sueño pues le viene constantemente a la mente el recuerdo del amor perdido. Considera no ir al trabajo en esas condiciones y decide ausentarse unos días para permanecer en casa. Esto pudiera ser una buena solución; sin embargo, al malestar lógico y por demás muy normal ante la pérdida amorosa, se añade la improductividad. Antes, tenía todo el tiempo de su jornada laboral fuera de lo que le aqueja o al menos con la mente ocupada en otras cosas; ahora cuenta con todo ese tiempo para pensar en la pérdida, en él o la que se fue. Pero además, ha dejado por algún tiempo el contacto social determinado por sus relaciones laborales, contacto muy necesario en tiempos difíciles; y a los problemas emocionales inherentes a la relación perdida, se han añadido las dificultades económicas y financieras por la ausencia al trabajo; sin tener en cuenta el efecto imitativo para personas que nos toman como modelo en sus actuaciones, fundamentalmente los hijos.

     Como puede darse cuenta en este ejemplo, está poniendo de su parte, pero de su parte mala, en detrimento de la parte buena que también tiene. Y en efecto, quizás no haya sido capaz de mantener una relación amorosa por diversos motivos, pero Sí es capaz de cumplir bien su jornada laboral, Sí es capaz de mantener relaciones armónicas con sus compañeros de trabajo o estudios, según sea el caso, Sí es capaz de ganarse su sustento con honradez, Sí puede ser socialmente útil, Sí puede contribuir a la economía familiar aunque se sienta triste e infeliz, Sí puede mostrarle a los demás que aunque no se siente bien, eso no es el fin del mundo y aún así es capaz de obtener éxitos en otras facetas de la vida.

TODOS LOS HOMBRES SON IGUALES. TODAS LAS MUJERES SON IGUALES

     Es posible que alguna vez haya manifestado esta idea, generalmente empleada por las mujeres, aunque también la he escuchado entre hombres desengañados en especial por una infidelidad conyugal, y es una gran MENTIRA.
Todos los hombres no son iguales, ni tampoco todas las mujeres lo son. Si así fuera, sería muy aburrido, un verdadero caos.

     Éste es un mecanismo defensivo desastroso, pues calificar a todos los seres humanos según la experiencia personal con uno de ellos es un grave error, cuyas consecuencias pueden limitar la adaptación del sujeto en forma significativa. Lo que le haya ocurrido una vez, no necesariamente tiene que repetirse con otra persona; no debe asumir posiciones defensivas ni comportarse en una nueva relación de la misma forma que lo hacía cuando no le fue bien, pues además de ser injusto, impedirá el establecimiento de la armonía junto a alguien que nada tiene que ver con su pasado.

     Pongamos por ejemplo el de aquel hombre con el cual malgastó los mejores años de su vida por tratarse de un alcohólico agresivo, amargada por sus escenas de violencia y celos y después le hacía sentir culpable, cuando llorando le decía que lo ayudara, y no lo dejara solo, pues se iba a suicidar. La nueva persona que usted ha conocido, aunque también ingiere bebidas alcohólicas, nunca lo hace en cantidades que le lleven a la embriaguez y se comporta dentro de límites socialmente aceptables; luego, no tiene porqué traspolar sus temores antiguos a esta nueva relación.

     Y aquella mujer que le peleaba, le reprochaba, le discutía y no le dejaba dormir pidiéndole explicaciones, nada tiene que ver con esta otra que apenas discute y cuando lo hace, regresa a la normalidad tan pronto le expresa lo que piensa.

     Entonces, no resulta un mecanismo sano generalizar las experiencias desagradables sufridas, más saludable es hacer lo contrario, es decir, generalizar las experiencias positivas para demostrarse que no es el único que tiene un problema, o ha tenido un desengaño amoroso, pues muchas personas, como usted y yo, los han tenido; y han logrado darle un nuevo sentido a sus vidas, en mejores condiciones psicológicas que antes, independientemente de cuán dramáticas fueran sus historias pasadas.

Y SI ESTO HUBIERA OCURRIDO DIEZ AÑOS DESPUÉS

     Esta expresión quizás escuchada pocas veces, tiene, sin embargo, una utilidad nada despreciable.
Es habitual frente a una situación difícil, desagradable, la tendencia del ser humano a involucrarse afectivamente, en tal magnitud, que hace de ésta el centro de su existencia, su presente, el todo de su vida. Por otra parte, no es infrecuente la presencia en su mente de los tiempos pasados cuando la situación era muy diferente a lo que es hoy.

     Pongamos por ejemplo que usted ha tenido un fracaso amoroso y esa persona ocupa todo su pensamiento. Y es común recordar cuando se conocieron, los buenos tiempos pasados juntos, cuando comenzó él a cambiar con usted, los problemas posteriores, la ruptura matrimonial y el futuro incierto que le espera en su nueva condición. Este recuento es el que casi siempre se hace pero no quiere decir que sea el más correcto.

     Una de mis sugerencias a estas personas es que sean realistas. Esa relación se terminó, se acabó, llegó a su fin. Ya no tiene remedio. Pero en el análisis que se haga de lo ocurrido se debe hacer énfasis en su participación para que las cosas llegaran a esos extremos y con ello evitar incurrir en el futuro en los mismos errores.

    Otra sugerencia es sufrir, eso es aconsejable y no caiga en la equivocación de creer que un “clavo saca otro”, aunque es cierto en la carpintería, en las relaciones afectivas es un grave desacierto. Ningún hombre hace olvidar a otro hombre ni ninguna mujer hace que se olvide a otra mujer. Primero trate de recordar al amor perdido despojado de la afectividad que en el pasado le provocaba. Después, sí estará en condiciones de encontrar un nuevo amor.

     Una pregunta que siempre es conveniente hacerse en estos casos es la siguiente:

     ¿Y si esto hubiera ocurrido diez años después? Esa pregunta sería, en el juego de ajedrez, ganar tiempo, es decir, realizar una jugada sin comprometer nuestra posición estratégica en lo fundamental, pero nos permite esperar que el otro por necesidad realice un movimiento comprometedor para él o en ocasiones se pierde un tiempo para preparar mejores condiciones según lo que haga el adversario o de lo que podamos hacer nosotros.

     Con dicha pregunta se gana claridad para darnos cuenta de lo siguiente: si esta relación terminó y sufro mucho, ¿cuánto más hubiera sufrido si la relación tuviera diez años más? Si hoy siento afecto por esta persona, ¿cuánto afecto sentiría si hubiera compartido con ella ese tiempo?, si hoy estoy pesimista con respecto a mi futuro ¿cómo me sentiría si estuviera diez años más viejo, con menos posibilidades de conquistar?

     Un proverbio africano dice: “Los hombres maldicen a Dios por haber creado el tigre y yo lo bendigo por no darle alas”. ¿Se imagina usted un tigre volador?

Moraleja: Todo pudo haber sido peor, de ahí el valor de esta pregunta.

 

Psicoterapia para aprender a vivir por Prof. Dr. Sergio Andrés Pérez BarreroEn este material se incluyen expresiones y consejos extraidos de la experiencia profesional del autor, con el objetivo de servir de ayuda a personas que pasan por dificultades vitales.

27. Consejos 1

El divorcio 

PARA BUSCARSE UN PROBLEMA

El enunciado de este consejo pudiera parecer contradictorio, pues quien brinde su opinión profesional para que usted tenga dificultades, no debe gozar de una salud mental óptima.

      Pero, es eso precisamente lo que quiero poner a consideración del lector. Quiero dar algunos consejos para que se busque sólo un problema, no dos y más. Vamos a reflexionar usted y yo en torno a esto.

      Los problemas cotidianos muchas veces nos hacen transitar de los menos malos a los peores. Se da solución a uno de ellos, y ésta hace buscarse otros problemas a un plazo inmediato o mediano por no utilizar los mecanismos de afrontamiento más adecuados. Se dice que “dinero llama dinero” y yo diría que “problema llama problema”.

      Generalmente cuando se tiene un conflicto conyugal, su estado anímico se encuentra por lógica comprometido. Ello puede llevar sus pensamientos en torno a lo que le ocurre en su vida privada y descuide otras facetas de su existencia. Y no es infrecuente sufrir una merma en el rendimiento laboral evidente para sus compañeros. O no atiende a sus hijos con la misma calidad de antes. O se siente tan desgraciado o desgraciada que se “tira a morir en una cama” y sólo piensa en el sufrimiento que le embarga. Aunque parezca muy exagerado, este ejemplo es común y seguro conoce a alguien que ha transitado por este camino.

      Ante una dificultad es cuando mejor tiene que funcionar para evitar buscarse otra. Si es en una esfera de su vida, trate de no comprometer otras que no han sido afectadas. Volvamos al ejemplo anterior.

      Un problema conyugal le hará sentir mal, pero su trabajo no tiene culpa de ello, ni sus compañeros de labor tampoco tienen que sufrir las consecuencias de esta fase en su vida privada. Es posible, porque es un ser humano, que su funcionamiento no sea óptimo y le cueste más trabajo del habitual dedicarse por entero a su tarea sin volver a pensar en la situación conflictiva. Pero también debe tener presente que mientras más tiempo mantenga su mente ocupada en el trabajo, menos tiempo tendrá libre para dedicarlo a sus preocupaciones. Pero además, esta actitud evitaría un llamado de atención de sus superiores o jefes e incluso una sanción laboral por no cumplir con lo debido y por lo que se le paga un salario.

      Con lo que le está ocurriendo si emplea su tiempo libre en interactuar más íntimamente con sus hijos, incrementaría la comunicación eficaz y su imagen para ellos alcanzaría una dimensión diferente, mucho más positiva, más cercana.

      Si en vez de “tirarse a morir”, emplea su tiempo en hacer cosas que ha dejado de hacer, como redecorar la casa, sembrar nuevas plantas, limpiar y ordenar el cuarto de desahogo, ordenar el librero o el armario, su sufrimiento no cesará, pero no le habrá impedido continuar teniendo una calidad de vida más cerca de la que usted se merece.

      Pero, este modo de enfrentar un problema tiene otras ventajas importantísimas, como es haber aprendido a utilizar mecanismos de afrontamiento creativos, sanos y que pueden ser imitados por su descendencia cuando ellos lo requieran.

PARA UNA BUENA COMUNICACIÓN CON SU HIJO ADOLESCENTE

       La adolescencia es una etapa de la vida tildada de “edad difícil”, “edad crítica”, como si los únicos que hubieran pasado por ella fueran otros y no nosotros mismos, como si fuera una etapa sólo vivida por aquellos “adolescentes difíciles” y no por otros que la vivieron normalmente, según las características específicas que le dan el torrente hormonal, el crecimiento súbito, la necesidad de independencia, la definición sexual y la acentuación de los caracteres secundarios, la elección o inclinación vocacional, entre las más significativas.
Como cualquier período, la adolescencia se rige por determinados principios que no deben ser olvidados jamás, pues ello acarreará, en la mayoría de las ocasiones, serias dificultades en la comunicación paterno-filial. Para lograr una buena comunicación con nuestros adolescentes es prudente desterrar de nuestro vocabulario determinadas expresiones como las que a continuación se relacionan:

1. “Tú tienes que…” En este caso es preferible preguntar qué ha pensado hacer al respecto, antes de trazar pautas ajenas a él. El adolescente debe aprender a encontrar soluciones propias, a manejar el estrés, las relaciones difíciles, etc.
2. “Por qué tú no hiciste…” Lo que no se hizo no tiene solución pues pertenece al pasado. Es mucho mejor que el adolescente aprenda de los errores cometidos y sea capaz de volver a intentarlo, por lo que se le debe asegurar que él es capaz de hacerlo, que él puede lograrlo.
3. “Muchos de tu edad…” Esta desafortunada comparación no debe ser pronunciada jamás. Lo importante es aceptar al adolescente tal y cual es, y solidarizarnos con sus decisiones, las que por lo general, son adecuadas a sus intereses.
4. “Cuando yo tenía tu edad…” Otra comparación peor que la anterior, pues provocará una rivalidad entre padres e hijos. Cuando usted tenía su edad las cosas eran muy diferentes a como son en estos momentos. Es más inteligente invitarlo a dialogar sobre el tema que consideramos problemático, o el que posiblemente necesite alguna orientación, pero nunca ponernos como modelo que no somos.
5. “Yo en tu lugar haría…” Otro error en la comunicación, pues estamos cometiendo fraude, con el inconveniente de que nuestra opinión pudo haber sido válida para nosotros, mediatizada por nuestra experiencia pasada que no la tiene el adolescente y por nuestros juicios de valor que no son los de él. Es mucho más sensato aproximarnos a él preguntándole qué piensa hacer ante la situación que tiene y de esa manera conoceremos cuán acertadas o no son sus decisiones. Si son correctas deben ser estimuladas y si no lo son se le debe incitar a manejar otras opciones más productivas.

     Estas orientaciones persiguen proveer al adolescente de relaciones afectivas y efectivas, que le sirvan de soporte ante las nuevas exigencias que esta etapa le plantea, fundamentalmente, una apropiada interacción social con sus semejantes. Esta manera adecuada de comunicarse con el adolescente le permitirá contar con usted cuando le sea necesario a él, no cuando usted lo desee. En este sentido, no trate de ser el mejor amigo de su hijo para que él le mantenga al tanto de cuanto hace, lo cual es un atentado a su individualidad e intimidad. Lo inteligente es lograr que el adolescente tenga su vida privada, sus secretos y sólo nos comunique aquello que le es confuso, extraño, hostil, teniendo en cuenta que ellos tienen que vivir sus vidas y nosotros las nuestras.

PARA NO PERDER LA AUTORIDAD CON LOS HIJOS

     Una de las quejas más frecuentes de muchos padres que escucho en mi práctica profesional, es que los hijos no los respetan y comienzan las comparaciones con los tiempos pasados: antes la cosa era distinta, había que tratar a los padres de usted o decirle señor; antes había más respeto de los hijos hacia los padres, de los muchachos para con los adultos. Y en estas comparaciones la nueva generación sale muy mal plantada. Pienso que la pérdida de autoridad de los padres de antaño y los de ahora se debe a una misma causa: su mal uso.
Para tener autoridad ante los hijos no hay que pasar curso alguno, ni ser académico ni nada por el estilo.

     Simplemente, se necesita hacer un uso adecuado de eso llamado “sentido común”. Y para ello lo primero es… NO TEMER PERDERLA. Cuando los padres temen perder su autoridad, comienzan a hacer una utilización irracional, desmedida, injustificada de ella, para que los hijos se den cuenta de que son ellos quienes la tienen. Pero de seguro ellos interpretarán ese desmedido autoritarismo como la evidencia más firme de que usted la está utilizando de una manera anómala, que ya no sabe mandar. Y he aquí el segundo consejo, para mantener la autoridad con los hijos haga un uso racional de ella.

      En este aspecto, es necesario dejar vivir a nuestros hijos, pues ellos están realizando un proceso intransferible, que consiste en vivir su propia vida y nadie, incluidos los padres, puede variar esa realidad. Por tanto, cuídese de estar sentando pautas constantemente, dando orientaciones a cada minuto, advirtiéndole en cada momento cómo hacer cada cosa. Siempre que asiste alguien a mi consulta con una situación de este tipo le pongo el ejemplo de los entrenadores de boxeo, quienes entrenan a sus pupilos lo mejor que pueden, con todo el amor y la dedicación posibles, pero quien enfrenta al adversario no es el entrenador, no es quien entrena, sino el pupilo, el entrenado, quien recibió el entrenamiento. Y cada vez que termina un round o asalto, el entrenador le da nuevas instrucciones, le corrige supuestas fallas y vuelve el boxeador al combate, no el entrenador. Y en ocasiones, el entrenador dice o le grita alguna estrategia desde su esquina y el boxeador equivoca la táctica y pierde la pelea por puntos, por RSC o por nocaut. Y no la perdió el entrenador, la perdió el boxeador.

      Y en la vida la función de los padres se semeja en buena medida a la de un entrenador. Debemos preparar a los hijos para que celebren su combate con la vida y salgan victoriosos ante ese difícil contrincante. Pero usted no puede vivir la vida por su hijo y el aspirar a hacerlo, es otra postura que atenta contra su autoridad. Dígale más o menos qué hacer y cómo, pero deje que él le ponga su sello personal y si desea buscar otras vías y formas, mucho mejor. Estimúlelo.

      Otra manera de no mantener la autoridad con los hijos es exigirles un tributo por ser hijos nuestros, por la crianza dada, por la inversión hecha en ellos. Y no se alarme con esto que acaba de leer, pues he conocido un número no despreciable de padres que cobran esto a sus hijos y les reclaman dinero, que se ocupen de ellos, que les presten ayuda, que no los dejen solos, que les resuelvan sus problemas, etc. Y necesitan asumir esta actitud simplemente porque perdieron su autoridad y también el verdadero afecto de sus hijos debido a su propia mezquindad. Ellos, en la generalidad de los casos, les recuerdan que no les pidieron que los hicieran o parieran, con lo que tratan de evitar la manipulación de sus sentimientos.

      Si usted no desea perder la autoridad ante sus hijos, no tema perderla, no sea autoritario, no la utilice mal, sea flexible, tenga en cuenta que cada día que pasa sus hijos lo necesitarán de una manera diferente, aunque parezca que ya no lo necesitan.

 

Psicoterapia para aprender a vivir por Prof. Dr. Sergio Andrés Pérez BarreroEn este material se incluyen expresiones y consejos extraidos de la experiencia profesional del autor, con el objetivo de servir de ayuda a personas que pasan por dificultades vitales.

28. Consejos 2

La vejez

A LOS PADRES Y LAS MADRES

I. Las drogas se han convertido en un flagelo para la humanidad, principalmente entre los adolescentes y jóvenes de casi todas las latitudes. La cafeína, la nicotina, el alcohol y la marihuana ocupan los primeros lugares entre las más utilizadas, pero hay otras que constituyen un grupo muy peligroso y cada vez en aumento, la cocaína en sus diversas formas, los inhalantes y los psicofármacos. Aunque cada una de ellas tiene un cuadro clínico diferente, la conducta adictiva es el denominador común a todas. Y sobre este particular trata el consejo que brindamos a continuación.

      La conducta adictiva o de dependencia se caracteriza por la incapacidad de desprendimiento de algo (o alguien), lo cual limita la libertad del sujeto en relación con ese algo y cuya ausencia provoca diversos malestares físicos y psicológicos, de variable gravedad y duración, los que pueden ser revertidos por el adicto o dependiente.
Por tanto, cualquier conducta con estos requisitos mínimos, puede predisponer al sujeto para el desarrollo de una drogodependencia. Claro está, en ocasiones esta conducta es normal en parte de la vida del niño, como por ejemplo, su dependencia de la madre como fuente de protección y nutrición, o en el adolescente, su dependencia al grupo de iguales o a un determinado compañero, el clásico compinche o amigo preferido. No es a estos rasgos normales a los que hacemos referencia.

      Más bien se trata de otras evidencias nocivas en la actitud del adolescente, en apariencia naturales. Por ejemplo, cuando consume su tiempo en actividades poco importantes como el juego en cualquiera de sus formas: billar, máquinas computarizadas, carreras y peleas de animales, dados, barajas, etc., en detrimento de otras de mayor utilidad: el estudio, la sana recreación, la familia, etc. Este tipo de entretenimiento se convierte en adictivo cuando se gasta dinero y tiempo en mayor cantidad de lo que se propone el sujeto, o cuando se repite a pesar de los trastornos ocasionados, como pueden ser ausencias a clases por el juego, deudas, conflictos ante la imposibilidad de pagarlas o hurtos de dinero a los familiares para saldarlas. Cuando todo esto ocurre estamos ante el llamado “juego patológico”, porque ya existe dependencia de él, es una enfermedad del control de los impulsos. En estos individuos hay mayores posibilidades para la instalación de otras dependencias que en quienes no presentan estos problemas.

      Los padres deben dosificar este tipo de actividad y evitar por todos los medios la realización de apuestas, que pueden actuar como reforzadoras de esa conducta, tanto cuando se obtiene éxito y se juega para continuar lográndolo, como cuando se pierde y se trata de recuperar lo perdido.

      Otra manifestación de conducta adictiva es la utilización de la televisión como vía evasiva, cuando el adolescente se mantiene durante muchas horas inmerso en semejante mundo, ajeno a la realidad, que le impide, aunque sea temporalmente, pensar o reflexionar sobre sus propios problemas. Igual dependencia se observa en muchos relacionados con la música, sobre todo con el hard rock o rock duro, por la cual tienen predilección los suicidas. En estos casos es prudente que el adolescente desarrolle diversos intereses, que tenga varios amigos y el apoyo familiar, condiciones necesarias para evitar dichos comportamientos anormales.

      También pueden hacer suponer una adicción en nuestros adolescentes, los cambios en la conducta, por ejemplo el hábito de fumar, cuando nunca antes lo había realizado, el consumo de bebidas alcohólicas con frecuencia creciente, señales de pinchazos en antebrazos o la cara anterior de los muslos, ulceraciones o sangramientos nasales por aspiración de cocaína, demanda progresiva de dinero para pagar deudas, hurto o robo de sumas importantes de dinero a los familiares, cambio de amigos, sustituyéndolos por otros que también consumen drogas, empleo del lenguaje marginal de estos grupos, o la jerga propia de la sustancia que consumen diferente para cada cultura. Frente a cualquiera de estas manifestaciones lo más aconsejable, antes de asumir una actitud punitiva, es pedir ayuda especializada, pues la drogadicción, en tanto trastorno grave de la conducta, es también una enfermedad de causa múltiple, que requiere tratamiento médico.

II. La cond